Fotografía: Manuel Álvarez Bravo, Los obstáculos, Plata sobre gelatina, 1929.
Por Inocencio Reyes Ruiz
Los candidatos serán designados, no electos. Como tantas veces en la historia política mexicana, los votantes habremos de conformarnos con decisiones tomadas por las dirigencias de los partidos y las cúpulas del poder, no por los ciudadanos que militan en ellos. “Candidatos de unidad”, les llaman. Si bien es cierto que este tipo de candidatos es una modalidad legal y estatutaria, también lo es que su uso general anula la regla general, que es la competencia y elección democráticas de dirigentes y candidatos. La razón política que se aduce es de una sencillez despampanante: la unidad del partido es un valor superior al valor de la contienda interna. El proceso de selección, al fin, ni será un proceso ni lo será de selección. Y como en México tenemos el buen hábito de pensar mal de los partidos y de todo cuanto en sus niveles subterráneos ocurre, la conclusión que saca un ciudadano cualquiera puede no ser del todo justa, pero es enteramente clara: los candidatos serán designados por dedazo.
Los partidos juegan a ganar, no a perder. Esto lo entiende cualquiera. Si en un juego ganar y perder son los únicos resultados posibles, éstos están precedidos necesariamente del juego, que es el cumplimiento de etapas, reglas, procedimientos y jugadores, incluso en los más sencillos de los juegos, como decidir un asunto trivial mediante un volado. Pero la política, un juego enmarañado, ininteligible y escabroso, tiene, no obstante las reglas generales y particulares que lo regulan, muchas otras variables que no siempre están a la vista del público, tanto porque lo propio del poder es resistirse a la luz del día cuanto porque el funcionamiento del juego tiene lugar casi siempre en el borde de un abismo, en los linderos de lo legal y lo ilegal, en la línea invisible donde se confunde lo que es conveniente, lo que es necesario y lo que es permitido.
Si por una razón se afirma que el PAN es un partido democrático es porque históricamente se caracterizó por la competencia interna. Desde su fundación en 1939, la participación fue, ante todo, un deber cívico, una responsabilidad ciudadana. Los militantes participaban a sabiendas de la derrota, por el sólo hecho –el importante hecho– de dejar constancia de una obligación cumplida; pero no se trataba de una obligación cualquiera, sino la del deber patrio de resistir civilizadamente una fatalidad electoral que a las largas duró setenta años. Aun a sabiendas de esa fatalidad, no se jugaba a perder, pues se poseía una cultura política que, aun en la derrota, asumía que un grano de arena se iba sembrando en el revuelto mar de la incultura y la incivilidad. En pocas palabras, en el panismo histórico la participación política se concibió como un largo tramo de perseverancia y conciencia democrática. Y si en muchos casos la competencia interna para seleccionar y elegir a sus líderes y candidatos no se llevó a cabo, sólo fue porque no había suficientes militantes o valientes externos que le entraran al juego.
Las cosas en el PAN han cambiado en el fondo y en la forma. La primera y más importante mutación es de tipo cualitativo: la política dejó de ser un deber cívico y se convirtió en un derecho histórico, casi una reivindicación. La razón democrática ha cedido su paso a la razón histórica y a la razón práctica. Esto es, se apuesta a la inercia de un arraigado anti priísmo y no al mantenimiento de las costumbres democráticas. La segunda mutación es cuantitativa: muchos miles de nuevos miembros afiliados al PAN lo han transformado en menos de una década. El PAN es, qué duda cabe, una opción política de la modernidad democrática. Pero es también una bolsa de trabajo cada vez más inflada. La afiliación de miles de miembros en tan poco tiempo ha desfigurado su rostro. Es posible que muy pronto podamos hablar de las masas panistas. Esta afiliación indiscriminada ha corrido en contra de la democracia interna: las candidaturas a diputados federales se han reservado a la decisión de la dirigencia nacional; es decir, a la voluntad del presidente Felipe Calderón. No sé si se ha optado por el mal menor. Sé, en cambio, que se no se ha podido conjugar unidad y democracia.
A nadie en el mundo de la política parece importante el hecho de que los partidos son las instituciones más desprestigiadas del país, por debajo de los sindicatos, la policía y los diputados. La visión política se ha acortado; las miradas son torpes, miopes y de corto alcance; los proyectos –de un maximalismo que nubla el sentido común– no tienen sus respectivos contactos con las realidades del país; y nadie en los partidos o en el gobierno quiere mirar el horizonte. Sólo importan las próximas elecciones.
La mayor parte de las encuestas muestran con números lo que cualquiera en la calle puede ver: el voto de castigo será en el 2009 para el PAN y para el PRD. En el primer caso, se cumplirá la vieja máxima democrática: las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. En este incierto principio de año, más del setenta por ciento de los mexicanos no cree en la eficacia de las medidas del gobierno de Felipe Calderón para atajar la crisis. En el segundo caso, el PRD vive las consecuencias de sus excesos demagógicos. Entre algunos vaivenes que no tocan el fondo de su crisis política, el partido de las izquierdas mexicanas corre el camino de su pulverización. Espero equivocarme. Alguien dijo que por cada dos diputados del PRD hay tres fracciones parlamentarias. La incapacidad histórica de las izquierdas mexicanas para la unidad fue revertida con voluntad, aplomo y sentido común. Así, un conglomerado de pasiones y rencores pudieron agruparse, entrados los años ochenta del siglo pasado, en el Partido Socialista Unificado de México. Unos años más tarde, un nuevo y valioso intento de unidad forjó el Partido Mexicano Socialista. Con el movimiento social y político del Frente Democrático Nacional que respaldó la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, el surgimiento del PRD vino a ser la promesa que las izquierdas mexicanas por fin le daban a un país urgido de ver representada su pluralidad. Veinte años después del nacimiento del PRD, en el 2008, una asquerosa elección interna casi derrumba al partido. Las izquierdas mexicanas no saben hacer política porque ignoran absolutamente ese ideal llamado fraternidad, justo ellos que durante todo el siglo XX hablaron de camaradería, igualdad y compañerismo.
El peor defecto de nuestros partidos es la ausencia de debate interno. La polémica, el desacuerdo y la disidencia los divide. En general, en México el debate siempre se toma de modo personal, y los partidos carecen del hábito democrático de discutir los asuntos públicos. Sin embargo, el debate entre miembros de un partido es necesario para definir los criterios y rumbos que han de defenderse en los órganos legislativos, y también como un ensayo que los entrene para los debates externos. El partido más discutidor es el PRD, pero sus debates concluyen en una reyerta de porros estudiantiles, de donde emerge una o varias convocatorias para la formación de nuevos partidos. El partido más liberal, es decir el que más ha defendido la dignidad de la persona, su individualidad y su libertad, es el PAN, pero ahora es frecuente que una crítica cualquiera sea llevada a esas espadas de Damocles llamadas comisiones de honor y justicia, como si fuera un delito de lesa majestad el ejercicio de un derecho fundamental. Y el partido más experimentado en las lides públicas, el PRI, sabe hoy que el silencio les proporciona más votos que la discusión de los problemas públicos. ¿Para qué agitar las aguas si del cielo caerá un aguacero de triunfos electorales?
No hay democracia sin partidos y no hay partidos sin democracia. Esta es una expresión retórica. La realidad que ennegrece el panorama político del país es el pronóstico de un elevado abstencionismo. Los partidos se han blindado no del dinero sucio, sino del ojo crítico de los ciudadanos.
Los partidos juegan a ganar, no a perder. Esto lo entiende cualquiera. Si en un juego ganar y perder son los únicos resultados posibles, éstos están precedidos necesariamente del juego, que es el cumplimiento de etapas, reglas, procedimientos y jugadores, incluso en los más sencillos de los juegos, como decidir un asunto trivial mediante un volado. Pero la política, un juego enmarañado, ininteligible y escabroso, tiene, no obstante las reglas generales y particulares que lo regulan, muchas otras variables que no siempre están a la vista del público, tanto porque lo propio del poder es resistirse a la luz del día cuanto porque el funcionamiento del juego tiene lugar casi siempre en el borde de un abismo, en los linderos de lo legal y lo ilegal, en la línea invisible donde se confunde lo que es conveniente, lo que es necesario y lo que es permitido.
Si por una razón se afirma que el PAN es un partido democrático es porque históricamente se caracterizó por la competencia interna. Desde su fundación en 1939, la participación fue, ante todo, un deber cívico, una responsabilidad ciudadana. Los militantes participaban a sabiendas de la derrota, por el sólo hecho –el importante hecho– de dejar constancia de una obligación cumplida; pero no se trataba de una obligación cualquiera, sino la del deber patrio de resistir civilizadamente una fatalidad electoral que a las largas duró setenta años. Aun a sabiendas de esa fatalidad, no se jugaba a perder, pues se poseía una cultura política que, aun en la derrota, asumía que un grano de arena se iba sembrando en el revuelto mar de la incultura y la incivilidad. En pocas palabras, en el panismo histórico la participación política se concibió como un largo tramo de perseverancia y conciencia democrática. Y si en muchos casos la competencia interna para seleccionar y elegir a sus líderes y candidatos no se llevó a cabo, sólo fue porque no había suficientes militantes o valientes externos que le entraran al juego.
Las cosas en el PAN han cambiado en el fondo y en la forma. La primera y más importante mutación es de tipo cualitativo: la política dejó de ser un deber cívico y se convirtió en un derecho histórico, casi una reivindicación. La razón democrática ha cedido su paso a la razón histórica y a la razón práctica. Esto es, se apuesta a la inercia de un arraigado anti priísmo y no al mantenimiento de las costumbres democráticas. La segunda mutación es cuantitativa: muchos miles de nuevos miembros afiliados al PAN lo han transformado en menos de una década. El PAN es, qué duda cabe, una opción política de la modernidad democrática. Pero es también una bolsa de trabajo cada vez más inflada. La afiliación de miles de miembros en tan poco tiempo ha desfigurado su rostro. Es posible que muy pronto podamos hablar de las masas panistas. Esta afiliación indiscriminada ha corrido en contra de la democracia interna: las candidaturas a diputados federales se han reservado a la decisión de la dirigencia nacional; es decir, a la voluntad del presidente Felipe Calderón. No sé si se ha optado por el mal menor. Sé, en cambio, que se no se ha podido conjugar unidad y democracia.
A nadie en el mundo de la política parece importante el hecho de que los partidos son las instituciones más desprestigiadas del país, por debajo de los sindicatos, la policía y los diputados. La visión política se ha acortado; las miradas son torpes, miopes y de corto alcance; los proyectos –de un maximalismo que nubla el sentido común– no tienen sus respectivos contactos con las realidades del país; y nadie en los partidos o en el gobierno quiere mirar el horizonte. Sólo importan las próximas elecciones.
La mayor parte de las encuestas muestran con números lo que cualquiera en la calle puede ver: el voto de castigo será en el 2009 para el PAN y para el PRD. En el primer caso, se cumplirá la vieja máxima democrática: las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. En este incierto principio de año, más del setenta por ciento de los mexicanos no cree en la eficacia de las medidas del gobierno de Felipe Calderón para atajar la crisis. En el segundo caso, el PRD vive las consecuencias de sus excesos demagógicos. Entre algunos vaivenes que no tocan el fondo de su crisis política, el partido de las izquierdas mexicanas corre el camino de su pulverización. Espero equivocarme. Alguien dijo que por cada dos diputados del PRD hay tres fracciones parlamentarias. La incapacidad histórica de las izquierdas mexicanas para la unidad fue revertida con voluntad, aplomo y sentido común. Así, un conglomerado de pasiones y rencores pudieron agruparse, entrados los años ochenta del siglo pasado, en el Partido Socialista Unificado de México. Unos años más tarde, un nuevo y valioso intento de unidad forjó el Partido Mexicano Socialista. Con el movimiento social y político del Frente Democrático Nacional que respaldó la candidatura presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, el surgimiento del PRD vino a ser la promesa que las izquierdas mexicanas por fin le daban a un país urgido de ver representada su pluralidad. Veinte años después del nacimiento del PRD, en el 2008, una asquerosa elección interna casi derrumba al partido. Las izquierdas mexicanas no saben hacer política porque ignoran absolutamente ese ideal llamado fraternidad, justo ellos que durante todo el siglo XX hablaron de camaradería, igualdad y compañerismo.
El peor defecto de nuestros partidos es la ausencia de debate interno. La polémica, el desacuerdo y la disidencia los divide. En general, en México el debate siempre se toma de modo personal, y los partidos carecen del hábito democrático de discutir los asuntos públicos. Sin embargo, el debate entre miembros de un partido es necesario para definir los criterios y rumbos que han de defenderse en los órganos legislativos, y también como un ensayo que los entrene para los debates externos. El partido más discutidor es el PRD, pero sus debates concluyen en una reyerta de porros estudiantiles, de donde emerge una o varias convocatorias para la formación de nuevos partidos. El partido más liberal, es decir el que más ha defendido la dignidad de la persona, su individualidad y su libertad, es el PAN, pero ahora es frecuente que una crítica cualquiera sea llevada a esas espadas de Damocles llamadas comisiones de honor y justicia, como si fuera un delito de lesa majestad el ejercicio de un derecho fundamental. Y el partido más experimentado en las lides públicas, el PRI, sabe hoy que el silencio les proporciona más votos que la discusión de los problemas públicos. ¿Para qué agitar las aguas si del cielo caerá un aguacero de triunfos electorales?
No hay democracia sin partidos y no hay partidos sin democracia. Esta es una expresión retórica. La realidad que ennegrece el panorama político del país es el pronóstico de un elevado abstencionismo. Los partidos se han blindado no del dinero sucio, sino del ojo crítico de los ciudadanos.
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