domingo, 15 de febrero de 2009

Paréntesis


Laicismo y neutralidad

El uso político de la religiosidad se ha puesto en marcha al parejo que el uso político del resentimiento. En ambos casos, el odio, el rencor y la revancha abanderan los discursos en la pelea por las preferencias de los indiferentes electores. Parece que las heridas históricas de las relaciones del Estado con la Iglesia católica siguen abiertas, aunque tengo la impresión de que la herida duele más de un lado que del otro. El jacobinismo no es una especie en extinción. Parece que sólo cambio de bando. Ahora está en el otro extremo. Los jacobinos del siglo XXI están más cerca de la teocracia que del ateísmo y pertenecen más al clero político que al liberalismo radical. Jacobinos de derecha, digamos. Su enemigo histórico es el laicismo, al que tachan de obsoleto. “Laicismo decimonónico”, gritan. Es curioso: tengo entendido que la fórmula básica del laicismo moderno la inventó hace dos mil años Jesucristo. Los nuevos jacobinos se defienden arguyendo la falacia de siempre: no hay poder humano que no provenga de Dios. La vieja doctrina del origen divino del poder.
La confusión de lo público y lo privado es una de las reminiscencias de los viejos absolutismos, nos recuerda Octavio Paz; pero habría que agregar que el patrimonialismo contemporáneo tiene en la religión un ingrediente que, sin ser nuevo, se ha renovado. El uso político de la religiosidad está presente en la competencia por el poder público. Octavio Paz fue un defensor de la neutralidad del Estado en materia religiosa. Se equivocó. No pudo ver que el concepto de neutralidad no define la naturaleza histórica ni democrática del laicismo mexicano. En la neutralidad hay una especie de presencia arbitral que no estuvo presente en el espíritu de los liberales de la Reforma, en las reformas estructurales de 1917 ni en las reformas constitucionales en materia religiosa de 1991 y 1992. No es lo mismo neutralidad que desinterés. La neutralidad es una forma de laicismo, pero la neutralidad del Estado en materia religiosa puede no ser laica o dejar de ser laica. En la neutralidad el Estado está en el juego. Lo mismo puede decirse del modelo de la tolerancia religiosa, como el que se exigió al monarca inglés durante los siglos XVI y XVII. El Estado laico, en cambio, se abstiene de oficiar de árbitro. Su papel es garantizar las libertades religiosas, no la religiosidad, las religiones o las corporaciones religiosas.

La libertad de credo es una libertad que el Estado garantiza; esto es distinto al arbitrio que supone la neutralidad. El Estado no está en la cancha de juego, ni como jugador ni como abanderado. El problema de la neutralidad es que implica un arbitrio, y cualquier árbitro corre el peligro de ser arbitrario. Las normas que garantizan las libertades religiosas son de interés público pero no de interés general o social. Al Estado no le interesa –no debe interesarle– el desarrollo de la religiosidad, de las religiones o de las iglesias. Si la religiosidad de la población fuera de interés general o social como la educación, la salud, la seguridad, el combate a la desigualdad y a la pobreza, el desarrollo de la economía y otras, el ejercicio de las libertades religiosas no podría tener la amplitud que tiene, una amplitud mucho mayor que el sistema de neutralidad o de tolerancia. Pero en cambio sí tiene el Estado el deber constitucional y legal de garantizar a todos que sus creencias religiosas no sean objeto de limitaciones no impuestas por el orden jurídico. La promoción de la religiosidad o de las religiones no compete al Estado, cuyas autoridades sólo pueden hacer aquello para lo cual están expresamente facultados por la ley. Esa promoción, sin embargo, pueden llevarla a cabo los particulares con una amplia libertad, en forma individual o agrupada. Por eso la ley reglamentaria del artículo 130 de la Constitución mexicana establece que las normas son de orden público, como que las libertades religiosas lo son sin duda, pero no dispone que sean, para el Estado, de interés social.

En la neutralidad religiosa puede ocurrir lo que de hecho sucede en algunos países europeos, donde las iglesias reciben un financiamiento de acuerdo al número de sus fieles. Pero ese financiamiento, recaudado por el Estado según la declaración de la fe de cada contribuyente, no significa que el Estado financie con recursos públicos el funcionamiento de las corporaciones clericales. En esos países la neutralidad sí tiene sentido. En el caso mexicano, el laicismo no lleva implícito el interés social del desarrollo religioso de la población. Las libertades religiosas son, en nuestro laicismo, mucho más amplias que en los estados fundados en la neutralidad o la tolerancia, pues el Estado deja libremente a las personas y a las agrupaciones que difundan tanto como quieran y puedan su credo y las prácticas que se deriven de esa fe. Pero la confusión de Octavio Paz entre neutralidad y laicismo tiene otros aspectos interesantes.
Una libertad constitucional es tan amplia cuanto no limite o entorpezca el ejercicio de otras libertades igualmente fundamentales. Los límites los señala la propia Constitución. Pero la amplitud de una libertad básica no depende sólo de su inevitable choque con otras, sino también de sus propias e internas implicaciones. Así, por ejemplo, la libertad de creer implica la de no creer, según lo establece el artículo 2º de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público: los individuos tenemos el derecho de tener o adoptar creencias religiosas y de practicar, individual y colectivamente, las prácticas y ritos de las mismas; tenemos el derecho de no profesar creencias religiosas, de abstenernos de practicarlas y de nos ser obligados pertenecer a una agrupación religiosa. Todavía más: en nuestro modelo, nadie puede ser objeto de discriminación, coacción u hostilidad por causa de sus creencias ni ser obligado a declarar sobre las mismas. Por ejemplo, la crítica que se hace a quienes son “católicos vergonzantes” es una expresión de intolerancia democrática, un acto de hostilidad contra quienes deciden, en ejercicio de su derecho, mantener en el ámbito privado la naturaleza de sus creencias y las prácticas consecuentes, como que una norma de orden público garantiza que nadie puede ser obligado a declarar sobre su fe religiosa. La transparencia democrática es un límite liberal al Estado, pero es una aberración totalitaria exigirla a los creyentes.

Creyentes y no creyentes gozan de los beneficios de una misma libertad, pues pertenece a la misma calidad democrática el respeto a unos y a otros; y un límite sustancial impuesto al Estado es la expresa prohibición del artículo 24 constitucional: “El congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”. Pero en materia religiosa, el Estado laico tiene un límite más contundente: su intervención está restringida a mantener el orden público y a la observancia de las leyes. Bien entendido este límite liberal al Estado, éste no puede promover la creencia ni la no creencia. Se tiene el derecho a creer y a no creer, a practicar un culto y a no practicarlo. Tal es la esencia del laicismo, diferente de los modelos de neutralidad o tolerancia religiosa de otros países. Tan contrario al espíritu del laicismo mexicano es que el Estado promueva actos religiosos como que promueva expresiones de ateísmo. Suponer que el laicismo moderno consiste en que un gobernante exprese libremente su credo religioso trae consigo un grave peligro: que otro gobernante exprese públicamente su ateísmo y promueva no creer y no practicar ningún ritual religioso. Por esta razón el laicismo implica la adopción de una virtud pública que puede llamarse prudencia, temperancia, sensatez o de cualquier otra manera. Si se pide al gobernante que no mezcle lo público y lo privado y que no exprese en un acto público su credo religioso, es porque tampoco nos gustaría que el día de mañana otro gobernante hiciera profesión pública de ateísmo.

1 comentario:

  1. Este artìculo me pareciò fenomenal. Agudo, justo y bien pensado. Las sutilezas del tema resaltan de manera equilibrada. Felicidades.

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