Fotografía: Manuel Álvarez Bravo, Caballo de madera, Plata sobre gelatina, 1928.
Por Inocencio Reyes Ruiz
La presencia en México del cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado del Vaticano (institución mediante la cual el Papa da trámite a todos los asuntos de la iglesia universal), tuvo dos actividades públicas importantes: el Sexto Encuentro Mundial de las Familias en la ciudad de México y un inédito acto en el Teatro de la República de Querétaro, al que se le dio por nombre el más feo que encontraron: “La realización de la razón en el horizonte de la fe”. Las dos actividades de Bertone en nuestro país, interesantes de suyo, no tuvieron por desgracia la atención que merecían, en parte porque en los medios de comunicación se transmitían repetidamente las vísperas de la toma de posesión de Barack Obama, el líder político que más expectativas ha generado a la perpleja humanidad.
Empecemos en esta ocasión por el final. En cuanto el cardenal Bertone alzó el vuelo de regreso a la Roma eterna, la Conferencia del Episcopado Mexicano emitió un comunicado que contradijo el espíritu del discurso en Querétaro del Secretario de Estado. Si el cardenal Bertone engalanó su discurso con un homenaje a la cultura de la palabra, el comunicado episcopal metió reversa: “el Estado laico es una lacra histórica”. En buen español, “lacra” es una costra roja que queda de una herida. A su vez, la palabra proviene de “lacre”, la pasta de color rojo que se usaba para cerrar o sellar un documento. Según el Episcopado, las lacras históricas en México son el complejo de inferioridad, el afán de protagonismo y “otras (lacras) que no nos dejan avanzar”. Espero que los hombres sabios nos expliquen el estado en que se encuentra nuestro complejo de inferioridad; lo que no entiendo es por qué el afán de protagonismo es una lacra histórica. Si la Santa Sede promueve –de eso se trató el acto en el Teatro de la República– un mayor compromiso político de los católicos, ¿también este afán de protagonismo es una lacra histórica? No lo creo.
En el comunicado del Episcopado se alaban las actitudes del presidente Felipe Calderón y de Barack Obama. Lamentan que “hipócritamente nos rasguemos las vestiduras y apelemos al Estado laico cuando el titular del Ejecutivo acude a un acto religioso o se declara católico”, en obvia alusión a que Calderón habló durante la inauguración del Sexto Encuentro Mundial de las Familias. Algunos –no tantos, en realidad– criticaron al presidente por asistir en calidad de monaguillo y no como jefe del Estado Mexicano. Calderón no me parece criticable por lo que dijo sino por lo que no dijo. En su artículo sobre el tema, Jesús Silva-Hérzog Márquez escribió que la presencia del Presidente de México fue algo más que un acto protocolar. No fue la bienvenida de un jefe de Estado a una delegación internacional donde la perspectiva del gobierno se hace escuchar. Las palabras de Calderón –agrega el inteligente pensador político mexicano– fueron la asunción plena y acrítica de la visión de la jerarquía católica. Calderón no habló como Presidente de México (con lo mucho que podría haber dicho, creo) sino como un devoto que no es capaz de distinguir su lealtad religiosa de sus responsabilidades civiles. El Presidente de México convertido en una presencia secundaria de la iconografía religiosa. El mensaje del Presidente fue claro: “soy uno de ustedes”. Así, prefirió describir al país a través de la fantasía religiosa y no desde la historia. Dijo el Presidente: México es la tierra de María Guadalupe y de san Juan Diego, la tierra de los mártires de la persecución y del su santo patrono, san Felipe de Jesús. Fue –remata Silva-Hérzog Márquez– la homilía de Calderón.
El artículo que cito y otros más, merecieron que en el comunicado del Episcopado se dijera que “hacemos correr ríos de tinta en los periódicos y hacemos programas de televisión o radio elucubrando (sic) si se ha mancillado el Estado laico”. Quizá el presidente Calderón se hubiera anticipado: pudo haber dicho que en México corren ríos de tinta y no de sangre; que por esta razón el pasado es pasado, que las iglesias tienen reconocimiento jurídico en la Constitución y que a nadie se le recrimina o persigue por sus creencias religiosas ni por la manifestación de las mismas, que los ríos de tinta corren desde distintas fuentes e intereses y hacia diversos objetivos o fines, lo cual es una prueba del México plural y de que la libertad de expresión está garantizada, que el ejercicio de los demás derechos y libertades públicas ha sido posible gracias a que el Estado es laico y no confesional, gracias a que la democracia nos ha distanciado de los agravios históricos, gracias a que en el siglo XXI la política mira un futuro de reconciliación. En fin, algo así pudo haber dicho o cosas mejores.
Los obispos encontraron en Barack Obama un ejemplo de modernidad. Señala el comunicado que el nuevo mandatario de Estados Unidos juró con la mano sobre la Biblia y “nadie pondrá el grito en el cielo”. Claro que nadie lo pondrá: se trata de una costumbre de larga data; además, el origen y desarrollo de Estados Unidos y México es distinto; pero el protocolo republicano es escrupulosamente constitucional. Y también es una costumbre, creo que desde Roosevelt, la de asistir a un oficio religioso a la iglesia episcopal de St. John antes del juramento civil. Obama destacó en su discurso la importancia de la religiosidad. Definió: “Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes –y de no creyentes”. Y si los primeros ingleses que colonizaron el territorio del norte de América venían con un agravio, era el de la intolerancia religiosa. (Por cierto, ¿no está todo el mundo exagerando las posibilidades políticas –escasas, débiles y volátiles– de Obama? ¿No será el miedo general de la humanidad lo que está construyendo un nuevo redentor del mundo?)
En México las protestas presidenciales son escrupulosamente constitucionales. Es una tradición republicana. Y una tradición republicana, si sus implicaciones prácticas son liberales y democráticas, es una tradición más importante que cualquier otro uso o costumbre, incluidos los de carácter religioso. La razón es muy sencilla: en la democracia se hace posible la pluralidad. Y la democracia es laica o no es democracia.
No comparto la opinión de quienes consideran un atentado al Estado laico la presencia ni las palabras del presidente Felipe Calderón en la inauguración del Sexto Encuentro Mundial de las Familias y menos el acto del cardenal Bertone con maestros y alumnos de escuelas católicas queretanas en el Teatro de la República. No se violó ninguna norma de orden público. Si el presidente Calderón hubiera asistido al encuentro de familias enfundado en el hábito de san Martín de Porres, con un estandarte de la Virgen de Guadalupe o con el raído y sangrado hábito de san Felipe de Jesús, muy su gusto y su derecho. Allá él. Pero nadie en este país se estaría rasgando las vestiduras si lo criticara por la inoportuna y ridícula vestimenta, ni tampoco se rasgarían las vestiduras quienes se mofaran al verlo vestido de monaguillo, no importa que lo hicieran en recuerdo de su infancia con las madrecitas del Verbo Encarnado. Si sus palabras fueron las de un ayudante de sacristán y no las de un jefe de Estado, simplemente desaprovechó la ocasión para hablar de asuntos relevantes en las relaciones entre dos estados soberanos.
El acto religioso-político-cultural del Teatro de la República es, por lo inédito, una bendita prueba de que el laicismo mexicano está más vivo y sano que nunca. Apretados pero cabemos todos. ¿Hubo algún impedimento, traba u objeción a la reunión de católicos en el histórico recinto? Al contrario, las facilidades fueron mayores a las de cualquier otra solicitud de actividad cultural, educativa, científica o artística. ¿En qué consiste exactamente el nuevo laicismo que exige la jerarquía católica? ¿No se estará topando la Iglesia con la democracia?
Empecemos en esta ocasión por el final. En cuanto el cardenal Bertone alzó el vuelo de regreso a la Roma eterna, la Conferencia del Episcopado Mexicano emitió un comunicado que contradijo el espíritu del discurso en Querétaro del Secretario de Estado. Si el cardenal Bertone engalanó su discurso con un homenaje a la cultura de la palabra, el comunicado episcopal metió reversa: “el Estado laico es una lacra histórica”. En buen español, “lacra” es una costra roja que queda de una herida. A su vez, la palabra proviene de “lacre”, la pasta de color rojo que se usaba para cerrar o sellar un documento. Según el Episcopado, las lacras históricas en México son el complejo de inferioridad, el afán de protagonismo y “otras (lacras) que no nos dejan avanzar”. Espero que los hombres sabios nos expliquen el estado en que se encuentra nuestro complejo de inferioridad; lo que no entiendo es por qué el afán de protagonismo es una lacra histórica. Si la Santa Sede promueve –de eso se trató el acto en el Teatro de la República– un mayor compromiso político de los católicos, ¿también este afán de protagonismo es una lacra histórica? No lo creo.
En el comunicado del Episcopado se alaban las actitudes del presidente Felipe Calderón y de Barack Obama. Lamentan que “hipócritamente nos rasguemos las vestiduras y apelemos al Estado laico cuando el titular del Ejecutivo acude a un acto religioso o se declara católico”, en obvia alusión a que Calderón habló durante la inauguración del Sexto Encuentro Mundial de las Familias. Algunos –no tantos, en realidad– criticaron al presidente por asistir en calidad de monaguillo y no como jefe del Estado Mexicano. Calderón no me parece criticable por lo que dijo sino por lo que no dijo. En su artículo sobre el tema, Jesús Silva-Hérzog Márquez escribió que la presencia del Presidente de México fue algo más que un acto protocolar. No fue la bienvenida de un jefe de Estado a una delegación internacional donde la perspectiva del gobierno se hace escuchar. Las palabras de Calderón –agrega el inteligente pensador político mexicano– fueron la asunción plena y acrítica de la visión de la jerarquía católica. Calderón no habló como Presidente de México (con lo mucho que podría haber dicho, creo) sino como un devoto que no es capaz de distinguir su lealtad religiosa de sus responsabilidades civiles. El Presidente de México convertido en una presencia secundaria de la iconografía religiosa. El mensaje del Presidente fue claro: “soy uno de ustedes”. Así, prefirió describir al país a través de la fantasía religiosa y no desde la historia. Dijo el Presidente: México es la tierra de María Guadalupe y de san Juan Diego, la tierra de los mártires de la persecución y del su santo patrono, san Felipe de Jesús. Fue –remata Silva-Hérzog Márquez– la homilía de Calderón.
El artículo que cito y otros más, merecieron que en el comunicado del Episcopado se dijera que “hacemos correr ríos de tinta en los periódicos y hacemos programas de televisión o radio elucubrando (sic) si se ha mancillado el Estado laico”. Quizá el presidente Calderón se hubiera anticipado: pudo haber dicho que en México corren ríos de tinta y no de sangre; que por esta razón el pasado es pasado, que las iglesias tienen reconocimiento jurídico en la Constitución y que a nadie se le recrimina o persigue por sus creencias religiosas ni por la manifestación de las mismas, que los ríos de tinta corren desde distintas fuentes e intereses y hacia diversos objetivos o fines, lo cual es una prueba del México plural y de que la libertad de expresión está garantizada, que el ejercicio de los demás derechos y libertades públicas ha sido posible gracias a que el Estado es laico y no confesional, gracias a que la democracia nos ha distanciado de los agravios históricos, gracias a que en el siglo XXI la política mira un futuro de reconciliación. En fin, algo así pudo haber dicho o cosas mejores.
Los obispos encontraron en Barack Obama un ejemplo de modernidad. Señala el comunicado que el nuevo mandatario de Estados Unidos juró con la mano sobre la Biblia y “nadie pondrá el grito en el cielo”. Claro que nadie lo pondrá: se trata de una costumbre de larga data; además, el origen y desarrollo de Estados Unidos y México es distinto; pero el protocolo republicano es escrupulosamente constitucional. Y también es una costumbre, creo que desde Roosevelt, la de asistir a un oficio religioso a la iglesia episcopal de St. John antes del juramento civil. Obama destacó en su discurso la importancia de la religiosidad. Definió: “Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes –y de no creyentes”. Y si los primeros ingleses que colonizaron el territorio del norte de América venían con un agravio, era el de la intolerancia religiosa. (Por cierto, ¿no está todo el mundo exagerando las posibilidades políticas –escasas, débiles y volátiles– de Obama? ¿No será el miedo general de la humanidad lo que está construyendo un nuevo redentor del mundo?)
En México las protestas presidenciales son escrupulosamente constitucionales. Es una tradición republicana. Y una tradición republicana, si sus implicaciones prácticas son liberales y democráticas, es una tradición más importante que cualquier otro uso o costumbre, incluidos los de carácter religioso. La razón es muy sencilla: en la democracia se hace posible la pluralidad. Y la democracia es laica o no es democracia.
No comparto la opinión de quienes consideran un atentado al Estado laico la presencia ni las palabras del presidente Felipe Calderón en la inauguración del Sexto Encuentro Mundial de las Familias y menos el acto del cardenal Bertone con maestros y alumnos de escuelas católicas queretanas en el Teatro de la República. No se violó ninguna norma de orden público. Si el presidente Calderón hubiera asistido al encuentro de familias enfundado en el hábito de san Martín de Porres, con un estandarte de la Virgen de Guadalupe o con el raído y sangrado hábito de san Felipe de Jesús, muy su gusto y su derecho. Allá él. Pero nadie en este país se estaría rasgando las vestiduras si lo criticara por la inoportuna y ridícula vestimenta, ni tampoco se rasgarían las vestiduras quienes se mofaran al verlo vestido de monaguillo, no importa que lo hicieran en recuerdo de su infancia con las madrecitas del Verbo Encarnado. Si sus palabras fueron las de un ayudante de sacristán y no las de un jefe de Estado, simplemente desaprovechó la ocasión para hablar de asuntos relevantes en las relaciones entre dos estados soberanos.
El acto religioso-político-cultural del Teatro de la República es, por lo inédito, una bendita prueba de que el laicismo mexicano está más vivo y sano que nunca. Apretados pero cabemos todos. ¿Hubo algún impedimento, traba u objeción a la reunión de católicos en el histórico recinto? Al contrario, las facilidades fueron mayores a las de cualquier otra solicitud de actividad cultural, educativa, científica o artística. ¿En qué consiste exactamente el nuevo laicismo que exige la jerarquía católica? ¿No se estará topando la Iglesia con la democracia?
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