domingo, 8 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (1)


8 de febrero

No sé si es una señal catastrófica el hecho de que el presidente Felipe Calderón alerte a los mexicanos contra los profetas de la catástrofe. Me figuro al jefe militar que previene a sus soldados de cuidarse contra quienes los alarmen, justo en el momento en que las bombas enemigas están cayendo estruendosas a unos metros de la trinchera. Hay de catástrofes a catástrofes. Una es la de las palabras. El presidente panista, converso a la fe de los presidentes del régimen priísta, pintó el cuadro de las aves de mal agüero y fustigó a quienes de manera deforme hablan de la crisis económica. La otra es la de los hechos, la de la gente que, con indignada preocupación, ve los recibos de los servicios domésticos y se sorprende de que hayan aumentado hasta en un cien por ciento. Ninguna de las dos es en sentido estricto una catástrofe. La verdadera catástrofe es de tipo moral: la desmoralización de la gente. La destrucción termina un día y al siguiente ya se pueden limpiar los escombros y construir nuevamente. Las palabras son palabras, papeles que la trituradora y la cañería hacen polvo y lodo. Pero la derrota moral es una humillación que dura para siempre, incluso si se ha perdido la memoria.

Siempre hemos vivido en crisis. La de hoy sobresale porque produce una desesperanza del tipo ácido. Es la desesperanza árida. Los labios se resecan. Supongo que el alma también. En un primer momento hay coraje, indignación, alarma. Luego viene una peligrosa conformidad, el preludio de algo peor. No sé qué siga. Puede ser el vaciamiento de los interiores: todo da igual. No hay miedo pero tampoco hay ánimo.

En la infancia se recibe de forma natural la común explicación de que la vida es un valle de lágrimas. Pero en la infancia estas cosas no se comprenden, son teorías paternas. Jugar y reír lo soportan casi todo. Es una época afortunada. Los adultos pueden estar preocupados, no los niños. Por lo menos así sucedía hace cincuenta años, cuando las familias eran numerosas. La crisis en curso no se compartía con los menores, hecho que debiéramos llevar en la memoria de las gratitudes. La desventaja es que uno se enteraba de las realidades groseras de la vida demasiado tarde, lo cual produce una herida más profunda y duradera.

Elías Canetti (1905-1994)
Nunca es demasiado pronto para aprender cómo es realmente la vida”, le repetía al niño Elías Canetti su madre. Una vez Canetti le confesó que un amigo del colegio le había contado cómo nacen los niños: “Igual que el gallo se azacana encima de la gallina, el hombre se azacana encima de la mujer”. La madre evadió la respuesta y más tarde negó que tal cosa fuera cierta. Canetti descubre por esos días el mal. Es un gran descubrimiento, el más importante de su vida. Parece que desde entonces descubrió también su costumbre de oír lo que cada uno de los otros decía y cómo lo decía. Oír fue la vocación de su vida. Pero dedicar la vida a oír es más que una vocación: se requiere, dice, renunciar a los propios impulsos. Esto lo supo más tarde, cuando escuchaba embelesado las lecturas de Karl Kraus.

Con el descubrimiento del mal, Canetti experimenta una fuerte repulsión al cercano roce de la barba del médico que visita y halaga a su madre. La palabra “tocar” fue para él, desde sus once años, la palabra clave de su vida. La llevó siempre en la maleta de su mirada. El miedo a ser tocado.

La generosidad de Dunia me enterneció. Hace unos día me regaló las obras completas de Elías Canetti (cuatro tomos de cinco). Ni siquiera me dejó balbucear la frase del costo (son libros caros los de Galaxia-Gutenberg). “Es un regalo para hibernar”, me dijo. ¿Por dónde empezar? Creo que por el principio, por Historia de una vida (tomo II).

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