lunes, 15 de febrero de 2010

Paso del Norte

Uno de los más profundos resentimientos de los juarenses contra el gobierno central ocurrió en 1905, cuando la Secretaría de Hacienda del gobierno de Porfirio Díaz puso fin a la zona de libre comercio en Ciudad Juárez, decidida en 1885 por los mexicanos fronterizos para competir con los del otro lado. En 1887 se construyó el edificio de la Aduana, orgullo y símbolo de la ciudad. El viajero que camina por la interminable avenida Tecnológico la avista como el final del camino, el comienzo de otro mundo. El agravio que les impuso Díaz a los juarenses fue uno entre los miles que había sufrido la frontera durante el siglo XIX, pero la traición fue un golpe que derrumbó la economía de las diez mil almas que vivían en Ciudad Juárez en los primeros años del siglo XX. Cuatro años después del agravio hacendario, en 1909, durante la entrevista de los presidentes Díaz y Taft, seguramente el primero agradeció al segundo el apoyo del gobierno norteamericano en el combate a los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, y el segundo agradeció al primero los gravámenes que en 1905 se impusieron a los comerciantes juarenses, protegiendo así a los de El Paso.
La entrevista Díaz-Taft tuvo lugar el 16 de octubre de 1909, y ninguno de ambos presidentes podía saber que en ese mismo lugar, poco más de un año más tarde, la Batalla de Ciudad Juárez pondría fin a la dictadura porfirista y que, tras el triunfo democrático de Francisco I. Madero en las elecciones del 15 de octubre de 1911, daría comienzo el drama revolucionario de la guerra civil.
Pero la entrevista de los presidentes Porfirio Díaz y William Howard Taft tuvo como fondo la geografía antes que la política. Ciudad Juárez y El Paso era ya la frontera de dos mundos. Nuestra frontera con el exterior fue siempre el puerto de Veracruz, y sólo el ferrocarril cambió radicalmente nuestra geografía política y económica. Y de las fronteras norteñas, la de Ciudad Juárez es quizá la más activa del mundo, y no es casual que, cien años después de que en esa ciudad diera inicio la Revolución mexicana, esa misma ciudad le expresara al presidente Felipe Calderón, en voz de una madre a la que le mataron a dos de sus hijos adolescentes, su testimonio de repudio. El presidente Calderón no tuvo la misma bienvenida que los diez mil habitantes de Ciudad Juárez de hace cien años le profesaron a Francisco I. Madero, a principios de 1911. En su informe presidencial del primero de abril de ese año 1911, Porfirio Díaz dijo que la revuelta de Chihuahua era “compuesta por campesinos” (¿pensaba el presidente Díaz en la revuelta de Tomóchic de 1892, masacrada por las tropas federales, de la cual el queretano Heriberto Frías escribió una novela injustamente tirada al olvido?). Sí, en la revuelta había campesinos, pero no eran peones, pues en Chihuahua no había peonaje; la insurgencia fue de pequeños propietarios, de clases medias de comerciantes hartas de impuestos, de un antiguo y enraizado ideal de autonomía, de libertad individual, de democracia electoral. Pero esa “revuelta de campesinos” tenía el respaldo de los gobernadores norteños de Chihuahua, Sonora y Coahuila. En la Batalla de Ciudad Juárez se congregaron personajes como Pascual Orozco, Lauro Aguirre, Francisco Villa, Eduardo Hay, Roque y Federico González Garza, José de la Luz Blanco y la legión extranjera encabezada por Giussepe Garibaldi. Allá fue a dar, como enfermera voluntaria, Elena Arizmendi, la célebre “Adriana” de Vasconcelos.
Los revolucionarios de Chihuahua poseían –dice el historiador oriundo del Papigochi Víctor Orozco– 1) una larga experiencia y capacidad militares que habían adquirido durante todo el siglo XIX; 2) una mentalidad de hombres libres; 3) una conciencia arraigada de participación en los asuntos públicos (un antecedente significativo fue el hecho de que el primer ayuntamiento elegido libremente –antecedente incuestionable del régimen representativo– fue el de la Villa de Chihuahua, cuando los chihuahuenses se tomaron en serio las Instrucciones de la Constitución de Cádiz, y otro es el hecho de que en Chihuahua ya se leía “El contrato social” de Rousseau –en inglés y en francés– mucho antes que en la culta ciudad de México), y 4) la penetración de nuevas confesiones religiosas no católicas cuyas doctrinas y prácticas se ajustaban bien a la mentalidad liberal de los norteños. La sensibilidad liberal de los chihuahuenses es, a pesar de la inmigración y de un razonable regionalismo, áspera pero refinada.
Allá no hubo reforma liberal porque no había conservadores: todos eran liberales, incluidos los terratenientes y por supuesto las autoridades que en 1910 se sumaron a la insurgencia de Madero. Pero volvamos al presente, a la paradoja de que el presidente Calderón, que tiene en Francisco I. Madero al héroe democrático que inspiró el nacimiento, resistencia, civilidad y “brega de eternidades” del PAN, sea en contraste el mismo que recibió el repudio de la población que cien años antes brindó su total respaldo a quien escribió en la La Sucesión presidencial; el mal de México es la falta de democracia y el poder absoluto que siempre la ha sustituido. Hace falta, por tanto, formar un partido político que despierte en los mexicanos de su letargo cívico. El diagnóstico de Madero fue reproducido, en esencia, por Manuel Gómez Morín treinta años después, en 1939.
Es evidente que Felipe Calderón no es Porfirio Díaz, pero no se parece a Madero. Si Díaz erró calificando desdeñosamente la insurgencia revolucionaria de Chihuahua de “revuelta de campesinos”, Calderón erró doblemente al afirmar que los quince jóvenes asesinados en Ciudad Juárez eran pandilleros. Cien años después, las similitudes no son muy diferentes: agravios, olvido, menosprecio, imposiciones. En Ciudad Juárez convergieron caminos, ferrocarriles, aventureros, revolucionarios. En la actualidad es la ciudad más sintética del país: allá convergemos todos, ricos y pobres, clases medias y medianas, desempleados, empresarios, fugitivos, aventureros, exiliados, huérfanos, desarraigados, errantes. . . allá converge, con su enorme cauda de inconexa aglomeración, la miseria material y espiritual y la grandeza intelectual y política del país. En medio de esta convergencia única en el mundo, la frontera de Ciudad Juárez es el espacio donde el crimen multinacional se disputa la supremacía. Se ha vuelto un lugar común decir que Ciudad Juárez es la frontera más violenta del mundo, pero el número de homicidios por cada cien mil habitantes es apenas un porcentaje, una proporción establecida para medir la criminalidad, un indicador que no refleja la multiplicidad de realidades del lugar. El número de homicidios puede bajar o subir, pero la inseguridad que se respira tiene su propia independencia, su lógica particular. Aun cuando se despenalizara la venta de algunas drogas, Ciudad Juárez mantendría su histórica convergencia de todos los tipos posibles que existimos en México, con su riqueza y miseria mezcladas, con sus sueños refulgentes y sus pesadillas sangrientas, con su liberalismo a flor de piel que repudia la desmesura del poder, no importa de dónde proceda.
Joseph Brodsky decía que la geografía deja pocas opciones a la historia. La afirmación parece tristemente cierta en el caso de Ciudad Juárez. Es verdad, la historia se repite, pues al fin y al cabo no tiene demasiadas opciones. Quien porfía, mata venado, dicen en Chihuahua. Creo por lo mismo que la tiranía del narcotráfico, aun siendo la más sanguinaria y poderosa de la historia, es una tiranía que los chihuahuenses derrocarán algún día. Es una de las opciones de su historia. Es aborrecible la hipocresía de los gobernantes y las sociedades del resto del país que en el espejo de Ciudad Juárez contemplan su propia belleza. Pero la imagen es falsa, deforme; esconde las propias injusticias, la barbarie que tenemos delante, la ruindad que ennegrece el país entero. Ciudad Juárez nos habita; a la vuelta de cualquiera de nuestras esquinas asecha la tragedia.

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