La Cañada (detalle). Foto de Vitali Shentalinski
18 de febrero
Elpidio es, en el mejor de los sentidos, un buen hombre. No tiene malquerencias y menos enemistades. La verdad es que nunca las ha tenido. Tiene setenta cinco años de edad y en la comunidad no se sabe que haya tenido conflictos con nadie, y hasta se puede decir que nunca ha tenido problemas de ningún tipo. Habla poco, sólo cuando tiene algo qué decir, y Elpidio no tiene muchas cosas qué decir.
Es un buen cristiano, pero no es dado a rezos y misas. Como todos, va al templo los domingos. Eso lo reconforta, más porque recuerda a sus padres que por una devoción especial. Además, en la parroquia el sonido es tan malo que cuando el cura dice su acostumbrado sermón de casi una hora, en el templo sólo se oye un ruido denso y mohoso, así como retumban las paredes de su casa a la pasada del tren.
A Elpidio no le sobra el dinero pero tiene su guardado. Cuando cumplió los setenta, vendió su milpa y se concentró en la crianza de borregos, chivos y becerros. Su mayor gusto es invitar cada mes a sus hermanos y sus familias –y a los compadres y amigos de rigor– a una barbacoa que él prepara de cabo a rabo, desde elegir al borrego hasta guardar vigilia durante la lenta y subterránea cocción de la carne. Es la mejor barbacoa de La Cañada, dicen familiares y amigos.
Cierta tarde, el día siguiente del bautismo de uno de sus nietos, Elpidio se encontró casualmente con el cura y aprovechó para invitarlo a una barbacoa en su honor. “Invite a los que usted quiera, padre”, le dijo con genuina sinceridad.
– Pero ¿cuánto te vas a gastar en eso, hijo? –le preguntó el cura.
– No tengo idea, padre, pero eso no importa. Yo estoy muy agradecido con usted.
– A ver, a ver, calcula bien cuánto te vas a gastar en todo.
Elpidio pensó unos segundos y no supo qué responder. Además –se dijo en sus adentros– ¿eso qué importa?
El cura lo sacó de su desconcierto y le dijo sin más:
– Pues te dejo de tarea que hagas bien la cuenta de lo que te gastarías en la barbacoa, incluyéndolo todo, y mejor me traes el dinero. Yo creo que puede ser mañana mismo a estas horas.
El modo tajante del cura dejó sin habla a Elpidio. Al salir de la sacristía se puso el sombrero y enfiló camino a su casa, con una extraña sensación que no había tenido antes, ni siquiera aquellas arideces de su corazón de cuando la sequía mataba lentamente las esperanzas sembradas en la milpa que fue de su padre y antes de su abuelo.
Elpidio no regresó a la parroquia en tres semanas. En ese período el cura le mandó cinco recados. Los dos primeros mensajes, que llevó la mujer de Elpidio, preguntaban si ya ha había hecho bien la cuenta. Los otros tres, que llevó una de sus nueras, le recordaban la entrega del dinero. Elpidio guardaba silencio y se salía al corral a ver a sus animales.
Todas las tardes se salía a caminar por el Camino Real y en los socavones se sentaba a mirar la partida del sol –ahí el sol se despide más temprano– y se alegraba en ser el primero en darle la bienvenida a la noche. Por más que le daba vueltas al asunto no entendía cómo se había metido, por primera vez en su vida, en un problema, él que nunca había tenido ninguno, ni siquiera el día que tuvo que poner en su lugar a un forastero que molestaba a una de sus hijas.
– Pues paga la deuda y ya te quitas del apuro –le dijo una noche su mujer.
No es que ella creyera que había una deuda por saldar, pero lo dijo al ver a su marido tan afligido.
– ¿Pero cuál deuda, hija, si yo nunca le he quedado a deber a nadie?
–respondió él con la boca seca.
– Los problemas no son de uno, Elpidio, son los que Dios te manda sin que tú los hayas pedido. Míralo así y quítate de encima la preocupación. Ya ves, ya hasta has dejado de comer.
Elpidio quedó más confundido y hasta pensó en vender su casa, la huerta y los animales y aceptar la invitación de su hija mayor que desde hacía tres años les rogaba que se fueran a vivir a La Barca, Jalisco, donde ella y su marido eran dueños de un negocio de forrajes y vivían en una casa grande y espaciosa a la salida del pueblo.
Al día siguiente el cura le mandó con su ayudante otro recado: “Dice el señor cura que ahorita mismo le mande el dinero, que ya no puede esperar”.
Esa misma tarde Elpidio se fue a La Barca. A los cuatro meses regresó a La Cañada, en cuanto le avisaron que el cura había muerto.
Elpidio volvió a su vida apacible, con la firme intención de no meterse en problemas con nadie.
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