La multitud de especialidades médicas es un pálido reflejo del ocaso de los médicos.
La primera frase de este texto se puede decir con una paradoja: mucha medicina y pocos médicos.
Esta puede ser una buena conclusión de los dos libros del médico polaco Andrzej Szczeklik: Catarsis: sobre el poder curativo de la naturaleza y del arte (2010) y Core: Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda el alma de la medicina (2012), publicados por Acantilado, agotados en un suspiro.
La primera llamada, en Catarsis, es el prólogo de Czesław Miłosz (1911-2004), Premio Nobel de Literatura 1980. Escribe Miłosz:
Las abundantes referencias a la literatura de los siglos pasados constituyen otro gran aliciente del libro. Por ejemplo, Szczeklik cita a Petrarca, quien hace quinientos años sostenía que si de un millar de enfermos pusiéramos a la mitad de ellos en manos de los médicos, abandonando a su suerte a la otra mitad, éstos tendrían más posibilidades de sanar que aquéllos. . . algo se ha avanzado desde los tiempos de Petrarca, pero no mucho.
La otra llamada, la de Core, es el prólogo de Adam Zagaweski, quizá el mejor escritor polaco con vida; poeta, prosista y ensayista de la Polonia desangrada por los totalitarismos nazi y soviético. Zagaweski escribe:
Qué gran suerte que podamos todavía encontrar a un autor que lea a Dante, que entienda (y comparta) las cuitas de antiguos y nuevos poetas, que, sin dejar de ser un lector erudito y humanista, nos ayude al mismo tiempo a acercarnos a la complicada estructura de la moderna teoría médica.
Los dos prologuistas son polacos, aunque sus lugares de nacimiento son actualmente territorios de Lituania y Ucrania.
Desde las primeras páginas de los libros de Szczeklik fulgura la amplísima cultura médica, literaria e histórica. A fin de cuentas, él es médico. Es decir, su profesión, su oficio, su pasión y su vida es el trato con el enfermo y las enfermedades. En Szczeklik palpita el clamor de Solzhenitsyn: “¡Es horrible este método tan impersonal de tratamiento!” (Pabellón del cáncer. Tusquets, 1993).
Un mérito narrativo de Szczeklik es la sencillez con la que le explica al lector la complejidad de los asuntos que hoy ocupa a biólogos, físicos y médicos. Ya se sabe: los trasplantes, la clonación, la cuántica, las células madres, la mutación de virus y las enfermedades antiguas que reaparecen misteriosamente. Junto a esto último, la cultura clásica del autor, de los chamanes siberianos al tránsito de la curandería a la medicina, mostrando con una prosa serena y omnicomprensiva la presencia del pasado en la más elevada de las investigaciones científicas de nuestro tiempo.
El médico Szczkelik fue un gran médico (falleció hace poco más de un año, el 3 de febrero de 2012) y esa esa grandeza humana sólo tenía un desenlace: buscar la verdad y escribir pensando en el enfermo –y en el lector, que también lleva en el alma el miedo a la enfermedad, al dolor, a la muerte y, de un modo horrísono, a los médicos.
Porque Szczeklik dedicó su vida a la medicina. Digámoslo mejor: fue médico. Trabajo como médico, investigó, experimentó, pensó. Tuvo tiempo de sorprenderse de los grandes saltos curativos de miles de años de enfermos y enfermedades, y le maravillaron los avances de la medicina actual, pero manteniendo siempre ese escepticismo del que es capaz de guardarle un gran respeto al misterio. Al alma.
Así concluye Core:
Las enfermedades cambiarán: las de hoy se esconderán en las sombras y serán sustituidas por otras nuevas. Algo nos dice que seremos capaces de arreglárnoslas, de vencerlas. De esta forma de pensar seguramente sea responsable el positivismo, que vio en el avance de la ciencia una garantía de poder solucionar los problemas y las cuitas de la humanidad. . . ¿acaso podemos tildar los logros de la medicina de otra manera que no sea de asombrosos. Sí, pero ¿nos acercan a conocer el alma? De momento no lo parece. ¿Cómo vamos a conocer aquello que hemos desterrado al reino del no-ser, negándole el derecho a la existencia? El alma y la muerte. Primero expulsamos de nuestra lengua y pensamiento al alma, a lo inmortal, y ahora, en nuestro pensamiento, en nuestras conversaciones, en la vida cotidiana, silenciamos la muerte. Nos sumergimos en el presente. Vivimos un reality show, en un talk show, incluso nos inventamos una nueva vida en un mundo virtual. . .
Hoy se habla hasta la náusea de enfermedades y médicos, pero la muerte es un tema de mal gusto en las conversaciones. Recordé lo que una humilde campesina de Tracia le pregunta al desterrado Ovidio en la novela de Vintilia Horia (Dios ha nacido en el exilio. Diario de Ovidio en Tomis. Ciudadela, 2008): “¿por qué los romanos le tienen tanto miedo a la muerte?” (citado de memoria).
Szczeklik escribe que hace cincuenta, cien, quinientos años, a los muertos no había que buscarlos en los cementerios. Recuerda los paseos en un pueblo de las montañas en el sur de Polonia. Sonaban las campanas de la iglesia y del monasterio. De la parroquia salía el cortejo fúnebre, a la vista de todo el pueblo. Hoy –lamenta– el pueblo ya no le da la despedida a los muertos, a sus muertos. Ya no hay cortejo fúnebre ni el sonido triste de las campanas.
Me tocó ver esas despedidas. Del templo salía la carroza; detrás, a pie, los familiares y amigos en la procesión que acompañaba al difunto hasta el cementerio. Entre la gente pobre no había carroza sino hombros fibrosos de amigos y familiares que cargaban la caja durante el trayecto. El último tramo era una calle con camellón a la que llamábamos “La calle del panteón”, en la colonia Cimatario, aunque la calle tenía y tiene el nombre oficial de Luis M. Vega, de quien nadie sabe nada, salvo que es probable que esté muerto.
En Core el médico Szczeklik narra los últimos días de vida del poeta y ensayista Czesław Miłosz, que ya había superado los noventa años. Sufría repetidos episodios de alteración de la conciencia. Luego de cuatro días en la inconciencia, abrió de repente los ojos y, con una sonrisa feliz, le dijo al médico Szczeklik: “Pero qué nurseras más guapas tiene aquí, doctor”. Según nuestro médico, las palabras parecían haber afluido de dos zonas distintas del cerebro, de las dos lenguas en las que vivía, para encontrarse en una frase clara aunque inesperada, la primera que pronunció en muchos días. “A esa sonrisa que cruzó como un rayo de sol la lívida cara del enfermo seguramente respondería con sonrisa otro poeta, al ver cumplidas sus palabras: ‘Lo bello es una dicha para siempre: su hermosura va en aumento/y nunca se abolirá en la inanidad’”.
“Profesor –le dije– no tengo nada que hacer aquí: usted está sano”.
“No sé si me oyó, creo más bien que se quedó dormido, pero a mí me quedó su plácida sonrisa de felicidad.” Czesław Miłosz falleció unos minutos más tarde.
De la relación del médico y el enfermo se ha escrito abundantemente, desde que hace miles de años la música dio origen a la medicina, a la geometría, a las matemáticas. Sobre la verdad que debe decirle el médico al enfermo recuerdo el libro Tiempo, espacio y medicina de Larry Dossey, pero son mucho más claras y sencillas las palabras de Claudio Magris en Cómo decir la verdad, incluido en La historia no ha terminado (Anagrama, 2008).
Szczeklik era sin duda un buen médico. Estudiaba, pensaba, curaba, se estremecía, paliaba –utilicemos las palabras de Jéan Amery– el último salto. Tal vez sentía lo mismo que otro médico célebre, el incomparable Chéjov, que contaba su vida en once palabras: “La medicina es mi esposa legítima; y la literatura, la ilegítima”.
¿Acaso no es paliativa toda la medicina? ¿Acaso curar no es el conjunto de modos de paliar? Szczeklik nos recuerda que el nombre viene del latín “palliare” (cubrir), “pallium” (abrigo): “cubrir con un abrigo a los enfermos desahuciados, a los que la medicina dirigida a la curación ya no puede ayudar”. Pero ¿no es la medicina paliativa el acto médico de cubrir al enfermo con el abrigo de su presencia, de la mano, de la palabra? ¿No es en este caso enteramente visible el alma del enfermo que, invisible, traslada sus valores humanos a las manos y las palabras del médico?
Jeanne Bloy, esposa del escritor León Bloy (el genio depredador de los imbéciles), escribió que su marido lanzó su último suspiro en compañía de los suyos: “¡Benditas sean las dulces manos que nos rodean en nuestra última hora y que hablan cuando las palabras callan!”
Andrzej Tadeusz Szczeklik falleció el 3 de febrero de 2012. Por la cantidad de gratitudes que sembró en el camino, no tengo duda de que tuvo a su lado las dulces manos que hablan cuando las palabras callan.
Observar, auscultar, dar golpecitos, palpar,
ir zarandeando los males hasta dar con su espíritu,
prestar oído a lo efímero para hacerle espejo.
Ay, comprender cuán sencillo puede ser lo complejo.
(Epígrafe de Core)
Szczeklik concluye Core con lo que bien puede ser su legado de valores humanos ahora que tenemos encima el ocaso de los médicos:
Y el médico, sin prestar atención al temor del enfermo (ni al suyo propio), sabiendo lo poco que sabe (siempre demasiado poco), le dice: “Estoy a tu lado, juntos miraremos al peligro a la cara”. Y en ese momento habrán de caer todos los velos con los que nuestra mente ha ido adornando el alma durante siglos. La niña, Core, se nos presenta en la pupila del enfermo. Sale a la luz, clara y nítida justo en el momento en que escucha nuestra llamada: “Estaré contigo. No te abandonaré. No te quedarás solo”.
Quiero creer, que ante la mirada la muerte, Szczeklik pudo leer, a modo de grato recuerdo de su adolescencia en la montaña, el Pan Tadeusz (1834), el poema épico de Adam Mickiewicz.
Querétaro, 1° de mayo de 2013.
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