16 de febrero
Un niño es un niño por razones de diversa índole, incluida naturalmente la razón de que le gusta jugar al ras del suelo. Pero un niño lo es sobre todo porque hace preguntas que los adultos no saben responder, más si estos adultos se despojaron, con la coartada honorable de la madurez, de todos y cada uno de los rasgos infantiles de su espíritu. Las preguntas de los niños son de ellos y de nadie más; pertenecen al reino del más elemental sentido de la realidad. De aquí la importancia de alentar la imaginación de un niño, porque eso lo acerca al mundo real. El problema lo tienen los adultos que perdieron su infancia y nunca la recuperaron, incluso si viven cien años. Los niños ven las estrellas y las alcanzan, juegan con ellas, y las dejan en su sitio después de sacarles brillo; los adultos dejan de ver las estrellas porque sus objetivos nublan el cielo, y entonces no ven que el camino que pisan no existe. Por eso se frustran, se deprimen o se vuelven locos (al grado máximo de menospreciar las preguntas del niño). El niño mira las cosas que existen y el adulto mira las causas que no existen.
Si esto es un hombre es el relato con el que Primo Levi le cuenta a la humanidad el horror de Auschwitz. Ahora la vida del escritor turinés la cuenta en una inmensa biografía de setecientas páginas el acucioso investigador Ian Thomson (Inglaterra, 1961), a cuya tarea dedicó al menos una década. La biografía de Levi escrita por Thomson escapa con mucho a la crítica que Borges decía de las biografías, que algunas se limitaban a los cambios de domicilio del personaje. No es el caso de esta poderosa vida de un niño a quien nadie supo responder una pregunta.
Thomson hila desde las primeras páginas de la obra no sólo la vida de quien sería uno de los grandes escritores del siglo XX, sino la construcción paso a paso, como quien borda punto por punto un ramillete de rosas en un mantel de fina textura, el entorno de una comunidad judía en el norte de Italia en los años tenebrosos del fascismo italiano y del nazismo alemán.
Primo Levi nació el 31 de julio de 1919 (este año se cumplirán noventa años de su nacimiento), año en que concluye la Primera Guerra Mundial y año también cuando empieza el misterioso tejido de las dos ideologías más destructivas que ha sufrido la humanidad: el nazismo y el estalinismo.
Enfrentado al mundo que le toca vivir en su primera juventud, Levi sólo tiene una pregunta obsesiva: ¿por qué los hombres tienen qué matarse los unos a los otros? Levi no encontró la respuesta, pero dio un invaluable testimonio del infierno que causan al ser humano los fanatismos ideológicos y religiosos. Pero la pregunta sigue siendo, en esencia, la misma de todos los tiempos, incluida la época actual.
El genial escritor ruso Isaak Bábel, que también hace preguntas de niño y el mundo le responde condenándolo a muerte, carga con una terrible culpa: no puede aprender el más elemental de los saberes: saber matar a un hombre. Las historias de algunos de los personajes su Caballería roja giran, en al sangrienta guerra ruso-polaca, en torno a esta pregunta básica. De manera similar, Levi y Bábel son dos niños que participaron en una resistencia que tuvo como propósito, tal vez inconsciente, el de defender la inocencia de la vida sencilla contra la enredada madeja de las ideologías totalitarias, los fanatismos nacionalistas y las intolerancias religiosas. A Bábel se le acusa del peor de los pecados: ser un individualista. Todavía más: ser un humanista burgués. Bábel, como Levi, llevaba en su naturaleza infantil el deseo de tener amigos, no enemigos. A uno de sus personajes se le acusa de contra revolucionario del siguiente modo:
Te veo –dijo–, te veo como el agua clara. . . Tú lo que quieres es vivir sin enemigos. . . Todo lo que haces es con esa intención, la de no tener enemigos.
Levi, como Bábel, escuchó razones y respuestas a su pregunta infantil. Ninguna de ellas le satisfizo por entero; ninguna de ellas le reveló el misterio fundamental de su existencia; ninguna de ellas pudo llenar el enorme y profundo vacío de no saber lo que aparentemente todos saben: hacer el mal y vivir como si nada. En la inocencia de ambos la brutalidad es particularmente una brutalidad bestial. Su alma infantil se conservó hasta el último instante de su vida. Isaak Bábel fue ejecutado por órdenes de Stalin el 27 de enero de 1940 y Primo Levi murió el 11 de abril de 1987 en una caída por las escaleras de su casa en Turín. Bábel tenía 46 años y Levi 68.
La biografía de Primo Levi escudriñada por Ian Thomson es una obra maestra del género. En el entorno brutal de su tiempo, el biógrafo logra penetrar en la inocencia de quien nunca entendió por qué unos matan a otros. No se sabe sin lugar a dudas si la muerte de Levi fue un accidente o un suicidio. Pero se sabe sin lugar a dudas que Levi sufrió también esa enfermedad mental del siglo XX a la que Stefan Zweig llamó “locura gregaria”. Finalmente, el propio Zweig se fue a Brasil en 1942 a preparar su propia muerte, en un momento en que la humanidad estaba siendo destruida unos locos fanáticos. Tenía 61 años.
Primo Levi, que disfrutó su adolescencia en las montañas, fue víctima del remolino de la resistencia en esas mismas montañas; llevó marcada en la piel del alma, durante toda su vida, la culpa de no saber por qué había que matar a otros, del mismo modo que llevó marcado el número que le grabaron en Auschwitz.
En 1982, en una visita a Auschwitz, un periodista le preguntó a Primo Levi sobre el hecho de que algunos querían olvidar a Auschwitz cuanto antes. Levi respondió que hay algo peor que olvidar: negar. Quienes lo niegan son los mismos que estarían dispuestos a volver a hacerlo.
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