domingo, 21 de marzo de 2010

Una lengua extranjera

Leer a Miguel Delibes es leerlo en una lengua extranjera. El escritor, nacido en Valladolid en 1920, falleció hace unos días, en el andar de sus 89 lúcidos años. En la actualidad son pocos los escritores que encarnan a la perfección la vieja conseja de leer por placer. La paradoja sorprende: leer a Delibes es un placer de la primera a la última línea, a pesar de que escribe en un idioma exuberante y remoto. Escribe en español.
Dos descubrimientos se le revelan al lector de Delibes en cualquiera de sus novelas (pongamos El hereje). El primero es que la lengua española ha dejado de ser “nuestra lengua”. Pero ¿cuál es el idioma de Delibes? Insisto, el español. La segunda revelación es que la lengua extranjera del escritor es un paraíso florido y escarpado a donde se entra como si nada y del que ya no es posible salir sino hasta el último suspiro, hasta la última gota de aliento de los personajes que chillan en la hoguera de la Inquisición. Entre ambos descubrimientos, el lector sabe al punto que delante de sí tiene un bosque inmenso y desconocido, abierto al inicio y crucial durante el trayecto, así por la trama como por el lenguaje armónico, cristalino y sorpresivo con que relata, con una maestría narrativa poco común, una época, unas personas, unas circunstancias y unos pueblos que, mirados con atención, no nos quedan demasiado lejanos. En El hereje hay una época desgarrada cuyas consecuencias llegaron a las Indias. Es la mitad del siglo XVI, de 1517, el día que Martín Lutero fija sus tesis en Wittenberg, a 1559, la mañana que las turbas castellanas vociferan de júbilo al contemplar el peregrinaje de un grupo desahuciado de herejes camino a la hoguera, sentenciados por creer en el beneficio de Cristo; es decir, en la inexistencia del Purgatorio.
El idioma de Delibes es, ya quedó dicho, una lengua extranjera. El escritor mereció varios premios durante su larguísima actividad literaria, además de académico de la Lengua Española, pero premios y méritos son poca cosa cuando el lector queda envuelto en un lenguaje tan vasto y preciso que no puede sino enorgullecerse de pertenecer a un idioma de maravillas descriptivas y tonalidades musicales, a una lengua viva y vivaz que palpita en el exilio. El primer párrafo de “El hereje” parece, aun leído con pereza o aspereza, una puntilla de extrañas palabras que al instante emboban al lector, lo deslumbran, los extrañan. El hereje es, en la primera página, como el primer día en un país extranjero: no se entiende nada y el visitante se hace entender menos; el segundo día el oído sufre una curiosa transformación fonética y los sonidos hablados empiezan a tener significado; luego, al tercer día, el problema casi se ha resuelto, pues la persona oye y entiende y habla y se da a entender. El lector no ha llegado al final del primer capítulo, el Preludio, y ya camina a sus anchas por la travesía idiomática del narrador, aunque es más exacto decir que El hereje no se lee: se oye. Las palabras, las miles de palabras desconocidas cuadran de un modo perfecto en la historia, con la descripción de las cosas, las costumbres, los sentimientos, las reflexiones y la naturaleza que borda y desborda a los personajes. Al principio de la lectura, cuando se ha leído el primer párrafo, el lector se apea para coger un diccionario, pero el mamotreto queda como testigo mudo a lo largo de la narración, pues no hay necesidad de aclarar lo que es sorprendentemente claro. Abundan los adjetivos que se sustantivan y los sustantivos que se adjetivan, pero más satisfactorio resulta el descubrimiento de que no hay en el libro cultismos ni ocultismos, y menos trampas narrativas, sino un lenguaje moderno, el más actual de cuantos hay, salvo que ya nadie escribe o habla.
En las pequeñas historias que se entrecruzan, en los personajes que encarnan el espíritu de la época, en las costumbres y supercherías, en las curaciones y correrías, en los cuatro puntos cardinales que bordean la comarca de Valladolid, y, en fin, en la cultura de una España imperial que transcurre entre Carlos V y Felipe II, se ciñen dos sombras poderosas que inquietan y atemorizan, dos fantasmas que recorren las secretas discusiones, dos luces que ilustran a unos y asustan a otros: Erasmo de Rotterdam y Lutero, dos sucesos doctrinales que impactan a Europa y que en España sacuden las conciencias de unos y alertan a otros, hasta que el Santo Oficio le pone remedio al “problema” con el Auto de Fe por el cual se escarmienta a los conjurados, ante el alarido de unas muchedumbres sedientas de sangre. La novela de Delibes retrata con sobria consideración moral la dignidad de la libertad de conciencia. “La religión pertenece al rincón más íntimo del alma”, se defiende el hereje. La intimidad religiosa, un derecho humano tal elemental como la libertad de pensar, es a la vez el menos tolerado de los derechos, en el siglo XVI y en el XXI.
En alguna parte de su libro La mentalidad soviética el pensador Isaiah Berlin dice que hay poetas que son poetas sólo cuando escriben poesía, pero cuya prosa la habría podido escribir cualquiera que nunca hubiera escrito un verso. La excepción en el siglo XX, agrega, es Ósip Mandelstam, un poeta de tiempo completo; lo es cuando escribe poesía y cuando lo hace en prosa, cuando habla o calla, cuando sufre en silencio su inútil presencia en un mundo que lo vigila, lo tortura y lo asesina. No sé si Miguel Delibes sea considerado por la oficialidad literaria mundial como poeta, pero el hecho importa lo que importa un comino, pues su prosa, su figura misma que hace unos días puso pies en polvorosa, es más poética que la cuantiosa producción de poesía que se publica en el mundo. Todo en la narración de Delibes es rítmico, coherente, acompasado. Y si el corazón termina desazonado al final de El hereje, se trata de un tufillo de nostalgia por el paraíso perdido, el de una lengua amplia y fresca que ya nadie, empezando por los escritores, es capaz de poner en movimiento.

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