domingo, 24 de mayo de 2009

Calumnia e impunidad

La transparencia es condición necesaria de la democracia y la transparencia pervertida procrea monstruos nada democráticos. El cinismo es su engendro más espantoso. Se suele decir, con resignación o complacencia, que ahora sabemos lo que antes estaba oculto. Pero ¿de verdad lo sabemos? Mejor: ¿qué sabemos y qué utilidad tiene ese saber? La sucesión de escándalos de corrupción pudren el ánimo más templado, si luego no pasa nada. Y en México no pasa nada. Una extraña moral es característica de políticos y gobernantes: aguantar un rato el propio escándalo que ya toca a la puerta el escándalo de otro. Luego todo se olvida. Me parece más grave el olvido que la corrupción: en la desmemoria fallamos los ciudadanos. México es el país de las acusaciones. Las incriminaciones recíprocas abundan en tiempos electorales, pero su presencia en la vida pública es una práctica tan común como dar los buenos días o tomar café. Lanzar calumnias no es un deporte exclusivo de México, pero el medio es propicio para su florecimiento. Sobre el hábito calumniador se pueden ofrecer explicaciones culturales de gran talante, todas ellas interesantes y bien documentadas, pero acaso nos convenga apelar a los defectos característicos de nuestro sistema de justicia: tardío, enmarañado, ineficaz y, debido a los anteriores defectos, injusto para todos. La sobreabundancia de acusaciones públicas desvía la atención, ensombrece el panorama y oculta los hechos y los rostros de los verdaderos responsables. La acusación recurrente en estos días es la de narcotráfico. El reparto indiscriminado de sospechas sólo está logrando que se anulen las miradas objetivas e imparciales de quienes estudian seriamente la presencia de la delincuencia organizada en las instituciones policiales y el riesgo que corremos por causa de la infiltración de intereses criminales en las instituciones democráticas (empezando por los partidos). Si de acusar se trata, la contienda electoral se ha convertido en un talk show intermitente en el que los hablantes son sustituidos de un día a otro. El espectáculo acaba cansando pronto a los mirones, pero en cambio daña la seriedad de la política y resquebraja el interés de los ciudadanos en los asuntos públicos. El resultado es que nadie es culpable de nada, ni siquiera los que realmente lo son o pueden serlo, si se les juzgara. La verborrea defensiva pasa siempre por las mismas palabras: es un complot, hay tintes electorales, hay intereses mezquinos, es una venganza, se quiere politizar el asunto, no voy a renunciar. . . El hecho es que la inmoderación del fuego incriminatorio beneficia a los culpables: los cubre, los encubre, los recubre. Si algo logran los sembradores de escándalos, con intención o sin ella, es blindar la corrupción y la impunidad. Si todos son sospechosos, nadie es culpable. El fuego existe, aunque lo escondan las cenizas.

El proverbio Calumnia, que algo queda nos viene a la medida. Se le atribuye al dramaturgo francés del siglo XVIII Pierre-Augustin de Beaumarchais, utilizada en la comedia El barbero de Sevilla (1775), comedia que algunas décadas más tarde Giacomo Rossini musicalizó magistralmente en la ópera del mismo nombre. Es célebre el aria de la calumnia: la calunnia é un venticello. . . Como en la ópera de Rossini, la calumnia comienza como una brisa, como un vientecillo suave pero negro; el crescendo va agregando instrumentos, la intensidad del sonido se eleva y el cañonazo final asusta con su tono inesperado. La frase también se atribuye a Voltaire y a Bacon. No dudaría de que se encontrase en alguno de los clásicos griegos o latinos, pues, al fin, es una conseja de indudable eficacia, y su formulación es tan antigua como el homo sapiens. Calumniar es una práctica de todos los tiempos y todas las culturas. El cuadro La calumnia de Apelle de Sandro Boticelli, que refleja el mundo de la intriga renacentista de la Florencia del siglo XV, representa al demonio de la envidia como la sombra motora, el móvil del crimen, la llave que abre las puertas del infierno. Se puede tener la tentación de creer que la calumnia es netamente latina; sin embargo, si nos atenemos al siglo XX, la calumnia delatora es la maldición de las almas en las dictaduras totalitarias. Recuerdo un artículo del escritor español Juan de Goytisolo titulado precisamente así, Calumnia, que algo queda, en el que defiende al escritor checo Milan Kundera de la acusación de haber delatado a un desertor: El insoportable pasado de Kundera. La respuesta del escritor checo fue inmediata y rotunda, pero no mereció ni la décima parte del espacio destinado a calumniarlo. Menos realista que la realidad, el poema La calumnia del modernista Rubén Darío supone que Una gota de lodo sobre un diamante/por más que se encuentre en fango lleno/el valor que lo hace bueno no perderá ni un instante/ y ha de ser siempre diamante/por más que lo manche el cieno. Darío tiene de su lado la razón poética, y, leídos con ironía, también la razón política. En la lucha por el poder no hay diamantes. Son puras piedras brutas. El hecho de que muchos de nuestros políticos sean unas “joyitas”, sólo significa que han de ser siempre joyitas/por más que las limpie el cielo. La calumnia da buenos rendimientos. De entrada, los titulares de los medios de comunicación. Nunca serán la respuesta, la réplica o la aclaración tan llamativas como el primer golpe. Y me parece que, tomando como principio la presunción de inocencia, un calumniado debiera disponer de más medios y espacios para defenderse que los destinados a acusarlo, con la condición de que al mismo tiempo lleve su defensa al ministerio público. Ya sé que esto último sólo tiene validez teórica. En la lucha por el poder la calumnia es un recurso político que usan unos y otros. No hay inocentes. El calumniado de hoy es el calumniador de mañana. Pero no en todas partes es así.
El presidente de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, el diputado Michael Martin, ha dimitido de su cargo luego que la oposición denunció los gastos injustificados de los representantes populares. Un politólogo del Telegraph escribe que el presidente del Parlamento se tardó un siglo en dimitir. “¡Caray!, me digo, si apenas fueron unos días”. Michael Martin, el laborista católico que acumula treinta años como parlamentario, fue urgido a renunciar, no por corrupto sino por inepto: sabiéndolo o no, la mayoría de los diputados se excedieron en los gastos. El antecedente de una renuncia del speaker o presidente del Parlamento es de hace trescientos años, en 1695, cuando John Trevor fue obligado a dimitir acusado de aceptar sobornos. Los ciudadanos británicos se quejan de que en su país no pasa nada. Critican la pachorra con que los corruptos redactan su renuncia. Muchos ciudadanos ingleses miran y admiran la dignidad humana de los japoneses, que ante la primera sospecha de inmoralidad pública y sin dilaciones de ninguna especie, apuntan en su agenda la cita fatal y llegan a ella con puntualidad inglesa. George Martin ha pedido perdón por los abusos parlamentarios. Los ciudadanos británicos lo agradecen, pero se va. Es probable incluso que se adelanten las elecciones. El desprestigio lo sufre también el primer ministro Gordon Brown, quien ha ofrecido disculpas a la sociedad en nombre de toda la clase política de Gran Bretaña. Los abusos parlamentarios de los Comunes y de los Lores pueden parecernos a los mexicanos naderías, insignificancias administrativas, irregularidades corregibles, pero allá el escándalo adquirió grandes proporciones y ya produjo efectos demoledores: la dimisión de George Martin, el adelanto de las elecciones, la inmediata revisión de las normas que regulan los gastos del Parlamento y el anuncio de cambios en el gabinete ministerial. Es bueno concluir diciendo que el escándalo significa el fin de la carrera política de George Martin y el principio del fin de la de Gordon Brown. ¡Y se quejan los ciudadanos británicos de que en su país no pasa nada!


No hay comentarios:

Publicar un comentario