A José Reyes Baeza Terrazas
Un error común a la hora de definir a los norteños es clasificarlos en una misma carpeta. En la realidad, la gente de Chihuahua se parece tanto a la gente de Sonora como los ingleses se parecen a los de Tombuctú. Las diferencias son profundas, pero para notarlas se requiere algo más que leer tratados eruditos de historia general. Los libros dicen muchas pero no hablan. Y oír, en el caso de los chihuahuenses (igual que en el caso de los de Tombuctú), es el modo más seguro de percibir, siempre con las reservas del caso, las sutilezas del lenguaje, las tonalidades, las expresiones comunes, las ideas, los sentimientos; con ellos, los movimientos corporales, un humor que se despliega al ras del piso, generalmente desprovisto de artificios y segundas intenciones, unas preguntas de apariencia ingenua pero su dentro llevan escondida la clave de las respuestas, y una amabilidad natural deshabitada de configuraciones barrocas.
El cine, sin embargo, contribuyó en buena medida a uniformar la imagen del norteño, creando como modelo el personaje franco, dicharachero y espontáneo del regiomontano. Pero la gente de Chihuahua escapa, incluso en una primera vista y oída, a la ruindad pueril de Fernando Soler y a la obediencia entripada de Pedro Infante. El personaje del norte de Tamaulipas, en este caso representado por Eulalio González “El Piporro”, no existe en Chihuahua de la misma manera que no existe en Oaxaca. El cine no nos dio un personaje prototipo del chihuahuense, acaso porque no es sencillo caracterizarlo, acaso porque la llaneza cultural de la gente posee un interesante caudal de puntos finos que no se captan fácilmente, acaso porque la historia de Chihuahua posee una peculiaridad que la distingue del resto de sus vecinos de Sonora, Sinaloa, Durango y Coahuila, y de los estados del sur de Estados Unidos, Texas y Nuevo México. El asilamiento del estado es quizá la primera de las claves que advierte el historiador cuando se adentra en los vericuetos de su conformación social y cultural, al menos desde que Álvar Núñez Cabeza de Vaca se encontró rodeado de conchos y rarámuris hace cerca de quinientos años. La historia de Chihuahua es, en muchos sentidos, la historia del aislamiento, así del centro y sur del país como de sus vecinos distantes. La paradoja es que el aislamiento produjo en Chihuahua una cultura liberal-individual y democrática más poderosa que en el resto del país. Ser libre en Chihuahua tuvo siempre un referente empírico: ser libre es frente a algo o alguien. La retórica no estuvo en el trívium cultural de los chihuahuenses.
En Chihuahua el tiempo transcurre de otro modo. Así fue su historia. Mientras en el centro del país la Conquista se tiene por concluida en 1521, en Chihuahua la conquista sólo concluyó en 1886. Del tema conversé con Enrique Krauze el día que lo conocí, precisamente en la capital de Chihuahua, en 1986. El ensayo de Krauze Chihuahua, ida y vuelta, incluido en Por una democracia sin adjetivos, da cuenta de la ignorancia que padece el centralismo cultural mexicano (“más grave que el centralismo político y administrativo”, dice Krauze) que se mantiene hasta nuestros días: en México sabemos casi nada del México septentrional. La ignorancia nos ha impedido ver las profundas diferencias de ese estado con los demás y en el contraste intuir la propia identidad, una identidad plural. Creo, con Krauze, que no basta ir a los libros o a los archivos. Es imprescindible palpar la vida. Palpar significa, sobre todo, oír las voces. El lenguaje no lo es todo, pero en el caso de la gente de Chihuahua es una de las hebras de su madeja cultural. Y oír con cuidado proporciona un primer acercamiento: la conciencia de individualidad y de libertad y la noción de autogobierno no son en Chihuahua abstracciones de las que somos tan proclives en el centro del país. Afirmar que en Chihuahua la gente es eminentemente práctica es no decir nada, pues en ninguna otra parte del país prevalecen, genuinos y arraigados, los valores de nacionalidad, patria, historia, orgullo regional. No hay contradicción o paradoja en el hecho de que la idea colectiva sobresaliente sea la del progreso, acaso porque allá las buenas ideas lo son porque son útiles. Esto quiere decir que los grandes choques de valores o la contradicción entre grandes principios no tienen allá el halo dramático y hasta trágico que tienen en el centro del país. En Chihuahua, recuerda Krauze, no hubo Reforma liberal por la muy sencilla razón de que allá no había conservadores: todos eran liberales. Pero antes no hubo Independencia Nacional porque la guerra contra las invasiones apaches duró todo el siglo XIX; pero la Revolución Mexicana tuvo allá una dimensión peculiar: en Abraham González, Pascual Orozco y Toribio Ortega se dio una conjunción casi perfecta de voluntad soberana de estado, liderazgo popular y conciencia campesina. En los hechos, los bárbaros del norte resultaron ser, durante la segunda mitad del siglo XX, la sociedad que más aprecio tuvo por los valores democráticos (desde las viejas batallas por el respeto al voto hasta la actual lucha que libran los chihuahuenses contra las bandas del narcotráfico). La abrupta y escarpada Sierra Tarahumara, que durante varios siglos fue la región donde se libraron miles de guerras contra la barbarie humana y la bárbara naturaleza, mudó su sede a la frontera más grande del mundo (más de tres mil doscientos kilómetros), al corredor migratorio más numeroso, conflictivo y violento de la humanidad. Si los ocho estados fronterizos fueran un país, sería la tercera economía mundial, después de Estados Unidos y Japón.
El azote del narcotráfico en la frontera de Ciudad Juárez es uno de los epicentros de un fuerte temblor cuyos efectos afectan al estado y al país. No deja de ser un hecho inaudito que el aislamiento de Chihuahua siga siendo un agravio que el centralismo fiscal y judicial le infiere a la política, a la economía y a la sociedad del estado. Sin poder legal para combatir la plaga, sin recursos suficientes y sin el respaldo político y moral las instituciones públicas y sociales del país, Chihuahua se desangra por la disputa de la frontera entre bandas de narcotraficantes. La corrupción de las instituciones federales y la quiebra del fuero federal limitan el despliegue natural y político de los esfuerzos locales. En agosto del año pasado hubo una matanza en Creel, en un salón de fiestas. A los dos meses, la propia gente del lugar identificó a los asesinos y los lugares donde se escondían. La información llegó pronto a las autoridades competentes: la PGR, la AFI, la PFP y demás siglas recicladas. La respuesta no dejó lugar a dudas de la ineficacia: no había agentes para la detención ni lugares para encarcelarlos. Junto a la corrupción del fuero federal, la pachorruda incapacidad para investigar los miles de crímenes del narcotráfico en todo el país. Y otra vez, como tantas en su historia, Chihuahua sufre un azote que combina su situación geográfica y el centralismo político, económico y cultural del país. Pero sólo en Chihuahua se ha puesto en marcha un sistema de justicia moderno que conjuga a la vez eficacia y respeto a los derechos humanos, modelo que no ha sido del gusto de los tinterillos del autoritarismo.
En una certera crítica a El laberinto de la soledad, el crítico chihuahuense Alfredo Espinosa escribe: “Con los norteños, Paz hubiera avanzado en sus teorías sobre la otredad. . . Pero otra vez, el (in) justo medio, el centro, fue la medida de todas las cosas: el defeño como paradigma de lo mexicano”. Coincido con Alfredo: el homo videns mexicano refleja una pobrísima visión del país: México es el D. F. y el Estado de México. México es Calderón, los secretarios, el congreso, Ebrard, Peña Nieto, Slim, Dresser, Krauze, López Dóriga y la familia peluche. Lo demás, salvo la nota roja, no existe.