miércoles, 25 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (13)


George Steiner

25 de febrero

La dignidad del homo sapiens es exactamente eso: la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de la belleza. Son palabras del último sabio de la humanidad, George Steiner, en su conmovedor ensayo La idea de Europa. Steiner, no obstante ser un hombre culto en el sentido clásico de la expresión (es decir en un sentido amplio y moderno, en la tradición humanista de Erasmo), es aún un hombre joven: nació el 23 de abril de 1929. Si todavía creemos que algo es verdad en la marea de baratijas sensibleras, entonces me atrevo a afirmar categóricamente que el 23 de abril siguiente cumplirá 80 años. Llegado lo inevitable, su muerte será una muerte prematura, no importa cuándo suceda.

El libro La idea de Europa es una buena idea; primero, de Nexus Institute, y en español de las editoriales Siruela y Fondo de Cultura Económica. El libro Inicia con un prólogo de Mario Vargas Llosa -afortunadamente matiza el pesimismo de Steiner-; sigue luego una introducción de exquisitas formas de Rob Riemen, director fundador de Nexus Institute -nos formula una atenta invitación a la cultura: La cultura como invitación-. ¿A qué nos invitan Riemen, Vargas Llosa y el sabio Steiner?: a cultivar el espíritu, la nobilitas literaria. La verdadera nobleza es la nobleza del espíritu. ¿No parece anticuada una invitación de este tipo en los tiempos desalmados que corren? Puede serlo para muchos, incluidos quienes, en nombre de la democracia, quisieran la igualación de la mediocridad. Ser crítico –piensa Steiner– significa ser capaz de establecer diferencias. La frase significa lo que significa: el crítico genuino ve diferencias donde otros sólo pueden ver semejanzas. Pero sólo Steiner, el último sabio, es capaz de diferenciar entre lo bueno y lo mejor, no entre lo malo y lo peor. Se requiere, agrega Riemen, ser un hombre culto. Y ser “culto” requiere mucho más que erudición y elocuencia. Más que ninguna otra cosa, significa cortesía y respeto.

El espejo más limpio


A José Reyes Baeza Terrazas

Un error común a la hora de definir a los norteños es clasificarlos en una misma carpeta. En la realidad, la gente de Chihuahua se parece tanto a la gente de Sonora como los ingleses se parecen a los de Tombuctú. Las diferencias son profundas, pero para notarlas se requiere algo más que leer tratados eruditos de historia general. Los libros dicen muchas pero no hablan. Y oír, en el caso de los chihuahuenses (igual que en el caso de los de Tombuctú), es el modo más seguro de percibir, siempre con las reservas del caso, las sutilezas del lenguaje, las tonalidades, las expresiones comunes, las ideas, los sentimientos; con ellos, los movimientos corporales, un humor que se despliega al ras del piso, generalmente desprovisto de artificios y segundas intenciones, unas preguntas de apariencia ingenua pero su dentro llevan escondida la clave de las respuestas, y una amabilidad natural deshabitada de configuraciones barrocas.
El cine, sin embargo, contribuyó en buena medida a uniformar la imagen del norteño, creando como modelo el personaje franco, dicharachero y espontáneo del regiomontano. Pero la gente de Chihuahua escapa, incluso en una primera vista y oída, a la ruindad pueril de Fernando Soler y a la obediencia entripada de Pedro Infante. El personaje del norte de Tamaulipas, en este caso representado por Eulalio González “El Piporro”, no existe en Chihuahua de la misma manera que no existe en Oaxaca. El cine no nos dio un personaje prototipo del chihuahuense, acaso porque no es sencillo caracterizarlo, acaso porque la llaneza cultural de la gente posee un interesante caudal de puntos finos que no se captan fácilmente, acaso porque la historia de Chihuahua posee una peculiaridad que la distingue del resto de sus vecinos de Sonora, Sinaloa, Durango y Coahuila, y de los estados del sur de Estados Unidos, Texas y Nuevo México. El asilamiento del estado es quizá la primera de las claves que advierte el historiador cuando se adentra en los vericuetos de su conformación social y cultural, al menos desde que Álvar Núñez Cabeza de Vaca se encontró rodeado de conchos y rarámuris hace cerca de quinientos años. La historia de Chihuahua es, en muchos sentidos, la historia del aislamiento, así del centro y sur del país como de sus vecinos distantes. La paradoja es que el aislamiento produjo en Chihuahua una cultura liberal-individual y democrática más poderosa que en el resto del país. Ser libre en Chihuahua tuvo siempre un referente empírico: ser libre es frente a algo o alguien. La retórica no estuvo en el trívium cultural de los chihuahuenses.
En Chihuahua el tiempo transcurre de otro modo. Así fue su historia. Mientras en el centro del país la Conquista se tiene por concluida en 1521, en Chihuahua la conquista sólo concluyó en 1886. Del tema conversé con Enrique Krauze el día que lo conocí, precisamente en la capital de Chihuahua, en 1986. El ensayo de Krauze Chihuahua, ida y vuelta, incluido en Por una democracia sin adjetivos, da cuenta de la ignorancia que padece el centralismo cultural mexicano (“más grave que el centralismo político y administrativo”, dice Krauze) que se mantiene hasta nuestros días: en México sabemos casi nada del México septentrional. La ignorancia nos ha impedido ver las profundas diferencias de ese estado con los demás y en el contraste intuir la propia identidad, una identidad plural. Creo, con Krauze, que no basta ir a los libros o a los archivos. Es imprescindible palpar la vida. Palpar significa, sobre todo, oír las voces. El lenguaje no lo es todo, pero en el caso de la gente de Chihuahua es una de las hebras de su madeja cultural. Y oír con cuidado proporciona un primer acercamiento: la conciencia de individualidad y de libertad y la noción de autogobierno no son en Chihuahua abstracciones de las que somos tan proclives en el centro del país. Afirmar que en Chihuahua la gente es eminentemente práctica es no decir nada, pues en ninguna otra parte del país prevalecen, genuinos y arraigados, los valores de nacionalidad, patria, historia, orgullo regional. No hay contradicción o paradoja en el hecho de que la idea colectiva sobresaliente sea la del progreso, acaso porque allá las buenas ideas lo son porque son útiles. Esto quiere decir que los grandes choques de valores o la contradicción entre grandes principios no tienen allá el halo dramático y hasta trágico que tienen en el centro del país. En Chihuahua, recuerda Krauze, no hubo Reforma liberal por la muy sencilla razón de que allá no había conservadores: todos eran liberales. Pero antes no hubo Independencia Nacional porque la guerra contra las invasiones apaches duró todo el siglo XIX; pero la Revolución Mexicana tuvo allá una dimensión peculiar: en Abraham González, Pascual Orozco y Toribio Ortega se dio una conjunción casi perfecta de voluntad soberana de estado, liderazgo popular y conciencia campesina. En los hechos, los bárbaros del norte resultaron ser, durante la segunda mitad del siglo XX, la sociedad que más aprecio tuvo por los valores democráticos (desde las viejas batallas por el respeto al voto hasta la actual lucha que libran los chihuahuenses contra las bandas del narcotráfico). La abrupta y escarpada Sierra Tarahumara, que durante varios siglos fue la región donde se libraron miles de guerras contra la barbarie humana y la bárbara naturaleza, mudó su sede a la frontera más grande del mundo (más de tres mil doscientos kilómetros), al corredor migratorio más numeroso, conflictivo y violento de la humanidad. Si los ocho estados fronterizos fueran un país, sería la tercera economía mundial, después de Estados Unidos y Japón.
El azote del narcotráfico en la frontera de Ciudad Juárez es uno de los epicentros de un fuerte temblor cuyos efectos afectan al estado y al país. No deja de ser un hecho inaudito que el aislamiento de Chihuahua siga siendo un agravio que el centralismo fiscal y judicial le infiere a la política, a la economía y a la sociedad del estado. Sin poder legal para combatir la plaga, sin recursos suficientes y sin el respaldo político y moral las instituciones públicas y sociales del país, Chihuahua se desangra por la disputa de la frontera entre bandas de narcotraficantes. La corrupción de las instituciones federales y la quiebra del fuero federal limitan el despliegue natural y político de los esfuerzos locales. En agosto del año pasado hubo una matanza en Creel, en un salón de fiestas. A los dos meses, la propia gente del lugar identificó a los asesinos y los lugares donde se escondían. La información llegó pronto a las autoridades competentes: la PGR, la AFI, la PFP y demás siglas recicladas. La respuesta no dejó lugar a dudas de la ineficacia: no había agentes para la detención ni lugares para encarcelarlos. Junto a la corrupción del fuero federal, la pachorruda incapacidad para investigar los miles de crímenes del narcotráfico en todo el país. Y otra vez, como tantas en su historia, Chihuahua sufre un azote que combina su situación geográfica y el centralismo político, económico y cultural del país. Pero sólo en Chihuahua se ha puesto en marcha un sistema de justicia moderno que conjuga a la vez eficacia y respeto a los derechos humanos, modelo que no ha sido del gusto de los tinterillos del autoritarismo.
En una certera crítica a El laberinto de la soledad, el crítico chihuahuense Alfredo Espinosa escribe: “Con los norteños, Paz hubiera avanzado en sus teorías sobre la otredad. . . Pero otra vez, el (in) justo medio, el centro, fue la medida de todas las cosas: el defeño como paradigma de lo mexicano”. Coincido con Alfredo: el homo videns mexicano refleja una pobrísima visión del país: México es el D. F. y el Estado de México. México es Calderón, los secretarios, el congreso, Ebrard, Peña Nieto, Slim, Dresser, Krauze, López Dóriga y la familia peluche. Lo demás, salvo la nota roja, no existe.

lunes, 23 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (12)

23 de febrero

La envidia, el más común y destructivo de los pecados capitales o defectos de la personalidad, es sin embargo el más negado de ellos. La confesión de los pecados no incluye la aceptación desnuda de la envidia. Es un pecado que se evade, se confunde, se esconde, se niega. Es el pecado enterrado. Pero es el más dañino de los vicios privados. Consiste en el sufrimiento que nos causa el bien ajeno. Lo decía muy bien la gracia genial de Groucho Marx: “No me basta la felicidad para ser feliz. Necesito ver que los otros sufran”.


Pero la envidia es la virtud democrática más útil y constructiva. Gracias a ella aumentan los competidores y la competencia alcanza niveles de pasión que no poseen, por ejemplo, la pasión amorosa o la deportiva. Nadie reconoce, sin embargo, que el móvil de su interés político sea la envidia, no obstante que es una virtud admirable. La política mejora proporcionalmente con el aumento de envidiosos. Es una virtud que se evade, se confunde, se esconde, se niega. Es la virtud enterrada. Pero es es la más benéfica de las virtudes públicas. La frase favorita de los políticos es “Aspiro pero no estoy obsesionado”. Esta es, ni más ni menos, la confesión implícita de su virtud. Bien dice el docto teólogo del Cándido de Sciascia: “No es que la verdad no sea hermosa, pero a veces hace tanto daño que callársela tiene más mérito que culpa”.

domingo, 22 de febrero de 2009

Familia y poder

La familia es la familia. Con esta frase del habla común se sitúa en el pedestal de los valores humanos la lealtad primordial a la llamada célula básica de la sociedad. Que la familia sea la célula básica de la sociedad es uno de los mitos más poderosos de la cultura occidental. La familia, que sólo aparece en la historia dentro de una comunidad, obtuvo sus nociones morales y jurídicas dentro de un orden estatal (Roma antigua), que en esencia se mantiene hasta nuestros días, pero nadie definiría a la sociedad como la simple agrupación de familias. Lo cierto es que la familia, sea o no la célula básica de la sociedad y como consecuencia de la diversidad de su composición alcanzada, posee una funcionalidad que produce efectos que se trasminan en todos los ámbitos de la vida social: convivencia cotidiana e inmediata, asociación natural en materia económica y comercial, lazos amorosos y fraternos, origen y pertenencia común, garantías jurídicas y morales y participación solidaria en la vida pública. En cualquier encuesta de valores, el valor más apreciado es la familia; después de ella vienen el trabajo, la amistad y la diversión.
El alto aprecio a la familia es una virtud que, como todas las virtudes, a veces degenera en vicio. Que una virtud privada llegue a convertirse en un vicio público es un hecho incuestionable. La conversión puede incluirse en la noción que tenía Octavio Paz del Estado Patrimonialista: lo público como una extensión de la familia, donde el concepto “familia” no esta restringido a los lazos de parentesco reconocidos por la legislación civil. En un significado más amplio, la noción de familia en el Estado Patrimonialista abarca, desde luego, a los miembros cuyos lazos son consanguíneos, afines y legales, pero incluye además a todos aquellos individuos y familias entrelazados por relaciones de origen, vecindad, amistad, pertenencia social, asociación voluntaria o involuntaria, religión, moralidad, trabajo y otras. Decir que las familias modernas han reducido considerablemente el número de sus miembros no es tan exacto.
Cuando se predica el imperativo moral de que la familia es el valor de valores y que la máxima obligación de un individuo es ayudar a su familia, la virtud inicia su conversión cuando se entra a la esfera de lo público. Este camino está trazado en línea recta a la hora en que un miembro de una familia logra un cargo público, desde el más humilde puesto administrativo hasta la presidencia de la república. En todos los casos la obligación de ayudar a la familia representa una carga de la que el funcionario no puede zafarse fácilmente. Los muy fuertes, los que logran separar los intereses e influjos de la familia de la responsabilidad de gobernar, son calificados con adjetivos denigratorios: mal hijo, mal padre, mal hermano, mal amigo, mal socio. Frente a este valor moral supremo de ayudar a la familia, la confusión de lo público y lo privado queda, de entrada, en el predicamento de quien es puesto en jaque desde la primera jugada.
No es extraño que el ejercicio del poder en México posea tantas imbricaciones familiares y grupales, harto difíciles de deshacer o desactivar. Parece inevitable que, a pesar de las prohibiciones legales, los miembros de una familia pasen a formar parte de un proyecto público (y de los beneficios y privilegios propios de lo público) por el sólo hecho de su relación parental, sentimental o amorosa con el que ejerce el poder. El nepotismo, ese mal antiguo, es uno de los males modernos más enraizados en las creencias morales y en las prácticas públicas: ayudar a los padres y recomendar a los compadres, regalar permisos y concesiones a los suegros, sugerir empleos o privilegios a los hermanos, influir a favor de tíos y primos, conseguir una chamba a los cuñados, conseguir becas a los sobrinos, echar la mano a los amigos, empujar los negocios de los leales, jalar a los compañeros de la generación, etcétera. Siempre hay forma de sacarle la vuelta a la ley. El poder no es sustantivo –pensaba Foucault– sino adjetivo. Es una compleja relación o un sistema de relaciones. La familia, en un sentido amplio, encaja bien en el marco de las prioridades morales del gobernante. No es casual que Foucault, teniendo en mente la relación entre saber y poder, se interesara tanto en la locura y en la sexualidad.
Hace algunos años un amigo proponía tres requisitos básicos para ser gobernador: 1. Ser hijo único y de madre soltera; 2. Ser huérfano, y 3. Ser soltero y mantener este estado de gracia durante el tiempo de su encargo. La broma reflejaba el desastre público del estilo familiar de gobernar. Y las bromas, según Benjamín Constant, a veces reflejan el verdadero secreto de la vida. Si saber es poder, no se ignore que existen otras fuentes de poder que nada tienen que ver con el saber: pertenecer y estar junto a los que pertenecen, ejercer presión. Junto a la pertenencia, es indiscutible que la relación amorosa, la sexual, la ideológica y la moral son poderes que están dentro de esa amplísima gama de relaciones llamada “familia”.
Gabriel Zaid publicó en 1988 un libro memorable: De los libros al poder (reúne sus ensayos sobre las relaciones entre saber y poder). Con la erudición transformada en sentido común de su mano ágil y lúcida, la crítica se centraba en el arribo al poder político de las tribus platónicas. La tecnocracia de los años ochenta del siglo pasado alcanzó el poder: la presidencia, las secretarías de estado y los puestos administrativos estratégicos del país los ocuparon egresados de universidades prestigiadas de Estados Unidos. Pero Platón, el más importante filósofo de todos los tiempos según Whitehead, cometió dos errores graves en su vida: hablar de política y meterse a político. Como político Platón acabó en una cárcel de Siracusa, pero como pensador del Estado sentó las bases teóricas en que se fundaron las todas las barbaries políticas de la humanidad.
El neo platonismo tuvo su momento estelar en México con el arribo al poder de Carlos Salinas de Gortari, el primer presidente mexicano con grado de doctor y el primero en hablar inglés. Hablar inglés puede parecer irrelevante, pero no lo fue para Salinas cuando vetó a Fernando Ortiz Arana: no sabe hablar inglés, dijo el presidente. Ernesto Zedillo, también doctorado en Estados Unidos y con un inglés menos fluido, le tocó bailar con la más fea: contener la fuerza de los errores de su antecesor y los propios, y seguir deshaciendo el entuerto de los horrores del populismo de Echeverría y López Portillo. Fox y Calderón no pertenecen a ninguna tribu platónica, pero las mantienen dirigiendo los asuntos del gobierno, aunque su inglés es un balbuceo cómico que se aprende en cualquiera de las escuelas patito que abundan en el país.
A pesar de sus muchos saberes, el de Carlos Salinas fue, ante todo, un proyecto familiar. Intentó modernizar al país con reformas estructurales que se proponían arrancar de cuajo los vicios del populismo y la demagogia. Si no lo logró fue porque la familia tenía otros planes, otros intereses y otras locuras. Prevaleció el Estado Patrimonialista y la noción de “familia” se amplió a poderosos intereses económicos que antes no eran actores estelares en el juego del poder. La familia se fortalece mientras el Estado se debilita. Las lealtades familiares pesan demasiado y obstruyen las lealtades democráticas y republicanas, sobre todo en este país donde las leyes y los tribunales son meros instrumentos, y donde los gobernantes deciden y actúan en el desfigurado lindero entre lo legal y lo ilegal. El poder público es una extensión de la familia cuando las virtudes privadas se convierten en vicios públicos. Si en la vida familiar son virtudes admirables la solidaridad, la lealtad, la comprensión, el perdón, la piedad o la asociación de hermanos y amigos con fines lucrativos, llevados a lo público son los vicios donde descansa la compleja estructura de la corrupción nacional.

sábado, 21 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (11)



Guillermo Cabrera Infante (1929-2005)
21 de febrero

La BBC de Londres dio la noticia el 22 de febrero de 2005: Muere Guillermo Cabrera Infante. Hoy se cumplen cuatro años de que el juego de palabras, que hicieron de Guillermo más infante que Cabrera, cerró su capítulo más florido, y por eso su mujer Miriam Gómez vertió sobre su compañero de toda la vida una flor del frondoso jardín de Martí: “Murió sin patria, pero sin amo”.
En su exilio de cuarenta años Cabrera Infante se convirtió en un gran escritor, pero su exilio fue solamente terrestre (y a veces extra terrestre, dada su afición-aflicción por los momentos estelares de Hollywood), pues en su casa londinense vivía como se vivía en La Habana antes que la dictadura de Fidel Castro derruyera la cultura cubana. Su artículo póstumo, publicado en El País el 27 de febrero de ese 2005, mantiene su viejo vigor: La Castroenteritis aguda, en que hace gala –la galanura se da por descontada– de la caída y rodada de Castro luego de un discurso típico de disgresiones en las disgresiones. “Cayó Fidel Castro”, anunciaron los titulares de los periódicos. En realidad –escribe Cabrera– la noticia no fue tan importante como chusca, pues a Castro le ha dado en la vejez por contar chistes malos, aunque no es tan malo contar chistes malos como idiotas que los celebren.
Cabrera Infante logró algo verdaderamente inaudito: llevar el cine a las pantallas literarias. Para él el cine representó el primero de sus existenciales dilemas –dile más aunque ya no esté entre nosotros– de su niñez. En su familia pobre de Gibara no se podía tener todo; siempre había que elegir. Su madre preguntaba: “¿cine o sardina?”. Cabrera Infante no probó la sardina durante su infancia pero en cambio descubrió una vocación literaria que ya no abandonó, ni siquiera cuando fue celebrado con reconocimientos y premios internacionales. El día que le entregaron el Premio Cervantes empezó su discurso con un juego de palabras que lo mismo fue una verdad que una beldad: “Es preferible un premio que un apremio”.
En los años setenta del siglo pasado leí Tres tristes tigres y no pasó nada. Sólo cuando la leí por segunda vez –ya en los ochenta– descubrí que Cabrera Infante era, además de un literato que tomaba la estafeta de sus maestros José Lezama Lima y Virgilio Piñera, un hombre bien educado. Y la buena educación suele anidar a sus anchas en el alma infantil. Se convirtió en el campeón mundial de la paronomasia, pero este campeonato sólo pudo llegarle porque en su infancia aprendió a leer y a hablar haciendo de las palabras un juego de luces que se bordan en el milagro del idioma, y luego, como pirotecnia que ilumina el horizonte de la noche, despliegan en el aire su poder de seducción (y de sedición).
Durante esa misma época, la Revista Vuelta acogió con plural generosidad al genial escritor, y la publicación en 1993 por la editorial de la revista de Mea Cuba, nos abrió las puertas de par en par y algunos entramos en el boscoso mundo del genio fuera de la botella. Muchos en México, por delante los delatores del poeta Heberto Padilla, lo llenaron de groserías en unomasuno y en La jornada. De los delatores mexicanos del poeta Padilla ya nadie se acuerda, lo cual no es una gracia sino una desgracia, y los demás maman del dinero público con tanta compulsión como antes mamaron de la castradura que dura.
Leer a Guillermo Cabrera Infante para mí fue siempre una aventura de regreso a la infancia. En la escuela primaria había concursos de trabalenguas y de parónimos. El premio, casi siempre un cuaderno de pasta dura, era un gran premio. Pero el regaño materno no se dejaba esperar: “¿De dónde agarraste esa maña de jugar con las palabras?”. Y es que, en efecto, de cualquier frase hacíamos un desfase y también un disfraz. Creo que si se hubiera continuado “la maña” de los trabalenguas y los parónimos, no se habrían inventado esas pseudociencias de mucho gasto y poco gusto de la neurolingüística y sus similares.
Cabrera Infante abandonó Cuba en 1965, sólo cuando vio claramente que el comunismo era el fascismo del pobre. Murió a tiempo, creo yo, antes que Castro (“Fidel” para los compañeros de viaje) se cayera nuevamente y diera en el blanco. Dicen que Castro aún vive; si tal afirmación es verdadera, seguramente vive como un reo de la longevidad, como uno de Los Inmortales de Jonathan Swift, condenados a la vida, prisioneros de la supervivencia.
Guillermo Cabrera Infante nació en Gibara, Cuba, el 22 de abril de 1929. Dentro de dos meses haremos memoria de los ochenta años de este escritor singular tan plural.

Fernando de Szyszlo, Octavio Paz, Damián Baylón, Mario Vargas Llosa y Guillermo Cabrera Infante (1989)

viernes, 20 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (10)



20 de febrero

Una nota cultural del periódico La jornada de hoy anuncia, con fanfarrias que parecen fanfarronas, que “Rescatan primera novela histórica y de ficción publicada en México en 1848”. Se trata de La hija del judío del escritor yucateco Justo Sierra O’Reilly, padre de Justo Sierra Méndez, Secretario de Instrucción Pública en el gobierno de Porfirio Díaz. La nota explica que la novela fue escrita hace 160 años y publicada originalmente en el periódico El Fénix de Campeche entre 1848 y 1849, lo cual es cierto. Se informa que el investigador Manuel Sol la rescató (¿de donde?; ¿de los ejemplares del folletín de Sierra?)

El hecho es –continúa la nota– que la novela "rescatada" se presentará mañana sábado en la XXX Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería. La edita la Universidad Veracruzana, una obra maestra del género del suspenso en lengua española, “a la altura de las obras de Walter Scott, Alejandro Dumas o Eugenio Sue”, concluye la nota.

La nota da a entender que la publicación de La hija del judío (en dos tomos) es un "rescate" de su publicación original en El Fénix de Campeche, como si no hubieran existido ediciones posteriores. Lo que hay que decir es que la novela de folletín no fue tomada en serio por la crítica mexicana, y que las ediciones de la novela fueron tanto o más marginales que el género mismo.

La Hija del judío de Justo Sierra O’Reilly, sin embargo, ha tenido, desde que se publicó en el Folletín, siete ediciones, las dos últimas en la Colección de Escritores Mexicanos de Porrúa: en 1959 y en 1982 (la que tengo). Me la regaló hace muchos años mi muy querido amigo Lorenzo Achirica, psicólogo pero sensato, y se trata, en efecto, de una obra maestra del romanticismo del género de folletín. El excelente prólogo es de Antonio Castro Leal, quien con toda razón escribe que fue una obra menospreciada por los críticos y literatos mexicanos durante ciento cincuenta años. La hija del judío, por otro lado, mereció críticas amplias y plausibles de críticos norteamericanos.



La novia judía. Rembrandt

Las influencias de La hija del judío son evidentes: Alejando Dumas, Eugène Sue y Walter Scott. Justo Sierra los leyó; muy probablemente durante su estancia de siete meses del año 1847 en Estados Unidos, a donde fue con la misión diplomática especial de tramitar la desocupación de Isla del Carmen (eran días de la Interveción Norteamericana) y solicitar apoyo de soldados, armas y dinero para sofocar la sublevación de los indios, y más tarde proponer a Estados Unidos –y por otros conductos a Inglaterra y a España– la cesión del dominio y soberanía de Yucatán a la nación extranjera que salvara a la provincia de la Guerra de castas. Las misiones de Justo Sierra O’Reilly fracasaron, pero obtuvimos en cambio dos triunfos mayores: el diplomático regresó, escribió su novela y la publicó en su Folletín, y Yucatán, aunque República Hermana, no se separó de México, pues de otro modo se nos hubiera arrancado un pedazo del corazón.


Antonio Castro Leal nos recuerda en el Prólogo que la novela de folletín nace en París en 1836, cuando La Presse reduce el precio de suscripción de ochenta a cuarenta francos, esperando compensar las insuficiencias económicas de los anuncios. ¿Cómo interesar a los anunciantes sino buscando un mayor número de lectores? La novela de folletín fue la solución. En Le Siècle, por ejemplo, se publicó El lazarillo de Tormes.

El folletín adquiere calidad literaria: se inventa el género del suspense, antecedente indiscutible del cine, de las series televisivas por capítulos, de las telenovelas, de los cuentos de monitos o comics y, en la actualidad, del auge de la novela de folletín en los blogs de la red. Renuentes al principio, la novela de folletín acabó siendo aceptada por Chateaubriand, Balzac, Lamartine y Musset; pero los dos folletinistas geniales son Alejando Dumas que publica por entregas El conde de Montecristo, y Eugène Sue, que publica su Matilde, Los misterios de París y El judío errante en dos de los folletines más importantes de París.

La hija del judío es, lo creo, una obra maestra del género del suspenso; es, desde luego, una novela histórica (afortunadamente es más artística que histórica); pero es, antes que su categorización literaria, una de las novelas más entretenidas que se han escrito en lengua española, una muestra de los intríngulis de la vida colonial de mediados del siglo XVII.

Por lo pronto, la he rescatado del estante y ya posa seductora sobre la mesa. El rescate de La hija del judío se volvió un recuerdo de gratitud a Lorenzo Achirica, psicólogo clínico pero hombre de bien.





jueves, 19 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (9)

19 de febrero

El país se deshace en un doble sentido: se les escurre a los gobernantes como el agua entre los dedos de las manos y se le esfuma a la población como se esfuma el aire ligero en la densa bruma de la economía. La crisis es la crisis de lo real. Lo real, en tanto que es único y singular, es una idiotez, escribe el filósofo irreverente Clément Rosset. Pero lo real, en tanto que participa de la calidad de la idiotez, se ha diversificado: sobran las miradas y sobran por partida doble las palabras que lo describen. La idiotez no es plural, sólo se ha pulverizado.

La idiotez se ha globalizado, de eso no hay duda. La pulverización de lo real ha contribuido a ello más que su singularización. Es posible observar, sin ser un especialista en ninguna ciencia, que la crisis económica del mundo no es real pero sus efectos son crudamente reales. Me explico: desde lo más alto de la montaña una potente voz anuncia un derrumbe que aplastará a los de abajo. La voz y el derrumbe son reales, pero la causa del derrumbe fue la propia voz, no la naturaleza. He aquí la idiotez globalizada. ¿No es idiota decir y aceptar que habrá crecimiento cero?

Los gobernantes dicen idioteces todos los días. Su mirada de lo real puede ser veraz, pero las palabras que utilizan para describirlo no lo describen, lo desacreditan. La mecha se encendió cuando en calificaron al país de ser un Estado fallido. Lo que vino enseguida fue un incendio que los gobernantes han querido apagar con gasolina. Eso han hecho el presidente Calderón y su gabinete de idiotas.

Los adictos a las grandes palabras tomaron con solemnidad (¿cómo si no?) lo del Estado fallido. Unos, los críticos pasionales, confirmaron con una palabra su letanía de estribillos sensibleros; otros, los defensores de un Estado indefenso, están lanzados en una campaña de disparates para salvaguardar el honor de la imagen de México ante el mundo. De nada ha servido: el asesinato de un científico francés ha sido más poderoso que los miles de muertos por el crimen organizado. Lo real y su doble han dejado de estar en consonancia. El reflejo se ha distorsionado y ya no sabemos si las representaciones de lo real son meras disonancias. Lo cierto es que millones de seres humanos perdieron sus empleos. Este hecho no es singular pero es real, y lo único idiota del caso es la convocatoria presidencial a la unidad de los mexicanos contra los traidores.

He seguido con atención las notas de policía que dan cuenta de los robos. Se han incrementado (parece que escandalosamente) los pequeños robos de comida. Incluso se ha inventado un término para definirlos: mini robos de alimentos. No es la misma realidad robar en un supermercado un perfume, una peineta o un lápiz labial que robar una pieza de pollo, un paquete de carne o un litro de leche. Uno puede saber lo que publican los periódicos (y no de todos) y de lo que te enteras en la calle, pero todo lo que acumulas de información es apenas una sombra de lo real. ¿Quién puede calcular los mini robos de alimentos en todo el país y con cincuenta millones de seres humanos necesitada de alimentarse? ¿Qué gobierno o qué poder supra real podría contarlos y luego informarnos qué es lo real? Cualquier intento oficial o privado que buscara frenar los pequeños robos de comida sería como el intento por frenar la poderosa fuerza de un caudaloso río desbordado cuando entra a la ciudad.

Lo real es trágico porque se nos aparece desnudo de artificios o protocolos. Por eso no nos gusta. Por eso se dice que la más importante y útil virtud humana es el auto engaño. Pero también es cómico, en tanto que su desnudez nos permite comprobar que debajo de la vestimenta de las representaciones sólo hay aire, fantasmagoría pura.

Lo real, sin embargo, tiene cuerpo, del mismo modo que el aire lo tiene. Si la gente no estuviera tan desmoralizada por el ambiente que ha generado la crisis económica mundial, todos escribiríamos comedia. El temario sería un extenso catálogo de humor involuntario, el más idiota de los humores que los seres humanos somos capaces de representar.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (8)


La Cañada (detalle). Foto de Vitali Shentalinski

18 de febrero

Elpidio es, en el mejor de los sentidos, un buen hombre. No tiene malquerencias y menos enemistades. La verdad es que nunca las ha tenido. Tiene setenta cinco años de edad y en la comunidad no se sabe que haya tenido conflictos con nadie, y hasta se puede decir que nunca ha tenido problemas de ningún tipo. Habla poco, sólo cuando tiene algo qué decir, y Elpidio no tiene muchas cosas qué decir.

Es un buen cristiano, pero no es dado a rezos y misas. Como todos, va al templo los domingos. Eso lo reconforta, más porque recuerda a sus padres que por una devoción especial. Además, en la parroquia el sonido es tan malo que cuando el cura dice su acostumbrado sermón de casi una hora, en el templo sólo se oye un ruido denso y mohoso, así como retumban las paredes de su casa a la pasada del tren.

A Elpidio no le sobra el dinero pero tiene su guardado. Cuando cumplió los setenta, vendió su milpa y se concentró en la crianza de borregos, chivos y becerros. Su mayor gusto es invitar cada mes a sus hermanos y sus familias –y a los compadres y amigos de rigor– a una barbacoa que él prepara de cabo a rabo, desde elegir al borrego hasta guardar vigilia durante la lenta y subterránea cocción de la carne. Es la mejor barbacoa de La Cañada, dicen familiares y amigos.

Cierta tarde, el día siguiente del bautismo de uno de sus nietos, Elpidio se encontró casualmente con el cura y aprovechó para invitarlo a una barbacoa en su honor. “Invite a los que usted quiera, padre”, le dijo con genuina sinceridad.

– Pero ¿cuánto te vas a gastar en eso, hijo? –le preguntó el cura.

– No tengo idea, padre, pero eso no importa. Yo estoy muy agradecido con usted.

– A ver, a ver, calcula bien cuánto te vas a gastar en todo.

Elpidio pensó unos segundos y no supo qué responder. Además –se dijo en sus adentros– ¿eso qué importa?

El cura lo sacó de su desconcierto y le dijo sin más:

– Pues te dejo de tarea que hagas bien la cuenta de lo que te gastarías en la barbacoa, incluyéndolo todo, y mejor me traes el dinero. Yo creo que puede ser mañana mismo a estas horas.

El modo tajante del cura dejó sin habla a Elpidio. Al salir de la sacristía se puso el sombrero y enfiló camino a su casa, con una extraña sensación que no había tenido antes, ni siquiera aquellas arideces de su corazón de cuando la sequía mataba lentamente las esperanzas sembradas en la milpa que fue de su padre y antes de su abuelo.

Elpidio no regresó a la parroquia en tres semanas. En ese período el cura le mandó cinco recados. Los dos primeros mensajes, que llevó la mujer de Elpidio, preguntaban si ya ha había hecho bien la cuenta. Los otros tres, que llevó una de sus nueras, le recordaban la entrega del dinero. Elpidio guardaba silencio y se salía al corral a ver a sus animales.

Todas las tardes se salía a caminar por el Camino Real y en los socavones se sentaba a mirar la partida del sol –ahí el sol se despide más temprano– y se alegraba en ser el primero en darle la bienvenida a la noche. Por más que le daba vueltas al asunto no entendía cómo se había metido, por primera vez en su vida, en un problema, él que nunca había tenido ninguno, ni siquiera el día que tuvo que poner en su lugar a un forastero que molestaba a una de sus hijas.

– Pues paga la deuda y ya te quitas del apuro –le dijo una noche su mujer.

No es que ella creyera que había una deuda por saldar, pero lo dijo al ver a su marido tan afligido.

– ¿Pero cuál deuda, hija, si yo nunca le he quedado a deber a nadie?
–respondió él con la boca seca.

– Los problemas no son de uno, Elpidio, son los que Dios te manda sin que tú los hayas pedido. Míralo así y quítate de encima la preocupación. Ya ves, ya hasta has dejado de comer.

Elpidio quedó más confundido y hasta pensó en vender su casa, la huerta y los animales y aceptar la invitación de su hija mayor que desde hacía tres años les rogaba que se fueran a vivir a La Barca, Jalisco, donde ella y su marido eran dueños de un negocio de forrajes y vivían en una casa grande y espaciosa a la salida del pueblo.

Al día siguiente el cura le mandó con su ayudante otro recado: “Dice el señor cura que ahorita mismo le mande el dinero, que ya no puede esperar”.

Esa misma tarde Elpidio se fue a La Barca. A los cuatro meses regresó a La Cañada, en cuanto le avisaron que el cura había muerto.

Elpidio volvió a su vida apacible, con la firme intención de no meterse en problemas con nadie.

Paréntesis


Laicismo y crisis religiosa

El Nuncio Apostólico Christopher Pierre, representante del Papa en México, declaró en días pasados que la religión católica en nuestro país atraviesa por “una severa crisis”, corrigiendo de este modo el optimismo del cardenal Bertone, secretario del Estado Vaticano, quien negó que la iglesia católica estuviera en crisis. Según los datos del Nuncio, cada día la religión católica en México pierde diez mil fieles. Si esta cifra es cierta, al mes se contarían trescientos mil, al año tres millones y medio, a los diez años. . . Espero que el Nuncio esté equivocado. Sería una pena; sería, como dijo Bernardo Barranco, una catástrofe para la iglesia; pero formaría parte de una catástrofe cultural de grandes proporciones, pues la cultura católica es más que la religión católica y mucho más que la iglesia católica.
No hay una sola causa que explique esta debacle, pero vale dejar de manera visible sobre la mesa la explicación del especialista en religiones Elio Masferrer: el distanciamiento del clero con los fieles. El investigador acude a los datos: en México más del ochenta por ciento de los mexicanos se declara católico. El dato puede parecer contundente a primera vista, pero no lo es tanto si nos fijamos que entre los jóvenes apenas el cuarenta por ciento se declara católico. Que el clero está distanciado de los fieles es una realidad clarísima, como que el mundo y el lenguaje de los obispos (que hablan mucho y mal) y de los sacerdotes (que hablan poco y peor) no son el mundo ni el lenguaje de los fieles. Lo extraño es que después de escuchar una homilía dominical aún queden católicos. El Vaticano reconoció hace unos meses, en voz del cardenal Marc Ouellet, que las malas homilías y la carencia de predicación de los sacerdotes son dos de las causas de la desbandada de fieles. Hablando en cristiano, eso significa que el clero es cada vez más ignorante y cada vez más perezoso. La pereza clerical, sin embargo, no es un problema de nuestro tiempo. Ya el Doctor José María Luis Mora explicaba, a principios del México independiente, que uno de los peores males del clero que nos heredó el Virreinato era la pereza.
Explicaciones sobre la huída de católicos a otras religiones cristianas y no cristianas las hay de distintos tipos y tendencias. El fracaso de la iglesia católica en México, “impresionante” al decir de los que saben del tema, se debe, desde luego, al alejamiento de la jerarquía católica de los problemas comunes de los creyentes, pero también se debe a que la iglesia no pierde ocasión de demonizar la vida sexual, de discriminar a las mujeres, de condenar a los homosexuales y de otros anatemas por el estilo. La falta de credibilidad de los católicos en los jerarcas se nutre todos los días del evidente enriquecimiento de algunos obispos: la vida palaciega del cardenal Norberto Rivera, los excesos millonarios de Onésimo Cepeda o la pertenencia al jet set de Juan Sandoval Íñiguez son las imágenes que sobresalen. Y el descrédito de la iglesia católica tiene una causa más aterradora: la pederastia clerical, considerada por la premiada periodista Sanjuana Martínez como un síntoma de la descomposición de la iglesia en la preparación de los futuros sacerdotes. La jerarquía católica en México, sobre todo en estos tiempos de Norberto Rivera, bien puede calificarse como la Iglesia Encubridora.
¿Ha llegado para la iglesia católica la hora de la auto critica o mantendrá la posición tradicional de culpar a los enemigos del alma de la falta de valores, de la desintegración familiar y de otros demonios?
El clero político hace política. Es su naturaleza. Si lo dijera Porfirio Díaz, diría que es tiempo de “Mucha política y poca religión”. La batalla de la jerarquía católica en México tiene izada una bandera honorable, la de la libertad religiosa. Ampliar las libertades religiosas es el estribillo de todos los días. ¿De qué nuevas libertades religiosas estamos hablando? La primera es de tipo formal y fue expuesta hace casi diecisiete años por los juristas del clero: a la reforma religiosa en México le falta el reconocimiento expreso del derecho de los padres de dar educación religiosa a sus hijos. En efecto, no existe esa declaración expresa en la Constitución ni en la ley reglamentaria. Esta cuestión fue propuesta por los obispos en los días en que se elaboraba la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público (participé en la redacción de esta Ley). Mi argumento de entonces consistió en que la faceta privada e íntima de la vida familiar no podía ser objeto de regulación jurídica general; que el derecho de educar a los hijos era una libertad tan amplia que incluía la transmisión de la religión de los padres del modo más libre que se quisiera y como consecuencia de un acuerdo libre de los propios padres; que establecer el reconocimiento del derecho de los padres a la educación religiosa de sus hijos podría causar más problemas de los que trataba de resolver, sobre todo porque la regulación de una principio general del derecho daba lugar a normas secundarias y reglamentarias que explicaran el alcance de ese principio, casi siempre en perjuicio de la libertad misma; aduje además la experiencia histórica: una libertad demasiado regulada o sobre regulada acababa por asfixiarse, y repetí desde luego el argumento de que el laicismo mexicano tenía razones históricas que coincidían con razones democráticas, de modo que una libertad debía tener pocos límites pero precisos. En los hechos, a ninguna familia se le ha impedido –ni en las épocas más tensas de la historia de las relaciones entre el Estado y la iglesia– que los padres inculquen en sus hijos la fe que profesan. También en los hechos, la mayor parte de los jóvenes reniegan de las obligaciones religiosas que les impusieron durante su niñez, y se quejan de que esa obligatoriedad los alejó –a veces en forma definitiva– de la fe de sus padres.
La segunda libertad religiosa que se exige es la de impartir en las escuelas (públicas y particulares) educación religiosa, lo que significaría una reforma estructural al artículo 3º de la Constitución. Pero significaría mucho más. ¿Qué significa “educación religiosa”? En los hechos, la mayor parte de las instituciones educativas particulares ofrece instrucción religiosa (una mezcla de catequesis y culto), con resultados desastrosos: si de algo se hastían los jóvenes que pertenecen o pertenecieron a escuelas católicas es de las clases de religión y de los actos de culto.
Vale recordar que no hay una educación pública por un lado y una educación privada por el otro. La única educación privada es la familiar. Por definición, toda educación es pública, como que toda la que se imparta en el país –incluida la de los particulares– tiene objetivos generales, pues una forma de quitarle eficacia a la educación, por deficiente que sea, sería pulverizando sus fines. Si hablamos con propiedad, no puede existir en la escuela una educación religiosa. Lo que puede y debe existir es una amplia y objetiva información en materia religiosa: el fenómeno religioso, historia de las religiones, comparación de creencias, antropología y sociología de la religiosidad y de las religiones, etcétera. Si nos situamos en el plano hipotético de que una materia obligatoria de la educación básica fuera “educación religiosa”, la primera consecuencia sería que la libertad de creencias se vería seriamente limitada, y el laicismo educativo se vería en la penosa obligación de aprobar los contenidos de esa materia. No imagino a la SEP metida en asuntos que no le competen y respecto de los que nada sabe, sobre todo en estos tiempos en que tiene encima retos de la magnitud de la educación cívica y ética, la cultura de la legalidad, la formación democrática, entre otras. Las otras dos libertades que se exigen son la política (voto pasivo a los ministros del culto) y la de contra con medios masivos de comunicación. A ellas me referiré en mi reflexión siguiente.

martes, 17 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (7)


17 de febrero
Jovita soñó durante muchos años con un hermoso funeral. Y lo tuvo, pero ella no se enteró.

En la cama del hospital donde yacía muerta, su hija Adriana simplemente le dijo: “Esta es la muerte, no otra cosa”.

Jovita pensó siempre en su muerte, creo que desde que dejó de ser niña, aunque eso de que dejó de ser niña es un decir, pues a lo mejor nunca lo fue, y según entiendo, nadie deja de ser lo que no es. Y en buen castellano un decir es sólo un decir.
Jovita se casó pronto y desde entonces pensó en el momento de su muerte. Pero sus pensamientos no fueron fúnebres sino todo lo contrario. Ella pensó en la muerte como un acto de sociedad, en un escenario donde ella era la protagonista: gente, rezos, flores, coronas, aflicción, dolencias y condolencias. Jovita, por fin, en el centro del espectáculo.

¿Miedo a morir? No se puede saber. Adriana recuerda que su madre anunciaba todos los días su inminente muerte. Era, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, una amenaza, no un deseo. En el caso de Jovita su muerte representaba, además, el momento estelar de una vida social que su ordinario marido nunca le dio.

Jovita fue una buena persona. Decir que Jovita fue una buena persona es un decir, pues no puede ser una buena persona quien no hizo el bien. Tampoco hizo el mal, por más que Adriana exagera ciertos hechos que le afectaron. “Pero –dice– no me afectaron, pues eso de que me afectaron es un decir, cuando la realidad es que me troncharon la vida, sobre todo cuando me obligó a casarme con el primero que se apareció en la casa y cuando me cerró la puerta el día que yo mendigaba para mí y para mis hijos un techo para dormir. Ese día acabé en el ministerio público toda golpeada.

-¿Fue cuando la famosa funcionaria del gobierno se ensañó contigo?

-Así es –responde–, fue esa vez. Esa funcionaria utilizó todo su poder para quitarme a mis niños. Y me los quitaron. Pero el diablo es canijo. Y eso de que más sabe el diablo por viejo que por diablo es un decir. Quiero decir que es un decir falso. El diablo sabe por diablo y no por viejo, pues hay viejos que no saben siquiera para qué nacieron. Esa funcionaria después pagó caro todos los daños y sufrimientos que su moralismo les causó a muchas mujeres. Resulta que se enamoró de un rico y apuesto ganadero, que le prometió matrimonio. A pesar de la promesa, el hombre aquel le salió un día con que no se divorciaría. Pobre mujer, no sabía que los hombres nunca dejan a sus esposas, y que los pocos que se divorcian acaban regresando con su familia. Decir que aquello fue un chisme provinciano es un decir, pues en realidad fue un escándalo sensacional, hubieras visto, pero en ese tiempo tú no vivías en Muérdago de Ibargüengoitia y no te enteraste de nada. Como dice el refrán, al que obra mal se le pudre el culo. . . Pero esto es un decir, pues hay gente mala que no paga nunca todas las que debe. Aunque también esto es un decir, pues una nunca sabe.

El funeral de Jovita fue realmente un funeral vistoso, colorido y hasta espectacular. Le sobrevivió a su marido diez años. Los pasó en su cama, enferma de no sé qué, imaginando un hermoso funeral. Es curioso que un hijo de su marido pero no de Jovita asistió al velorio; venía desde Los Ángeles y pagó la misa, el cuarteto de cuerdas, el coro y la estudiantina, cuyos integrantes no dejaron de hacer piruetas como saltimbanquis borrachos. El funeral, como digo, fue digno de la imaginación de Jovita. Es una pena que no lo haya visto.
Hoy se cumplen siete años de la muerte de Jovita y la gente aún recuerda su hermoso funeral.
Adriana huyó de Muérdago de Ibargüengoitia y se fue a Estados Unidos a buscar trabajo, precisamente a Los Ángeles, donde se reúne a platicar con su medio hermano. A veces me escribe. Es una mujer feliz. Pero eso de que es una mujer feliz es un decir, pues en realidad es la mujer más feliz que yo haya conocido jamás.

lunes, 16 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (6)


16 de febrero
Un niño es un niño por razones de diversa índole, incluida naturalmente la razón de que le gusta jugar al ras del suelo. Pero un niño lo es sobre todo porque hace preguntas que los adultos no saben responder, más si estos adultos se despojaron, con la coartada honorable de la madurez, de todos y cada uno de los rasgos infantiles de su espíritu. Las preguntas de los niños son de ellos y de nadie más; pertenecen al reino del más elemental sentido de la realidad. De aquí la importancia de alentar la imaginación de un niño, porque eso lo acerca al mundo real. El problema lo tienen los adultos que perdieron su infancia y nunca la recuperaron, incluso si viven cien años. Los niños ven las estrellas y las alcanzan, juegan con ellas, y las dejan en su sitio después de sacarles brillo; los adultos dejan de ver las estrellas porque sus objetivos nublan el cielo, y entonces no ven que el camino que pisan no existe. Por eso se frustran, se deprimen o se vuelven locos (al grado máximo de menospreciar las preguntas del niño). El niño mira las cosas que existen y el adulto mira las causas que no existen.

Si esto es un hombre es el relato con el que Primo Levi le cuenta a la humanidad el horror de Auschwitz. Ahora la vida del escritor turinés la cuenta en una inmensa biografía de setecientas páginas el acucioso investigador Ian Thomson (Inglaterra, 1961), a cuya tarea dedicó al menos una década. La biografía de Levi escrita por Thomson escapa con mucho a la crítica que Borges decía de las biografías, que algunas se limitaban a los cambios de domicilio del personaje. No es el caso de esta poderosa vida de un niño a quien nadie supo responder una pregunta.

Thomson hila desde las primeras páginas de la obra no sólo la vida de quien sería uno de los grandes escritores del siglo XX, sino la construcción paso a paso, como quien borda punto por punto un ramillete de rosas en un mantel de fina textura, el entorno de una comunidad judía en el norte de Italia en los años tenebrosos del fascismo italiano y del nazismo alemán.

Primo Levi nació el 31 de julio de 1919 (este año se cumplirán noventa años de su nacimiento), año en que concluye la Primera Guerra Mundial y año también cuando empieza el misterioso tejido de las dos ideologías más destructivas que ha sufrido la humanidad: el nazismo y el estalinismo.

Enfrentado al mundo que le toca vivir en su primera juventud, Levi sólo tiene una pregunta obsesiva: ¿por qué los hombres tienen qué matarse los unos a los otros? Levi no encontró la respuesta, pero dio un invaluable testimonio del infierno que causan al ser humano los fanatismos ideológicos y religiosos. Pero la pregunta sigue siendo, en esencia, la misma de todos los tiempos, incluida la época actual.

El genial escritor ruso Isaak Bábel, que también hace preguntas de niño y el mundo le responde condenándolo a muerte, carga con una terrible culpa: no puede aprender el más elemental de los saberes: saber matar a un hombre. Las historias de algunos de los personajes su Caballería roja giran, en al sangrienta guerra ruso-polaca, en torno a esta pregunta básica. De manera similar, Levi y Bábel son dos niños que participaron en una resistencia que tuvo como propósito, tal vez inconsciente, el de defender la inocencia de la vida sencilla contra la enredada madeja de las ideologías totalitarias, los fanatismos nacionalistas y las intolerancias religiosas. A Bábel se le acusa del peor de los pecados: ser un individualista. Todavía más: ser un humanista burgués. Bábel, como Levi, llevaba en su naturaleza infantil el deseo de tener amigos, no enemigos. A uno de sus personajes se le acusa de contra revolucionario del siguiente modo:

Te veo –dijo–, te veo como el agua clara. . . Tú lo que quieres es vivir sin enemigos. . . Todo lo que haces es con esa intención, la de no tener enemigos.

Levi, como Bábel, escuchó razones y respuestas a su pregunta infantil. Ninguna de ellas le satisfizo por entero; ninguna de ellas le reveló el misterio fundamental de su existencia; ninguna de ellas pudo llenar el enorme y profundo vacío de no saber lo que aparentemente todos saben: hacer el mal y vivir como si nada. En la inocencia de ambos la brutalidad es particularmente una brutalidad bestial. Su alma infantil se conservó hasta el último instante de su vida. Isaak Bábel fue ejecutado por órdenes de Stalin el 27 de enero de 1940 y Primo Levi murió el 11 de abril de 1987 en una caída por las escaleras de su casa en Turín. Bábel tenía 46 años y Levi 68.

La biografía de Primo Levi escudriñada por Ian Thomson es una obra maestra del género. En el entorno brutal de su tiempo, el biógrafo logra penetrar en la inocencia de quien nunca entendió por qué unos matan a otros. No se sabe sin lugar a dudas si la muerte de Levi fue un accidente o un suicidio. Pero se sabe sin lugar a dudas que Levi sufrió también esa enfermedad mental del siglo XX a la que Stefan Zweig llamó “locura gregaria”. Finalmente, el propio Zweig se fue a Brasil en 1942 a preparar su propia muerte, en un momento en que la humanidad estaba siendo destruida unos locos fanáticos. Tenía 61 años.

Primo Levi, que disfrutó su adolescencia en las montañas, fue víctima del remolino de la resistencia en esas mismas montañas; llevó marcada en la piel del alma, durante toda su vida, la culpa de no saber por qué había que matar a otros, del mismo modo que llevó marcado el número que le grabaron en Auschwitz.

En 1982, en una visita a Auschwitz, un periodista le preguntó a Primo Levi sobre el hecho de que algunos querían olvidar a Auschwitz cuanto antes. Levi respondió que hay algo peor que olvidar: negar. Quienes lo niegan son los mismos que estarían dispuestos a volver a hacerlo.

domingo, 15 de febrero de 2009

Paréntesis


Laicismo y neutralidad

El uso político de la religiosidad se ha puesto en marcha al parejo que el uso político del resentimiento. En ambos casos, el odio, el rencor y la revancha abanderan los discursos en la pelea por las preferencias de los indiferentes electores. Parece que las heridas históricas de las relaciones del Estado con la Iglesia católica siguen abiertas, aunque tengo la impresión de que la herida duele más de un lado que del otro. El jacobinismo no es una especie en extinción. Parece que sólo cambio de bando. Ahora está en el otro extremo. Los jacobinos del siglo XXI están más cerca de la teocracia que del ateísmo y pertenecen más al clero político que al liberalismo radical. Jacobinos de derecha, digamos. Su enemigo histórico es el laicismo, al que tachan de obsoleto. “Laicismo decimonónico”, gritan. Es curioso: tengo entendido que la fórmula básica del laicismo moderno la inventó hace dos mil años Jesucristo. Los nuevos jacobinos se defienden arguyendo la falacia de siempre: no hay poder humano que no provenga de Dios. La vieja doctrina del origen divino del poder.
La confusión de lo público y lo privado es una de las reminiscencias de los viejos absolutismos, nos recuerda Octavio Paz; pero habría que agregar que el patrimonialismo contemporáneo tiene en la religión un ingrediente que, sin ser nuevo, se ha renovado. El uso político de la religiosidad está presente en la competencia por el poder público. Octavio Paz fue un defensor de la neutralidad del Estado en materia religiosa. Se equivocó. No pudo ver que el concepto de neutralidad no define la naturaleza histórica ni democrática del laicismo mexicano. En la neutralidad hay una especie de presencia arbitral que no estuvo presente en el espíritu de los liberales de la Reforma, en las reformas estructurales de 1917 ni en las reformas constitucionales en materia religiosa de 1991 y 1992. No es lo mismo neutralidad que desinterés. La neutralidad es una forma de laicismo, pero la neutralidad del Estado en materia religiosa puede no ser laica o dejar de ser laica. En la neutralidad el Estado está en el juego. Lo mismo puede decirse del modelo de la tolerancia religiosa, como el que se exigió al monarca inglés durante los siglos XVI y XVII. El Estado laico, en cambio, se abstiene de oficiar de árbitro. Su papel es garantizar las libertades religiosas, no la religiosidad, las religiones o las corporaciones religiosas.

La libertad de credo es una libertad que el Estado garantiza; esto es distinto al arbitrio que supone la neutralidad. El Estado no está en la cancha de juego, ni como jugador ni como abanderado. El problema de la neutralidad es que implica un arbitrio, y cualquier árbitro corre el peligro de ser arbitrario. Las normas que garantizan las libertades religiosas son de interés público pero no de interés general o social. Al Estado no le interesa –no debe interesarle– el desarrollo de la religiosidad, de las religiones o de las iglesias. Si la religiosidad de la población fuera de interés general o social como la educación, la salud, la seguridad, el combate a la desigualdad y a la pobreza, el desarrollo de la economía y otras, el ejercicio de las libertades religiosas no podría tener la amplitud que tiene, una amplitud mucho mayor que el sistema de neutralidad o de tolerancia. Pero en cambio sí tiene el Estado el deber constitucional y legal de garantizar a todos que sus creencias religiosas no sean objeto de limitaciones no impuestas por el orden jurídico. La promoción de la religiosidad o de las religiones no compete al Estado, cuyas autoridades sólo pueden hacer aquello para lo cual están expresamente facultados por la ley. Esa promoción, sin embargo, pueden llevarla a cabo los particulares con una amplia libertad, en forma individual o agrupada. Por eso la ley reglamentaria del artículo 130 de la Constitución mexicana establece que las normas son de orden público, como que las libertades religiosas lo son sin duda, pero no dispone que sean, para el Estado, de interés social.

En la neutralidad religiosa puede ocurrir lo que de hecho sucede en algunos países europeos, donde las iglesias reciben un financiamiento de acuerdo al número de sus fieles. Pero ese financiamiento, recaudado por el Estado según la declaración de la fe de cada contribuyente, no significa que el Estado financie con recursos públicos el funcionamiento de las corporaciones clericales. En esos países la neutralidad sí tiene sentido. En el caso mexicano, el laicismo no lleva implícito el interés social del desarrollo religioso de la población. Las libertades religiosas son, en nuestro laicismo, mucho más amplias que en los estados fundados en la neutralidad o la tolerancia, pues el Estado deja libremente a las personas y a las agrupaciones que difundan tanto como quieran y puedan su credo y las prácticas que se deriven de esa fe. Pero la confusión de Octavio Paz entre neutralidad y laicismo tiene otros aspectos interesantes.
Una libertad constitucional es tan amplia cuanto no limite o entorpezca el ejercicio de otras libertades igualmente fundamentales. Los límites los señala la propia Constitución. Pero la amplitud de una libertad básica no depende sólo de su inevitable choque con otras, sino también de sus propias e internas implicaciones. Así, por ejemplo, la libertad de creer implica la de no creer, según lo establece el artículo 2º de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público: los individuos tenemos el derecho de tener o adoptar creencias religiosas y de practicar, individual y colectivamente, las prácticas y ritos de las mismas; tenemos el derecho de no profesar creencias religiosas, de abstenernos de practicarlas y de nos ser obligados pertenecer a una agrupación religiosa. Todavía más: en nuestro modelo, nadie puede ser objeto de discriminación, coacción u hostilidad por causa de sus creencias ni ser obligado a declarar sobre las mismas. Por ejemplo, la crítica que se hace a quienes son “católicos vergonzantes” es una expresión de intolerancia democrática, un acto de hostilidad contra quienes deciden, en ejercicio de su derecho, mantener en el ámbito privado la naturaleza de sus creencias y las prácticas consecuentes, como que una norma de orden público garantiza que nadie puede ser obligado a declarar sobre su fe religiosa. La transparencia democrática es un límite liberal al Estado, pero es una aberración totalitaria exigirla a los creyentes.

Creyentes y no creyentes gozan de los beneficios de una misma libertad, pues pertenece a la misma calidad democrática el respeto a unos y a otros; y un límite sustancial impuesto al Estado es la expresa prohibición del artículo 24 constitucional: “El congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna”. Pero en materia religiosa, el Estado laico tiene un límite más contundente: su intervención está restringida a mantener el orden público y a la observancia de las leyes. Bien entendido este límite liberal al Estado, éste no puede promover la creencia ni la no creencia. Se tiene el derecho a creer y a no creer, a practicar un culto y a no practicarlo. Tal es la esencia del laicismo, diferente de los modelos de neutralidad o tolerancia religiosa de otros países. Tan contrario al espíritu del laicismo mexicano es que el Estado promueva actos religiosos como que promueva expresiones de ateísmo. Suponer que el laicismo moderno consiste en que un gobernante exprese libremente su credo religioso trae consigo un grave peligro: que otro gobernante exprese públicamente su ateísmo y promueva no creer y no practicar ningún ritual religioso. Por esta razón el laicismo implica la adopción de una virtud pública que puede llamarse prudencia, temperancia, sensatez o de cualquier otra manera. Si se pide al gobernante que no mezcle lo público y lo privado y que no exprese en un acto público su credo religioso, es porque tampoco nos gustaría que el día de mañana otro gobernante hiciera profesión pública de ateísmo.

viernes, 13 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (5)


12 de febrero
La noche pintaba el colorido de la largueza. La oscuridad era excepcionalmente delgada, de una textura tan fina como la hoja de la cuna de moisés que humildemente me da la bienvenida a la ciudadela interior. La oscuridad no era transparente –la luna estaba agazapada detrás de unas nubecillas grises y las estrellas fulguraban desanimadas– pero no era densa. Era una noche especialmente maniobrada para volar alto o para que ocurriera un milagro. Entonces vino la delación; no se puede saber el nombre del delator y no tiene sentido saberlo. Lo que importaba era la sensación de que estaba a punto de ocurrir un milagro. En la espera uno no sabe qué maravilla flota en el ambiente, a pesar de que el secreto ya estaba develado: el tiempo de la noche ha sido suspendido y nadie sabe cuánto durará esta pequeña eternidad. El nervio auditivo del corazón recibió el aviso. No se admiten pretextos como el de la hora de dormir; no se aceptan disculpas de cansancio, dolores de lumbago o agenda del día siguiente; no hay excusas, por honorables que parezcan, para tirarse a soñar en una caja mortuoria ni para agitar el líquido diabólico del buen dormir. En medio de esa noche eterna emergió luminoso de entre los papeles de notas un libro delgado que suele estar en la cabecera de mi mesa de trabajo: Adagio con una taza de té. Y en susurros brilla también el adagio de una sonata para piano de Schubert.

La fuerza de los poemas de Ludmila Biriukova contrasta con el labrado de cristal de su espíritu. Pero sería una imprecisión suponer que esa fuerza poética es un poder estruendoso que se impone al lector al modo como se fuerza a alguien a contemplar el paisaje desde una ventana cerrada. La fuerza, si tal es la palabra justa, es una dulce energía que trasmina el alma desde la primera línea, y el filtrado suave mantiene el pautado que durante muchas noches cinceló el cielo del quebradizo corazón de la poeta:

Soñaba que dormía
en el campo de la amapola roja.
Mientras tanto,
la suave tristeza penetraba otros espacios
hace mucho tiempo también olvidados.
Sentía lo dorado de los girasoles
y de los pinos azul verde, que competían.
De pronto. . . nieve.
Mucha nieve.


Conocí a Ludmila en octubre pasado. Es rusa por accidente y mexicana por occidente. Su voz es de agua. Los minutos de la espera fueron pensamientos, uno a uno. A ella se le reconoce porque entre la multitud es la única que simula que sus pasos pisan el suelo. La vi y me adelanté a recibirla. Su voz era la misma que había oído tantas veces por teléfono; pero ahora la voz estaba envuelta en su rostro blanco y tímido. ¿Siempre es triste la belleza? Más tarde, durante la cena, leí en voz alta tres de sus poemas, mientras Ludmila, como Sahska Cristo del cuento de Isaak Bábel, “tomaba el té junto a la mesa sin levantar los ojos al mundo de los vivos”. Ludmila se emocionó cuando mi voz quebrada lanzó al aire fresco que nos rodeaba esta llovizna de misterios:

El cielo se fragmenta y escurre
en pliegues grises que desbordan mi pasado.
En ausencia de estaciones claras
se desnudan
los fresnos en el templo del verano.

Dilato las miradas, persigo instantes
que insisto en retocar con esmero.
La luna, no se va sin despedirse antes,
inquieta por mis sueños.

Aguarda, temerosa, el desenlace
de mi bouquet en pena.

Ahora he leído los poemas de Ludmila con la suavidad de un adagio de Schubert, y con un grato sabor de luna salí a la calle a bendecir la noche oscura. De regreso, frente al espejo de mis sueños infantiles, supe que yo era el bendito:

Tiendo mis manos a lo más alto posible,
con la seguridad, padre,
de que empiezo a recobrar la vida.

Pensé en mi padre. Uno sólo recobra lo que ha perdido. En su doble sentido, he sido un errante. Pero esta noche larga bien puedo deletrear el sabor del alba:

Las últimas noches, padre, son de vigilia.
Me sumo a la tierra para sentir lo nítido de los
astros
sobre todo en la madrugada que borra las
distancias
cuando los sentimientos liberan su aleteo.

Y entonces brotó, suave y redentor, el único milagro posible de la noche: el llanto que escurre sin ninguna prisa.
Ludmila Biriukova con Inocencio Reyes Ruiz, Vitali Shentalinski y Jorge Bustamante (de pie)

miércoles, 11 de febrero de 2009

Memoria de gratitudes (4)



11 de febrero
El joven campesino comió en silencio la tarde de su partida a Estados Unidos a donde iba a ganar dinero. Su mujer, una jovencita de unos veinte años, de mirada triste pero sensual, iba y venía con una o dos tortillas calientes, todavía infladas. Nada dijeron y nada se dijeron. Ella no tuvo el valor de evitar lo inevitable, y menos de preguntar nada. Tres años antes, casi de recién casados, él se fue a trabajar dos meses a la ciudad de México. ¿Cómo decirle ahora que no se fuera? ¿Cómo explicarle que en las noches su cuerpo quedaba tan liviano que se le escapaba por el ventanuco del cuarto y en el aire caliente del desierto se pulverizaba en chispas de una soledad más árida que la tierra de la parcela? Este tipo de cosas no se le dicen al marido. Y menos cuando se trata de la lucha por la vida.


El joven campesino regresó cinco años después. Había mandado algo de dinero, que apenas alcanzó para el tratamiento de una infección pulmonar que ella padeció durante un año. Sin embargo, el dinero que traía consigo no era poco, y la vida de la pareja continuó su curso. Ella no dijo nada. Notó el cambio pero no dijo nada. Las partículas desperdigadas de su cuerpo se reencontraron, y por el mismo ventanuco por donde se fugaron entraron al cuarto y se posaron en una cama perfumada con talco para niños. Una tarde, cuando él regresaba a su casa después de vagar por el monte común, una vieja en el camino susurró no sé que arguendes y desvergüenzas de su mujer. Al llegar a su casa, se lo comentó. Ella, sin inmutarse, sólo dijo: “Hay que dejar que la gente hable y el río corra”. Y pensó: “¡Como si yo fuera la única!”. Nada más se dijo del asunto. Y él decidió no hacer caso a las murmuraciones de la comunidad.
Cierta tarde, tirados en la yerba del monte común, él quiso explicar, justificarse, contarle que su presencia junto a ella no era cosa de maldad o abuso. Pero ella no lo dejó empezar, intuyendo quizá lo que el joven campesino quería decir. Ella, sin mirarlo, dijo: “El azul del cielo mejor lo dejamos allá arriba, para que siga bonito”. Él le besó los labios y ella abrió su piel para que él entrara libremente por cada uno de sus poros humedecidos por el calor mortecino de la tarde agonizante.


El dinero ahorrado se terminó pronto y unos días después el joven campesino partió rumbo a Estados Unidos a ganar dinero.


(Existe una época en la vida, escribe Robert Musil, en que ésta se hace notoriamente más lenta, como si dudara entre seguir adelante o cambiar de dirección. Puede ser que en esa época ocurra más fácilmente una desgracia).


Así fue el tiempo para ella. Muchas veces deseó que la lentitud de la vida fuera interrumpida por una desgracia. “Si por lo menos se acabara el mundo”, pensaba con un amargo deseo de esconderse de las miradas de las grietas de la tierra árida. Se cuidó de no mirar el sol y de no permitir la entrada de la luna a su cama sin aroma. Cubrió el ventanuco de su cuarto con una manta negra y gruesa y se sentó a esperar, incondicionalmente, a su joven campesino.


Foto: Imogen Cunningaham, La cama deshecha, Plata sobre gelatina, 1957.

A los tres años el joven campesino estaba de vuelta. Ella nada dijo al verlo tan cambiado. “La culpa es de Estados Unidos”, pensó. Él besó su frente y ella lo abrazó entre sollozos. Un instante después, ella balbuceó un “Perdóname”. ¿Cuántos años tenía sin llorar? No le importó. Recordó que la semana anterior a su casamiento su llanto fue caudaloso y duró hasta un poco antes de salir al templo. Lloró tanto que decidió que ya había llorado por adelantado, por todo lo que le tocaba llorar en la vida. Ni una lágrima asomó a sus ojos la tarde cuando su padre fue aplastado por la piedra que se derrumbó del monte común. Tampoco lloró el día que su madre fue lanzada al aire desde la caja de una camioneta vieja de redilas.


El joven campesino se sintió el más ruin de los hombres al ver el llanto de la mujer. Pero ese “perdóname” dicho por ella le caló profundamente, sin duda porque entendió lo que significaba.


El joven campesino era más alto y se veía más viejo. Sus ojos se movían con más rapidez, sus labios habían ganado en grosor y su piel se había blanqueado. “Ten el dinero que te mandaron”, dijo él con gran pena. Ella dejó los dólares sobre la mesa y se fue a la cocina a preparar la comida. Los días siguientes estuvieron juntos todo el tiempo. Las tardes las pasaban acostados entre la yerba del monte común. Hablaban pero no se hablaban, como si cada quien por su lado pensara en voz alta.


Una semana más tarde, cuando él bajaba del monte común, un torrente de machetazos le tasajeó el vientre y la espalda. En la comunidad nadie sabía quién era el muerto y las investigaciones policiales resultaron infructuosas. Se trataba de un desconocido. Nadie reclamó el cadáver, y transcurrido el plazo legal fue enterrado en la fosa común del cementerio de la cabecera municipal.


Cuando ella se enteró del asesinato, ya no salió de su casa. Se preparó para esperar a su marido. Ya eran ocho años. La última vez que lo vio fue el día que se fue a Estados Unidos a ganar dinero.

Este breve relato está basado en un hecho ocurrido hace unos veinte años. Mi memoria lo convirtió en recuerdo gracias a la lectura del cuento Grigia de Robert Musil, que aparece en su obra Tres mujeres.



Memoria de gratitudes (3)

10 de febrero

Hay una violencia doméstica claramente distinta a la de hace cincuenta o más años. La diferencia está en el móvil. Es falso que, independientemente del móvil, el resultado sea el mismo (no todos los golpes duelen igual, aunque sean con la misma fuerza y en el mismo lugar), como que no es lo mismo el castigo que se impone con conocimiento de causa y es proporcional a la falta, que el que se impone sin causa, sin instrucción y sin juicio. En el pasado la violencia que se ejercía contra los niños se fundaba, en general, en una motivación educativa o formativa; los golpes físicos llevaban regularmente la honorable intención de educar a los hijos.

La violencia psicológica, tan común en nuestros días, estaba reservada para las clases altas y más o menos cultivadas, para todos aquellos padres a quienes el estudio les había proporcionado métodos más perversos de herir a los demás: la ironía, las miradas, los silencios, las comparaciones sutiles. Algo así como el padre de Kafka.

La familia autoritaria producía hijos autoritarios. Sobre este punto abundó, con su genio racional, Bertrand Russell. Pero el fracaso de la educación autoritaria no fue absoluto.

Los padres castigadores o golpeadores de sus hijos lo hacían convencidos de que castigar y golpear formaba parte del proceso de formación de la niñez. No hay justificación racional ni moral para golpear a un niño, pero la violencia tenía una causa visible tanto para el padre que castigaba como para el niño que recibía el castigo. En términos generales, había un solo juez, y lo más admirable de las familias tradicionales era que la madre solía convertirse en abogada defensora, dejando de lado los múltiples roles que podía jugar: testigo de cargo, parte acusadora, jurado, juez de instrucción, juez de sentencia y carcelera. Excepciones a la regla de la madre que aboga por su hijo frente al poder o autoridad del padre y suplica clemencia o misericordia para el pequeño, siempre las ha habido. Son despreciables las madres que amenazaban o amenazan al niño con acusarlo con el padre: “Ya verás ahora que llegue tu padre”, que de suyo lleva una carga de violencia más dañina que el castigo mismo. El paso de la familia tradicional a las modernas modificó radicalmente el castigo a los niños. La revoltura de roles, la diversidad de las familias, la violencia del medio y la frustración de las clases medias son algunos elementos del cambio.

La violencia actual contra los niños ha proscrito del lenguaje y de las convicciones la educación de los hijos. La violencia que sobre ellos se ejerce ha dejado de tener, por decirlo así, un móvil honorable. La violencia de hoy parece más un acto de venganza, un desquite. Alguien tiene que pagar los platos rotos. Por eso la violencia doméstica de hoy se diferencia de la antigua por el grado de complejidad que la provoca. La ambigüedad es una rama del árbol de esa complejidad y consiste en que el niño no sabe con mediana precisión cuál es la falta que se castiga y debido a qué inexplicables motivos una falta más grave no merece sanción. La ambigüedad con que se castiga a un niño ha dejado de tener la virtud de la proporción entre infracción y pena. A veces se infieren golpes duros por una nadería y en otras esa misma nadería es motivo de celebración. ¿Quién entiende a los padres? La violencia ha mutado el papel del violento y del violentado. El castigo no está en proporción con el hecho sino con caprichoso estado de ánimo del padre o la madre.

Me cuenta un amigo que un estudio sobre la violencia contra la niñez en Querétaro ofrece un resultado sorprendente: el índice más elevado de violencia física y psicológica la ejercen madres universitarias y mujeres oficinistas de clases medias. Parece que en la actualidad en una persona se depositan todas las funciones: fiscal, testigo, juez, verdugo y centro penitenciario. Además, claro, de salir a ganarse la vida y soportar la violencia de todos contra todos.

La traición de los militantes


Se ama de un modo especial lo que es propio, sea o no de nuestra propiedad. Lo que es propio no lo es sólo porque un documento lo haga constar; lo es porque de manera voluntaria uno decide situarlo en la esfera de lo que nos pertenece, no importa que la pertenencia no sea exclusiva, es decir individual o familiar. Una flor en su esplendor, una hormiga incansable que acarrea una brizna silvestre, un paisaje maravilloso, una montaña majestuosa o los ojos grandes y profundos de la de la mesa de enfrente, todo eso es susceptible de apropiación, de un goce que nadie nos puede negar o impedir, ni siquiera la ceguera. Objetivamente hablando, de todas esas maravillas puede gozar cualquiera que decida apropiárselas.

La política es una de esas temibles maravillas que podemos hacer propias sin que sean propiedad de nadie, por más que regularmente sean unos pocos los que piensan y actúan como si la tuvieran escriturada ante notario e inscrita en el registro de la propiedad. Por eso se dice que la política, la única actividad verdaderamente común, es tan importante que no debemos dejarla en manos de los políticos. Pero igualmente se puede decir de las leyes. Por razones históricas y culturales tanto como por otras de índole natural y artificial, las leyes son como en su tiempo fueron los nobles para los campesinos más pobres: existían pero no los habían visto. También nosotros sabemos que hay leyes y que hay que obedecerlas, pero nadie las conoce, las aprecia, las respeta o les teme. Esto último es lo más grave para la vida de una democracia: perder el temor a las leyes es perder el temor al poder del Estado.

Las leyes no se respetan porque no son nuestras. No sólo no nos definen o nos explican; tampoco nos ayudan. Todavía hay algo peor: no las entendemos. Y si no las entendemos, no nos pertenecen. Y no nos pertenecen porque no las conocemos. Sabemos que existen, que son muchas, que lo regulan todo, pero desconocemos las más elementales de ellas, las de la convivencia inmediata. En su artículo de esta semana, Jesús Silva-Hérzog Márquez reflexiona sobre una realidad más peligrosa de la que comento: la ley ya no regula; ya no es el árbitro neutral en la competencia por el poder. Ahora también juega. Las reformas electorales se aprobaron como una venganza contra las poderosas televisoras mexicanas, y ahora éstas, con fundamento en las mismas reformas, están cobrando revancha. Las leyes como producto del odio y el odio como respuesta al odio. Todo dentro de la ley.
En un mismo plano se sitúan los partidos y las empresas televisoras: tú me la haces, tú me la pagas. Entonces el círculo vicioso se pone a rodar y los que tienen el poder de romperlo son los mismos que están rodando en la esfera de los odios y las revanchas. La supremacía del Estado queda en entredicho y el rencor original no sólo no consigue cumplir con su obligación de hacer que se cumplan las leyes, sino que se sienta frente al tablero donde los poderes reales (los empresarios de los medios de comunicación) los ponen en jaque en la primera jugada.

No hay una separación, dice Silva Hérzog-Márquez, entre quienes aprueban las leyes y los partidos políticos. Si los legisladores no responden a sus funciones constitucionales (deliberar y decidir mayoritariamente en nombre y representación de la población: la razón democrática en sentido estricto), menos responden a una razón democrática en sentido amplio: las leyes son generales y su base debe ser la generalidad, no la revancha partidista. Esta obviedad no la comprenden los legisladores, por más que sus declaraciones y discursos recurran a las frases hechas acerca de la naturaleza de las normas jurídicas y el interés de la población.
Pero entonces es preciso volver al inicio del problema: los partidos. A pesar de ser las instituciones más rechazadas por la población, su poder excede los límites de la intermediación que les otorga la Constitución. Los partidos son medios, no fines. Sin embargo, su poder no se limita a cumplir sus funciones de ser organizaciones de ciudadanos, de ser los medios para que los ciudadanos accedan a la representación, de ser los principales difusores de la cultura democrática. En los hechos no son organizaciones de ciudadanos sino de dirigentes, que sólo formalmente son ciudadanos; son medios para que los ciudadanos accedan al poder público representativo, pero la intermediación exige el costo de una lealtad irracional, por encima del sentido común y de los intereses sociales; no difunden los valores democráticos ni contribuyen a la formación de una mínima cultura democrática, sino lo contrario: fomentan la anti política; sus pleitos improductivos desalientan la participación ciudadana; sus discursos son huecos y los hechos los contradicen. Tal es la paradoja de los partidos: su obligación es interesar a los ciudadanos en la política pero en la práctica logran que los ciudadanos se desentiendan cada vez más de los asuntos políticos. ¿Qué caso tiene?, se oye en todas partes.

Se aprecia y se respeta lo que es propio, no lo que es de otros, sobre todo si eso que es de otros pertenece a la estratósfera. Por eso me gusta recordar una anécdota que cuenta Julien Benda en sus Memorias sobre la ley, que en la Francia de Benda (autor de la obra polémica La traición de los intelectuales) no merece a los franceses ningún respeto. ¿Por qué en Inglaterra es distinto? ¿Por qué los ingleses tienen apropiadas sus leyes y la gente las conserva como ese tesoro común que les da seguridad, certeza, certidumbre y orgullo? Es muy sencillo, le responde el amigo inglés: “Nosotros partimos del principio de que somos nosotros quienes hemos hecho las leyes, de modo que al obedecerlas nos obedecemos a nosotros mismos; ustedes tienen la sensación de que la ley está hecha por el Estado, al que ven, incluso cuando están en democracia, como algo diferente de ustedes, y al que encima consideran un enemigo del que tratan de librarse”.

Benda critica ese modo francés de no respetar las conveniencias de los demás. Recuerda la explicación de un filósofo inglés (¿de dónde si no?) de que la clave de una sociedad educada radica en que sus miembros practiquen la “limitación recíproca de sus esferas de actividad”.

En México no sólo no tenemos la sensación de que los más sencillos y elementales reglamentos son nuestros, sino que incluso tenemos, respecto de cualquier norma jurídica, una desconfianza largamente forjada. Las normas pequeñas y grandes no nos reflejan, son ajenas, de otro mundo; por eso no las sentimos propias o apropiables. Lo grave es que en México las leyes no las aprueba el poder legislativo: las cocinan los partidos a través de sus fieles en ese poder.

¿Sentimos que los partidos políticos son nuestros? Para nada. Ellos son los principales responsables de que la política sea despreciada y despreciable. En México cuando los ciudadanos se inscriben en un partido pierden por ese hecho la ciudadanía real. Se transfiguran. Sufren la patología política llamada despersonalización ciudadana. Se despojan de su pertenencia común y algunos, los más imbéciles, declinan de sus virtudes privadas sin aprender las virtudes públicas. Obedecen sólo a dirigentes y gobernantes. Representan la traición de los militantes. Sólo cuentan los intereses del partido. No cuentan los electores ni las razones comunes. Y suele ocurrir, en casos críticos, que pierden la conciencia de finitud.

Nuestros legisladores, generalmente ignorantes y sumisos, son unos traidores a la comunidad, no tanto por su incompetencia en la técnica y ciencia legislativa cuanto por la renuncia a su ciudadanía.