domingo, 5 de julio de 2009

La navaja liberal

Hoy es un día franco, no un día de guardar; es un día del juicio, no un día de fiesta. Durante tres días los ciudadanos disfrutamos de la más hermosa de las prohibiciones democráticas: se callaron los candidatos y los partidos. Algunos proclaman que la votación es una fiesta cívica. No hay tal. Ni siquiera en sentido figurado puede aceptarse esa tontería. Para muchos puede ser un día placentero si se considera que la venganza es un placer agridulce. Para otros puede ser un acto de castigo a políticos y gobernantes, pues no están las cosas en el país como para repartir premios. A nadie en su sano juicio se le ocurriría organizar una fiesta en honor de diputados y senadores o para entregar trofeos al secretario del trabajo, al gobernador y al director del IMSS. Sólo un demente propondría un brindis en honor de los partidos políticos. Puede haber entusiasmo, coraje, sentido del deber, conciencia de un derecho, expresión de un acto libre. Puede incluso haber alegría, si consideramos que un ciudadano alegre vive ligero pero no a la ligera. Las razones y los sentimientos son variados, plurales, incluidos los de indiferencia, apatía o abulia. Pero en estricto sentido no es un día festivo; votar no es un acto feliz, como no lo es para un enfermo tomar un remedio amargo para curar una enfermedad que lo tiene postrado. Se puede votar con desesperanza, como un acto de resistencia, o se puede ir a la urna con una piscacha de esperanza en que las cosas pueden y deber mejorar, y convencidos de que no votar sólo las empeorará. Pero no se puede acudir a la casilla, salvo que se haya perdido el sentido de la realidad, con la misma sonrisa con que se departe el amor o la amistad o con que se contempla el atardecer en el momento en que los últimos esplendores se adentran en el abismo del horizonte. Como sea, votar es una necesidad política. Acudimos a la urna a sufragar no porque la democracia nos ofrezca el paraíso, sino porque nos puede salvar del infierno. Votamos para alejar de nuestras vidas riesgos mayores a los que ya soportamos por el simple hecho de estar vivos. Votamos para ahuyentar los peligros siempre latentes del autoritarismo, para conjurar el riesgo de una dictadura. No es teoría: ahí está Honduras. Y están también los mesianismos reciclados de Venezuela y Bolivia, donde la democracia ha retrocedido medio siglo o donde no ha logrado arraigar sus principios y reglas más elementales.
Hace algún tiempo, no sin ironía auto denigratoria, escribí que en una democracia los ciudadanos ya teníamos a los gobernantes que nos merecíamos. La afirmación fue y es exagerada: todas las democracias son imperfectas y hay unas más imperfectas que otras. Matizo ahora argumentando contra los quejumbrosos de la representación, los que suponen que las boletas electorales deben ser espejos que nos reflejen. Entre el extremo que glorifica al ciudadano y el que demoniza a la clase política encontramos una interesante variedad de espejos y rostros, de ciudadanos enterados e indiferentes, de políticos demócratas que debemos cuidar y políticos escleróticos que debemos expulsar. No, la boleta electoral no es el espejo que nos retrata y tampoco es un vidrio anti reflejante que nos vuelva invisibles. Como en La Leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, es inevitable contemplarnos en el espejo que cuelga frente a nosotros cuando estamos acodados en la barra de un bar. Nos asombra lo que vemos: nos conocemos y nos reconocemos; recordamos lo que éramos y miramos lo que somos, en lo que nos hemos convertido. Sin embargo, ni los bares ni los espejos son los mismos. La iluminación juega un papel fundamental. El buen bebedor sabe que uno es el espejo que aluza los poros de su rostro patético y otro el espectro que lo refleja bello y lúcido. Para encontrar un espejo a modo de cada quien es más confiable un bar que una papeleta electoral. Si no nos sentimos representados por los partidos puede deberse en parte a que le exigimos demasiado a la aritmética.
A Karl Popper le gustaba repetir la idea básica liberal de que el Estado es un mal necesario. En 1954 había dado una conferencia sobre el tema: La opinión pública y los principios liberales. El Estado es un mal y sus poderes no deben multiplicarse más allá de lo necesario. A este principio le llamó el principio de la navaja liberal. Aun si fuera cierta la concepción del homo homini lupus, Popper creía que era posible demostrar la existencia del homo homini felis: en la naturaleza amable y buena del ser humano nadie perjudica a nadie; pero aun en esa comunidad existirían fuertes y débiles. La humanidad, por fortuna, no se divide en buenos y malos, en débiles y fuertes o en malos y malos. Y el Estado es de cualquier modo una necesidad. Si el Estado es un mal, entonces es un peligro constante; si ha de ser más poderoso que cualquier ciudadano o cualquier corporación, es necesario que existan instituciones que reduzcan ese peligro (y de no pagar demasiado por ello). Las limitaciones a la libertad de cada uno hacen posible la vida social, pero deben ser reducidas a un mínimo e igualadas en lo posible. Y de la lucha por el poder, en consecuencia, no podemos esperar aromas florales. Lo que en cambio podemos exigir es el cumplimiento de ciertos principios, de reglas bien formuladas y de procedimientos claros. Con el voto le damos forma al régimen representativo; es el primer uso de la navaja liberal; luego vienen otros filos: transparencia, rendición de cuentas, nuevos días del juicio, nuevos ensayos, muchos yerros, algunos aciertos. Hoy, después de votar, al instante nos toparemos con el autoritarismo: hay ley seca, los bares están cerrados. Un consuelo literario bien puede ser La leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, en el setenta aniversario de la muerte de este lúcido prisionero del ajenjo.


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