viernes, 13 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (5)


12 de febrero
La noche pintaba el colorido de la largueza. La oscuridad era excepcionalmente delgada, de una textura tan fina como la hoja de la cuna de moisés que humildemente me da la bienvenida a la ciudadela interior. La oscuridad no era transparente –la luna estaba agazapada detrás de unas nubecillas grises y las estrellas fulguraban desanimadas– pero no era densa. Era una noche especialmente maniobrada para volar alto o para que ocurriera un milagro. Entonces vino la delación; no se puede saber el nombre del delator y no tiene sentido saberlo. Lo que importaba era la sensación de que estaba a punto de ocurrir un milagro. En la espera uno no sabe qué maravilla flota en el ambiente, a pesar de que el secreto ya estaba develado: el tiempo de la noche ha sido suspendido y nadie sabe cuánto durará esta pequeña eternidad. El nervio auditivo del corazón recibió el aviso. No se admiten pretextos como el de la hora de dormir; no se aceptan disculpas de cansancio, dolores de lumbago o agenda del día siguiente; no hay excusas, por honorables que parezcan, para tirarse a soñar en una caja mortuoria ni para agitar el líquido diabólico del buen dormir. En medio de esa noche eterna emergió luminoso de entre los papeles de notas un libro delgado que suele estar en la cabecera de mi mesa de trabajo: Adagio con una taza de té. Y en susurros brilla también el adagio de una sonata para piano de Schubert.

La fuerza de los poemas de Ludmila Biriukova contrasta con el labrado de cristal de su espíritu. Pero sería una imprecisión suponer que esa fuerza poética es un poder estruendoso que se impone al lector al modo como se fuerza a alguien a contemplar el paisaje desde una ventana cerrada. La fuerza, si tal es la palabra justa, es una dulce energía que trasmina el alma desde la primera línea, y el filtrado suave mantiene el pautado que durante muchas noches cinceló el cielo del quebradizo corazón de la poeta:

Soñaba que dormía
en el campo de la amapola roja.
Mientras tanto,
la suave tristeza penetraba otros espacios
hace mucho tiempo también olvidados.
Sentía lo dorado de los girasoles
y de los pinos azul verde, que competían.
De pronto. . . nieve.
Mucha nieve.


Conocí a Ludmila en octubre pasado. Es rusa por accidente y mexicana por occidente. Su voz es de agua. Los minutos de la espera fueron pensamientos, uno a uno. A ella se le reconoce porque entre la multitud es la única que simula que sus pasos pisan el suelo. La vi y me adelanté a recibirla. Su voz era la misma que había oído tantas veces por teléfono; pero ahora la voz estaba envuelta en su rostro blanco y tímido. ¿Siempre es triste la belleza? Más tarde, durante la cena, leí en voz alta tres de sus poemas, mientras Ludmila, como Sahska Cristo del cuento de Isaak Bábel, “tomaba el té junto a la mesa sin levantar los ojos al mundo de los vivos”. Ludmila se emocionó cuando mi voz quebrada lanzó al aire fresco que nos rodeaba esta llovizna de misterios:

El cielo se fragmenta y escurre
en pliegues grises que desbordan mi pasado.
En ausencia de estaciones claras
se desnudan
los fresnos en el templo del verano.

Dilato las miradas, persigo instantes
que insisto en retocar con esmero.
La luna, no se va sin despedirse antes,
inquieta por mis sueños.

Aguarda, temerosa, el desenlace
de mi bouquet en pena.

Ahora he leído los poemas de Ludmila con la suavidad de un adagio de Schubert, y con un grato sabor de luna salí a la calle a bendecir la noche oscura. De regreso, frente al espejo de mis sueños infantiles, supe que yo era el bendito:

Tiendo mis manos a lo más alto posible,
con la seguridad, padre,
de que empiezo a recobrar la vida.

Pensé en mi padre. Uno sólo recobra lo que ha perdido. En su doble sentido, he sido un errante. Pero esta noche larga bien puedo deletrear el sabor del alba:

Las últimas noches, padre, son de vigilia.
Me sumo a la tierra para sentir lo nítido de los
astros
sobre todo en la madrugada que borra las
distancias
cuando los sentimientos liberan su aleteo.

Y entonces brotó, suave y redentor, el único milagro posible de la noche: el llanto que escurre sin ninguna prisa.
Ludmila Biriukova con Inocencio Reyes Ruiz, Vitali Shentalinski y Jorge Bustamante (de pie)

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