lunes, 3 de junio de 2013

Prohibido morir con cualquier pretexto

En nuestras oraciones debemos pedir no sólo una buena vida, sino una muerte fácil: Czesław Miłosz
    El personaje de El Ruletista del escritor rumano Mircea Cărtărescu se parece a alguien que conocemos; ese alguien camina como si nada junto a uno; las similitudes pueden variar dependiendo de los caprichos que la muerte tiene en exclusividad, pero el personaje vive cerca, tal vez en la esquina o en la casa del vecino, habita incluso dentro de uno como una masa compacta de tepetate con la que se puede apisonar el vacío.
    Hace cincuenta años, en el barrio, había un personaje sorprendente. Se llamaba José, el hijo del zapatero. Dedicó su vida a morir, sin éxito.
    Entre muchas aficiones temerarias, dos veces a la semana se ponía frente a la muerte: caminaba durante unas dos horas por la vía del tren; aguardaba acostado entre los ríeles, con los brazos cruzados sobre el pecho; escuchaba el ritmo in crescendo del rugido mortal; en cuanto el estruendo de la máquina lo ensordecía, se ponía de pie, extendía los brazos, sacaba el pecho (como hacen los toreros cuando avientan la muleta y retan al toro) y, con el monstruo a unos metros, le gritaba: ¡Aquí estoy!
    Unos centímetros, un segundo, un soplido de aire contenido y un salto lo regresaban a la vida.
    José no era lo que se llama un suicida. Amaba la vida. Era alegre, divertido, generoso. En el barrio era el conciliador de los pleitos entre pandillas. A los más pequeños nos enseñó a escalar cerros y montañas, a sentir el rumor del tiempo, a ver los colores del día y de la noche, a escuchar el murmullo del peligro.
    Durante veinte años fue bombero. Salvó muchas vidas. Buceaba sin equipo en las presas para rescatar a los ahogados.
    El cuerpo de bomberos decidió otorgarle una medalla a su heroísmo. El gobernador era el invitado de honor. Se fijó la fecha y se lo comunicaron. José asintió y bajó humildemente la cabeza. Sin embargo, no pudo asistir: una competencia de motociclismo en la que estaba inscrito no se la iba a perder por nada del mundo.
    Lo despidieron y tomó la decisión de morir por otros medios, sin éxito.
    A la muerte de su padre (no conoció a su madre), organizaba en el patio de su casa sesiones de ruleta rusa en las que él era empresario, taquillero y único actor. Su fama se extendió y al espectáculo acudían señoras y mujeres.
    (Hace cincuenta años la sociedad diferenciaba a las señoras de las mujeres. Un amiga que vivía en el centro de la ciudad recuerda que cuando era niña entraba corriendo a donde estaba su madre a decirle que en la puerta la buscaba una señora que vendía gelatinas. La madre la reprendía: dirás “una mujer”. “Señora, Yo”).
    José murió hace poco, a los setenta y cinco años. Tomó camino por la vía del tren. Se acostó plácidamente entre los rieles. Ante el mugido de la enorme máquina de carga, se puso de pie, extendió los brazos, exaltó su pecho huesudo, alzó todos los ojos al cielo y gritó: ¡Aquí estoy!
    Brincó justo a tiempo.
    Durante el salto que lo regresaba a la vida murió de un infarto.



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