sábado, 25 de mayo de 2013

El juez

Temo al juez demasiado seguro de sí mismo,
que llega enseguida a la conclusión
y que comprende inmediatamente
sin perplejidad y sin arrepentirse.
Piero Calamandrei
Elogio de los jueces

    La modelo Valentine (la bellísima actriz Irene Jacob) atropella a un perro en una calle de los suburbios de Ginebra. Detiene el auto, desciende, regresa unos pasos para ver al perro, ve las heridas, lee en el collarín su nombre (es perra y se llama Rita) y, debajo del nombre, el domicilio; sube a la perra a la parte trasera de su auto, revisa el mapa de la ciudad para ubicar el domicilio. Se enfila.
    Llega a la casa, traspasa el jardín sediento, toca tres veces, nada; la puerta está abierta, entra, se adentra, y, sentado y de espadas, un viejón escucha una conversación telefónica de su vecino hablando amorosamente con su amante, a un piso de distancia de su entregada esposa (poniendo la mesa) y de su pequeña hija, que escucha en el teléfono del primer piso la conversación de su padre.
    La hermosísima Valentine fulgura el enigma de la decrepitud del viejo (un inexpugnable Jean-Louis Trintignant). Observa que dispone de un sistema de radio por el que espía las conversaciones telefónicas de sus vecinos.
    Él, indiferente, no quiere a la perra herida; ella la lleva a una clínica veterinaria; la curan; ella se queda unos días con el enorme animal; la acaricia, la pasea; en una plaza se le escapa; entra a un templo por una hilera de bancas y sale por otra; huye rumbo a la casa de su amo (el amargoso Trintignant) y regresa a la casa del espía.
    Él le comparte las conversaciones de su espionaje; ella se indigna; él no se inmuta; dice que lleva muchos años haciéndolo; quiere saber la verdad, la verdad desnuda, la pura y cruda verdad, pues lleva envuelto en el alma un pasado de mentiras.

    – ¿Fue usted policía? –pregunta Valentine.
    – Algo peor: fui juez –responde el viejo con la voz del irredento.

Irene Jacob en Rojo
    Es la última película del director polaco Krzysztof Kieślowski (murió en 1996, unos días después de haber terminado Rojo, la mejor de su trilogía francesa).
    El juez de Rojo es el Juez. No tiene nombre. Lo que tiene es un pasado en el que –dice– nunca supo si estaba del lado de los buenos o de los malos. Por eso espía, para redimir la culpa de haber liberado a los malos y castigado a los buenos, legalmente, cumpliendo los principios del debido proceso, honrando escrupulosamente su alta investidura.
    Recordé la película Rojo de Krzysztof Kieślowski a propósito del escándalo en que anda metido el ex ministro de la Corte Genaro Góngora Pimentel.
    Góngora Pimentel fue un mal profesor (un alumno recuerda que el salón era un dormitorio); es un buen abogado (parece que ahora es el peor abogado de sí mismo); es un pésimo redactor (escribe en una carta a la periodista Carmen Aristegui: “Existieron (sic) una serie de motivos y causas”), y, lo peor, fue un mal juez: tenía demasiadas opiniones, se mostraba demasiado seguro de sí mismo, tenía soluciones antes de que los casos llegaran a su despacho –cuando aún hervían en los medios de comunicación.
    Como al Juez de Rojo, a Góngora Pimentel no se le puede acusar de juzgar con prejuicios ideológicos, religiosos o morales.
Se le puede acusar de algo peor: de juzgar con intereses de partido y de popularidad.
    Decía un juez, citado por Calamandrei, que el profesor de procedimientos debía enseñar lo que el proceso no es. “Por ejemplo: el proceso no es un escenario para histriones; no es un escaparate para exponer las mercancías; no es una academia de conferenciantes, ni un salón de desocupados que cambian conceptos ingeniosos, ni un circulo de jugadores de ajedrez, ni una sala de esgrima, ni un dormitorio”.

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