Se ama de un modo especial lo que es propio, sea o no de nuestra propiedad. Lo que es propio no lo es sólo porque un documento lo haga constar; lo es porque de manera voluntaria uno decide situarlo en la esfera de lo que nos pertenece, no importa que la pertenencia no sea exclusiva, es decir individual o familiar. Una flor en su esplendor, una hormiga incansable que acarrea una brizna silvestre, un paisaje maravilloso, una montaña majestuosa o los ojos grandes y profundos de la de la mesa de enfrente, todo eso es susceptible de apropiación, de un goce que nadie nos puede negar o impedir, ni siquiera la ceguera. Objetivamente hablando, de todas esas maravillas puede gozar cualquiera que decida apropiárselas.
La política es una de esas temibles maravillas que podemos hacer propias sin que sean propiedad de nadie, por más que regularmente sean unos pocos los que piensan y actúan como si la tuvieran escriturada ante notario e inscrita en el registro de la propiedad. Por eso se dice que la política, la única actividad verdaderamente común, es tan importante que no debemos dejarla en manos de los políticos. Pero igualmente se puede decir de las leyes. Por razones históricas y culturales tanto como por otras de índole natural y artificial, las leyes son como en su tiempo fueron los nobles para los campesinos más pobres: existían pero no los habían visto. También nosotros sabemos que hay leyes y que hay que obedecerlas, pero nadie las conoce, las aprecia, las respeta o les teme. Esto último es lo más grave para la vida de una democracia: perder el temor a las leyes es perder el temor al poder del Estado.
Las leyes no se respetan porque no son nuestras. No sólo no nos definen o nos explican; tampoco nos ayudan. Todavía hay algo peor: no las entendemos. Y si no las entendemos, no nos pertenecen. Y no nos pertenecen porque no las conocemos. Sabemos que existen, que son muchas, que lo regulan todo, pero desconocemos las más elementales de ellas, las de la convivencia inmediata. En su artículo de esta semana, Jesús Silva-Hérzog Márquez reflexiona sobre una realidad más peligrosa de la que comento: la ley ya no regula; ya no es el árbitro neutral en la competencia por el poder. Ahora también juega. Las reformas electorales se aprobaron como una venganza contra las poderosas televisoras mexicanas, y ahora éstas, con fundamento en las mismas reformas, están cobrando revancha. Las leyes como producto del odio y el odio como respuesta al odio. Todo dentro de la ley.
En un mismo plano se sitúan los partidos y las empresas televisoras: tú me la haces, tú me la pagas. Entonces el círculo vicioso se pone a rodar y los que tienen el poder de romperlo son los mismos que están rodando en la esfera de los odios y las revanchas. La supremacía del Estado queda en entredicho y el rencor original no sólo no consigue cumplir con su obligación de hacer que se cumplan las leyes, sino que se sienta frente al tablero donde los poderes reales (los empresarios de los medios de comunicación) los ponen en jaque en la primera jugada.
No hay una separación, dice Silva Hérzog-Márquez, entre quienes aprueban las leyes y los partidos políticos. Si los legisladores no responden a sus funciones constitucionales (deliberar y decidir mayoritariamente en nombre y representación de la población: la razón democrática en sentido estricto), menos responden a una razón democrática en sentido amplio: las leyes son generales y su base debe ser la generalidad, no la revancha partidista. Esta obviedad no la comprenden los legisladores, por más que sus declaraciones y discursos recurran a las frases hechas acerca de la naturaleza de las normas jurídicas y el interés de la población.
Pero entonces es preciso volver al inicio del problema: los partidos. A pesar de ser las instituciones más rechazadas por la población, su poder excede los límites de la intermediación que les otorga la Constitución. Los partidos son medios, no fines. Sin embargo, su poder no se limita a cumplir sus funciones de ser organizaciones de ciudadanos, de ser los medios para que los ciudadanos accedan a la representación, de ser los principales difusores de la cultura democrática. En los hechos no son organizaciones de ciudadanos sino de dirigentes, que sólo formalmente son ciudadanos; son medios para que los ciudadanos accedan al poder público representativo, pero la intermediación exige el costo de una lealtad irracional, por encima del sentido común y de los intereses sociales; no difunden los valores democráticos ni contribuyen a la formación de una mínima cultura democrática, sino lo contrario: fomentan la anti política; sus pleitos improductivos desalientan la participación ciudadana; sus discursos son huecos y los hechos los contradicen. Tal es la paradoja de los partidos: su obligación es interesar a los ciudadanos en la política pero en la práctica logran que los ciudadanos se desentiendan cada vez más de los asuntos políticos. ¿Qué caso tiene?, se oye en todas partes.
Se aprecia y se respeta lo que es propio, no lo que es de otros, sobre todo si eso que es de otros pertenece a la estratósfera. Por eso me gusta recordar una anécdota que cuenta Julien Benda en sus Memorias sobre la ley, que en la Francia de Benda (autor de la obra polémica La traición de los intelectuales) no merece a los franceses ningún respeto. ¿Por qué en Inglaterra es distinto? ¿Por qué los ingleses tienen apropiadas sus leyes y la gente las conserva como ese tesoro común que les da seguridad, certeza, certidumbre y orgullo? Es muy sencillo, le responde el amigo inglés: “Nosotros partimos del principio de que somos nosotros quienes hemos hecho las leyes, de modo que al obedecerlas nos obedecemos a nosotros mismos; ustedes tienen la sensación de que la ley está hecha por el Estado, al que ven, incluso cuando están en democracia, como algo diferente de ustedes, y al que encima consideran un enemigo del que tratan de librarse”.
Benda critica ese modo francés de no respetar las conveniencias de los demás. Recuerda la explicación de un filósofo inglés (¿de dónde si no?) de que la clave de una sociedad educada radica en que sus miembros practiquen la “limitación recíproca de sus esferas de actividad”.
En México no sólo no tenemos la sensación de que los más sencillos y elementales reglamentos son nuestros, sino que incluso tenemos, respecto de cualquier norma jurídica, una desconfianza largamente forjada. Las normas pequeñas y grandes no nos reflejan, son ajenas, de otro mundo; por eso no las sentimos propias o apropiables. Lo grave es que en México las leyes no las aprueba el poder legislativo: las cocinan los partidos a través de sus fieles en ese poder.
¿Sentimos que los partidos políticos son nuestros? Para nada. Ellos son los principales responsables de que la política sea despreciada y despreciable. En México cuando los ciudadanos se inscriben en un partido pierden por ese hecho la ciudadanía real. Se transfiguran. Sufren la patología política llamada despersonalización ciudadana. Se despojan de su pertenencia común y algunos, los más imbéciles, declinan de sus virtudes privadas sin aprender las virtudes públicas. Obedecen sólo a dirigentes y gobernantes. Representan la traición de los militantes. Sólo cuentan los intereses del partido. No cuentan los electores ni las razones comunes. Y suele ocurrir, en casos críticos, que pierden la conciencia de finitud.
Nuestros legisladores, generalmente ignorantes y sumisos, son unos traidores a la comunidad, no tanto por su incompetencia en la técnica y ciencia legislativa cuanto por la renuncia a su ciudadanía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario