miércoles, 7 de septiembre de 2011

Parábola del carterista y los bolsillos

Es evidente –decía Chesterton– que el carterista es un defensor de la empresa privada, pero sería exagerado decir que es un defensor de la propiedad privada. En el capitalismo/mercantilismo –agrega– se adorna a los carteristas con las virtudes del pirata, mientras que en el comunismo se reforma al carterista reformando los bolsillos.
Cuando se discutía la aprobación de casinos (1994-2000) se argumentaba que favorecerían el turismo; en contra se alertaba que serían fuente de lavado de dinero y propiciarían la delincuencia. La experiencia da la razón a los que se manifestaron en contra: los casinos no favorecen el turismo, la clientela es local, su autorización es oscura y su funcionamiento es, por decir lo menos, irregular. Los casinos son legales, pero sería exagerado decir que son defensores del patrimonio familiar o que los permisos se otorgan con transparencia. Tenemos pruebas de sobra para sospechar que su autorización y funcionamiento son asuntos que el poder público decide arbitrariamente, fuera de las reglas de la competencia económica; no hay licitaciones públicas y por tanto no hay transparencia; las decisiones se toman en medio de una competencia de traficantes de influencias y la corrupción gubernamental no es sino el eslabón que cierra el círculo de oscuridades. La paradoja es que la competencia entre personas y grupos, al escapar al marco normativo de las convocatorias y las licitaciones, se lleva al plano de la brutalidad del mercado, es decir a la ley del más fuerte, y la extorsión y el asesinato no son sino los desenlaces fatales de una cadena oxidada por el clientelismo de alto nivel, la corrupción pública, la exacerbada ambición privada y la estupidez de los consumidores (en este caso, los clientes de los casinos).
Dos fenómenos contrapuestos se observan en la espesa oscuridad de la inseguridad y la violencia en México: de un lado, se exalta la punibilidad a niveles nunca antes vistos en la historia de México (ni siquiera comparables a los tiempos del bandidaje del siglo XIX); del otro, se exalta la cultura de la legalidad como la panacea educativa que erradicará el clima de violencia y criminalidad que vivimos. Una cosa tiene que ver con la otra, pero sólo en apariencia: escribir libros y proponer programas de cultura de la legalidad y de aprecio a la ley es como creer que el carterista robará lo estrictamente necesario para alimentar a su familia. Como tantos otros asuntos que nos preocupan, el problema está mal planteado.
En un artículo reciente (Consenso contra el crimen, Reforma, 4/09/2011) Enrique Krauze escribe que no existe un consenso nacional de repudio al crimen organizado. Sin duda tiene razón; es cierto que nadie en México está a favor del narcotráfico y del crimen organizado, pero en la vida cotidiana nos conducimos favoreciéndolo. A sabiendas de que una actividad funciona de manera irregular o bordea los lindes de la legalidad, la gente participa en esa actividad (clientes, proveedores, consumidores, aduladores) y con eso forma parte de la cadena de ilegalidades que doquier se cometen, desde infracciones menores hasta tragedias mortales. Si a los ciudadanos-consumidores nos da lo mismo que el negocio a donde entramos es legal, no veo por qué el problema lo formulemos desde la legalidad y no desde la ilegalidad. En este aspecto se puede tomar la punta de la hebra de lo que Krauze llama consenso contra el crimen como un rechazo sistemático a las miles de ilegalidades que vemos cotidianamente, casi siempre con indiferencia, pero en miles de ocasiones participando en la bonanza de esas actividades irregulares. El casino de Monterrey donde murieron cincuenta y dos personas había sido clausurado por la autoridad municipal, pero seguía funcionando gracias a la tramitación de un amparo que concedió la suspensión provisional de la clausura. Este hecho bastaba por sí mismo para que la gente desconfiara. Me parece que una medida preventiva que tiene la autoridad es de carácter informativo. Por ejemplo, si esa autoridad clausura un negocio por no cumplir las normas de seguridad, de higiene o de calidad, pero no puede impedir que siga funcionando por estar en curso un recurso procesal, la autoridad bien puede informarlo objetivamente. Bastaría un letrero que señalara lo siguiente: “Este negocio fue clausurado por no cumplir las normas de seguridad. Sigue funcionando porque el dueño de la empresa interpuso un amparo. Usted decide”.
Arriba, en efecto, se requieren acuerdos y pactos nacionales que deslinden responsabilidades y establezcan compromisos. Pero de poco sirven esos acuerdos y pactos si no se forma una sociedad civil que utilice el no consumo como una forma útil de participar contra la ilegalidad, es decir, mediante la abstención. No es contradictorio participar absteniéndose; la formación cívica de personas y agrupaciones organizadas en torno al objetivo de abstenerse de acudir o consumir en aquellos lugares de dudosa legalidad es más útil que marchar al Zócalo de la ciudad de México o a la macro-plaza de Monterrey para exigir la renuncia de las autoridades. Como sea, la abstención y la acción no se excluyen. La abstención debe ser razonable y razonada; un cierto escepticismo siempre es conveniente cuando el ciudadano recela de una autoridad o un negocio; la perspicacia ciudadana es una virtud si es capaz de elegir; la suspicacia es siempre positiva cuando se trata de cuidar la propia integridad; no hay cautela exagerada cuando se cuida el bolsillo. ¿No tenían los clientes del Casino Royale de Monterrey información suficiente como para tomar la precaución de esperar a que se resolvieran los recursos legales interpuestos por los dueños? ¿No somos todos un poco culpables de que la ilegalidad prospere? La cultura de la legalidad puede empezar por un recorrido porfiado y persistente por la diversidad de lo ilegal. En la cuantiosa maraña de leyes y reglamentos es muy difícil conducirse legalmente. Quizás el primer consenso nacional contra el crimen organizado deba empezar con el acuerdo de no resolver los problemas sólo con leyes y burocracia. El poeta Javier Sicilia ha conseguido muy poco con el decreto que crea la Procuraduría Social de Atención a las Víctimas de Delitos. Lo valioso de la pelea civil de Sicilia está en su actitud y en su recorrido, no en el resultado. De leyes y burocracia está empedrado el camino del infierno. En el país existen cientos de organismos y dependencias públicos y otras tantas agrupaciones privadas y civiles que dedican sus esfuerzos a proteger a las víctimas y apoyarlas. Sin embargo, el hecho de que el Estado sea el responsable único de atenderlas equivale a dejar intocados los adornos de los carteristas, cuando en realidad se requiere una reforma a los bolsillos de los delincuentes más que a los recursos de todos.
El ilustrado humanista Cesare Becaria decía en el siglo XVIII que la lucha por el poder se reducía a ver quién prometía los peores castigos. En México se penaliza lo civil y no se civiliza lo penal. De ello son responsables los abogados y unas instituciones de justicia asustadas. No hemos iniciado la reforma de la justicia civil. Los procedimientos para la reparación de daños son del siglo XIX. No tenemos juicios civiles contra la delincuencia organizada. El dueño del casino de Monterrey debe afrontar sus responsabilidades laborales, administrativas y penales, pero también debe ser sujeto de demandas millonarias por daño moral y civil. La responsabilidad de los servidores públicos no es solamente política, administrativa y penal: también debiera ser civil; es decir, quedar sujetos, de manera personal, al pago de los daños que su incompetencia, corrupción o negligencia produjeron. Independientemente de las responsabilidades públicas, los ciudadanos debieran contar con acciones civiles de carácter económico contra los delincuentes y los malos gobernantes.

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