miércoles, 16 de marzo de 2011

La bandera japonesa

El tema es Japón y la tragedia natural que los tiene sometidos sin que los japoneses se sientan completamente sometidos. Comentaristas y comunicadores destacan la entereza que muestran los japoneses ante los desastres naturales y económicos que los tienen contra el paredón. Japón, un pueblo civilizado, parece preparado para lo peor. Ya era un pueblo civilizado cuando Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. La rendición de los japoneses era un asunto que podía haberse resuelto con un amedrentamiento de tal manera poderoso que no hubiese sido necesario dejar caer el infierno nuclear sobre dos ciudades indefensas. Entre 1945 y el 2011, sin embargo, Japón se entregó de tiempo entero a la búsqueda del olvido: el altísimo bienestar material de su población no ha correspondido con la conservación de su cultura milenaria. Japón se entregó al olvido trabajando, conquistando el mundo de un modo distinto a su pasado imperial; logró un bienestar económico que hoy lo tiene postrado económicamente: deuda y más deuda. Sin duda se levantarán de esta nueva tragedia y serán capaces de aleccionar a los estados de todo el mundo para volver a la sensatez. Es un buen deseo.

No puedo dejar de recordar la satisfacción que Julien Benda experimentó al saber que los habitantes de Nueva Orleans viven con el terror perpetuo de ser sumergidos por el Misisipi. Benda reconoce que sintió placer. El hombre, con esto de dominar las cosas, se vuelve loco de orgullo. Es bueno que de vez en cuando lo llamen al orden, al cosmos. A Benda le gustaba el mito de los Titanes y de la Torre de Babel. A nosotros también nos gustan los mitos, salvo que no les damos significado.

No corre la naturaleza por un lado y el ser humano por el otro. Somos parte de la naturaleza; somos ella misma; la disfrutamos lo mismo que la padecemos; la dominamos y ella nos azota con su furia y humilla la soberbia con que antes la abusamos; la descubrimos pero en realidad es ella la que nos descubre; la trenzamos con toda suerte de ingenierías arquitectónicas y ella nos devuelve el agravio con una pequeña muestra de su fuerza destructiva. La naturaleza no está allá y los seres humanos más acá; nuestra naturaleza es que somos parte de la naturaleza y que no hay castigos divinos cuando su furia la delata y nos delata; no hay una naturaleza buena y limpia y unos seres humanos malos y sucios. Pero no es lo mismo trepar un árbol y desde la punta contemplar el pequeño gran horizonte que cortarlo para demostrar la fuerza de los brazos y la utilidad del hacha o la sierra eléctrica; no es lo mismo trozar leños para calentarnos que para quemar libros; no es lo mismo matar un animal para alimentarse que para afinar la puntería. Como todo en la vida, el equilibrio y la sensatez son las razones que nos recuerdan el vertiginoso y violento modo que hemos empleado para derruir cerros de piedra y asentar sobre ellos los edificios más feos jamás imaginados (véanse si no los cerros que rodean la ciudad de Querétaro: la fealdad como símbolo del progreso idiota. Esos cerros también se derrumbarán un día, pues también las piedras estallan con el paso del tiempo y lanzan al viento sus esquirlas iracundas).

La educación debe empezar por el conocimiento de la naturaleza. De niños nos llevaban al campo a sembrar árboles. También juntábamos leña para el fuego, para rodear con nuestros cantos la fogata en la noche negra y para sorprendernos de los misterios del horizonte oscuro. Sabíamos que unos kilómetros abajo, sobre caminos apisonados por la fuerza de monstruos motorizados, se llevaban miles de árboles talados ilegal e irracionalmente. Aun así, la naturaleza éramos nosotros mismos, con nuestras contradicciones e incoherencias, con el gusto de cortar un durazno de una rama pegada a una pared de adobe y la estupidez de matar a un pajarillo distraído. No creo que el pasado haya sido mejor que el presente, pero no tengo duda de que el dominio de la naturaleza, necesario para albergarnos con comodidad, ha cobrado en la actualidad una crueldad que acaba enseñándose con los más débiles. Necesitamos construir y no podemos hacerlo en el aire; tampoco podemos empezar, como los laputienses, una edificación cimentada en la parte superior del edificio; sin duda el progreso tecnológico merece una crítica racional, pero es tonto creer en los catastrofismos ecologistas. Como ha escrito Claudio Magris, todo es naturaleza, combinación de elementos: las colinas que nos rodean y la desertificación de los suelos, el aroma de las flores y el tufo de los tubos de escape. Y, sin embargo, la crítica racional al progreso salvaje queda a salvo. Hay responsabilidades humanas que no se disuelven en el mar de las furias naturales. En no poca medida hemos contribuido a causar que los desastres naturales nos golpeen con una fuerza cada vez mayor. El bienestar y el progreso han conseguido remediar muchos males humanos y sería absurdo negar que los avances científicos logran curar enfermedades que antes eran intratables; parece que hoy somos más fuertes; parece que nada es superior a la tecnología ni a los recursos extraordinarios con que los gobiernos atienden al instante las tragedias enfurecidas de la naturaleza. Pero la superioridad es aparente. En realidad somos más vulnerables, tanto porque los abusos contra la naturaleza son calados innombrables cuanto porque el bienestar nos ha hecho más débiles de lo que en realidad somos: un sol ardiente en un blanco infinito.

Yo quería hablar de la bandera japonesa y he terminado como la historia La bandera inglesa del escritor húngaro Imre Kertész, que sólo descubre en el capó de un jeep los colores británicos azul, blanco y rojo. No estamos preparados para la tragedia. El bienestar material y cultural es profundamente desigual. A veces, sin embargo, un desastre natural nos puede arrasar a todos por igual. Quizás entonces estemos en condiciones de hacer de la memoria un acto creativo, un acto de libertad.

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