miércoles, 11 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (3)

10 de febrero

Hay una violencia doméstica claramente distinta a la de hace cincuenta o más años. La diferencia está en el móvil. Es falso que, independientemente del móvil, el resultado sea el mismo (no todos los golpes duelen igual, aunque sean con la misma fuerza y en el mismo lugar), como que no es lo mismo el castigo que se impone con conocimiento de causa y es proporcional a la falta, que el que se impone sin causa, sin instrucción y sin juicio. En el pasado la violencia que se ejercía contra los niños se fundaba, en general, en una motivación educativa o formativa; los golpes físicos llevaban regularmente la honorable intención de educar a los hijos.

La violencia psicológica, tan común en nuestros días, estaba reservada para las clases altas y más o menos cultivadas, para todos aquellos padres a quienes el estudio les había proporcionado métodos más perversos de herir a los demás: la ironía, las miradas, los silencios, las comparaciones sutiles. Algo así como el padre de Kafka.

La familia autoritaria producía hijos autoritarios. Sobre este punto abundó, con su genio racional, Bertrand Russell. Pero el fracaso de la educación autoritaria no fue absoluto.

Los padres castigadores o golpeadores de sus hijos lo hacían convencidos de que castigar y golpear formaba parte del proceso de formación de la niñez. No hay justificación racional ni moral para golpear a un niño, pero la violencia tenía una causa visible tanto para el padre que castigaba como para el niño que recibía el castigo. En términos generales, había un solo juez, y lo más admirable de las familias tradicionales era que la madre solía convertirse en abogada defensora, dejando de lado los múltiples roles que podía jugar: testigo de cargo, parte acusadora, jurado, juez de instrucción, juez de sentencia y carcelera. Excepciones a la regla de la madre que aboga por su hijo frente al poder o autoridad del padre y suplica clemencia o misericordia para el pequeño, siempre las ha habido. Son despreciables las madres que amenazaban o amenazan al niño con acusarlo con el padre: “Ya verás ahora que llegue tu padre”, que de suyo lleva una carga de violencia más dañina que el castigo mismo. El paso de la familia tradicional a las modernas modificó radicalmente el castigo a los niños. La revoltura de roles, la diversidad de las familias, la violencia del medio y la frustración de las clases medias son algunos elementos del cambio.

La violencia actual contra los niños ha proscrito del lenguaje y de las convicciones la educación de los hijos. La violencia que sobre ellos se ejerce ha dejado de tener, por decirlo así, un móvil honorable. La violencia de hoy parece más un acto de venganza, un desquite. Alguien tiene que pagar los platos rotos. Por eso la violencia doméstica de hoy se diferencia de la antigua por el grado de complejidad que la provoca. La ambigüedad es una rama del árbol de esa complejidad y consiste en que el niño no sabe con mediana precisión cuál es la falta que se castiga y debido a qué inexplicables motivos una falta más grave no merece sanción. La ambigüedad con que se castiga a un niño ha dejado de tener la virtud de la proporción entre infracción y pena. A veces se infieren golpes duros por una nadería y en otras esa misma nadería es motivo de celebración. ¿Quién entiende a los padres? La violencia ha mutado el papel del violento y del violentado. El castigo no está en proporción con el hecho sino con caprichoso estado de ánimo del padre o la madre.

Me cuenta un amigo que un estudio sobre la violencia contra la niñez en Querétaro ofrece un resultado sorprendente: el índice más elevado de violencia física y psicológica la ejercen madres universitarias y mujeres oficinistas de clases medias. Parece que en la actualidad en una persona se depositan todas las funciones: fiscal, testigo, juez, verdugo y centro penitenciario. Además, claro, de salir a ganarse la vida y soportar la violencia de todos contra todos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario