Yuri Andrujovich es un joven escritor ucraniano (1960) que va sumando lectores en casi todo el mundo, incluso en español.
Vivía en Moscú, en un viejo y derruido departamento donde vegetaban, hacinados y hambrientos, escritores de todas las nacionalidades de la URSS: uzbecos, chechenos, daguestanos, judíos, georgianos, kirguises y muchos otros.
Una noche de viernes a sábado Yuri soñó que estaba cenando con el rey de Ucrania y Emperador de todas las Rusias. Están sentados frente a frente en una mesa bien servida en una galería barroca de piedra azul, en la que aparece de vez en cuando una legión de criados, la mayoría hindúes o chinos.
Yuri se dirige al rey de tú a tú, sin caravanas ni caras vanas.
“Su gracia Real, Soberano y Señor de Rusia-Ucrania, Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Koziatin, Sultán de Todos los Etcéteras”:
– ¿No os gustaría quedaros para siempre en las tablas de la ley de la memoria universal?
– No estaría mal –dice Oleko, Soberano de Todos los Etcéteras– Pero ¿cómo?
– Pues de la misma manera –dice el poeta– con la que todos los reyes han conseguido siempre la gloria eterna.
– ¿Te refieres a las guerras? –infiere el rey de Rusia-Ucrania-Kazán-Caucasia-Anexas.
– Nada de guerras, mi Gran señor y Gobernador de este gran reino donde vivimos los suertudos.
– Entonces, con leyes y decretos, firmando tratados internacionales, con industrias aeroespaciales y delincuentes de alta escuela, pues en el reino el único raterillo que tenemos (¡qué vergüenza!) es un ladrón que roba gallinas (¡Oh Sławomir Mrożek!) –el rey dibuja en el aire el genio de su visión.
– A la mierda con eso, Majestad, aquí ya tenemos diputados, fraccionadores, profesores universitarios y locos despatarrados.
– Pues entonces –el rey de Todos los Etcéteras se alisa la calva– con mujeres y concubinas, con bacanales y luchas encarnizadas, con comidas copiosas para la plebe y cosas inútiles y poco respetuosas.
– Tampoco eso es nada nuevo –acota el poeta–, pues jamás lograrías superar a los comunistas.
– No me hagas sufrir más y dime –el emperador se incorpora del asiento real con extraordinaria curiosidad.
El poeta escupe su propuesta:
– Leed mi poesía, comed de mi cuerpo, bebed de mi sangre, chupad el jugo de mis costras. Concededme una beca y enviadme a recorrer el mundo. A mi regreso, os entregaré un panegírico tan glorioso que os ensalzará por encima de todos los monarcas –el poeta se arrodilla y llora y chilla y suplica:
– ¡Una beca, por su Caridad, una beca, una beca, una beca!
A la mañana siguiente, el poeta sintió la peor humillación de su vida: “Una beca, por favor, una beca”. “¡Qué manera de prostituir el alma!" –pensó mientras un poeta uzbeco entraba al cuartucho con una taza hirviente de te de matalobos.
Final desalentador: las palabras “beca”, “poeta” y “humillación” son intraducibles. No existen en nuestra lengua y por lo tanto el texto de Yuri resulta incomprensible.
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