Aún nos parece una ficción risible la extraña costumbre de los laputienses de construir sus casas y edificios empezando por arriba, por el techo del último piso, no por los cimientos que se hunden en el suelo.
En otra parte escribí que los cerros, las montañas y los valles tienen dos tipos de cimientos, uno visible (que nadie ve) y otro invisible (que nadie imagina). Los árboles, los arbustos, las piedras, los matorrales, los sembradíos, los yerbajos y la flora y la fauna son los cimientos que sostienen los cerros, las montañas y los valles.
El agua infiltrada es el cimiento estructural de esos cerros, montañas y valles. ¡Vaya, no es necesario ser ecologista para saber que las ciudades no se mantienen en pie gracias a sí mismas!
El lector de los viajes de Gulliver que no es capaz de descubrir el secreto del método laputiense de construir de arriba hacia abajo es un mal lector. No es capaz de imaginar que la construcción de casas y edificios empezando por el techo es una sátira a los partidos políticos que debaten si el trazado de las líneas rectas debe hacerse en círculos concéntricos (la derecha) o en espirales de alambres de púas que se enreden en el “Pueblo”.
Sin embargo, también es una metáfora de la naturaleza, que está sostenida por cimientos que se posan sobre el suelo, no enterrados en el suelo, con la insustituible estructura interior a la que llamamos “agua”.
Mi reflexión sobre esta obviedad natural y humana surgió en el momento en que recibí en mi correo electrónico las imágenes de los ahuehuetes chamuscados en Tequisquiapan.
El ahuehuete, que en náhuatl significa “árbol viejo de agua”, sólo existe en México. Son árboles esponjados que aspiran a la majestuosidad (recordar el Árbol del Tule en Oaxaca). Sin los cimientos de agua, los ahuehuetes se convierten en fantasmas de troncos descortezados, cloróticos de estilo, raquíticos o cacoquimios.
También recordé el caso del Tángano y la defensa civil de esta reserva natural. Contrariado –me lo contó un testigo–, el gobernador Francisco Garrido comentó que en el terreno había puros huizaches, que era un lagartijero, y agrega que luego se río con esa sonrisa idiota que tenía –y, supongo, aún tiene.
Me vino a la memoria el poema Fuga de la muerte de Paul Celan, una demostración de que los hornos crematorios de los campos de concentración nazis sí tienen, contrariamente a los que muchos pensaron, una explicación racional y una justicia poética.
Leche negra del alba la bebemos en la tarde
la bebemos al mediodía y en las mañanas la bebemos en la noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no es estrecho.
Cementerio de Ahuehuetes
Nada se compara al terror del exterminio nazi de judíos, pero las tumbas en los aires es la imagen más exacta de los ahuehuetes quemados: cavamos sus tumbas hacia arriba; el humo fúnebre ensombrece el cielo de las ciudades como una esquela de lamentos inaudibles; los ventarrones escupen destinos siniestros, sólo para toparse con oídos sordos, con ojos empañados por los artificios luminosos del progreso, a gobernantes destornillados que ofician los dogmas de la sustentabilidad, la competitividad y la globalidad, ajenos por completo al piso erosionado donde posan sus sebosas estupideces.
Cavar tumbas en los aires no es una forma bonita de describir el horror. Es el horror mismo. Lo extraordinario nos parece inexplicable, acaso porque nos queda el consuelo de creer que la naturaleza es caprichosa y que las personas nada tenemos que ver con los berrinches naturales.
Cementerio de Ahuehuetes
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