Mi vecina Mayra del Hoyo, afortunada viuda del poeta Justino Prieto, era una mujer guapa, alegre, comedida, platicadora. La conocí en los lejanos tiempos de la Prepa. Sus ojos azul negro –ahora más negros, con un matiz que entornaba su mirada cuando te veía con la sonrisa, pues ella miraba con los labios– eran el mar surcado por una nariz ligeramente respingada que, cuando reía, se abría una delgada arruga por donde se podía cruzar de un océano a otro sin más visa que el reojo discreto de la decente admiración de una belleza deslumbrante.
Lo mejor de Mayra, sin embargo, era su discreto lunar, casi pegado a su labio superior, más cercano a la veredilla de piel de durazno que subía y bajaba de la nariz, que a la comisura de una boca de color malva desprovista de ornamentos.
Con los años, ya en los años de salpullidos herrumbrosos que los médicos modernos denuncian ante las autoridades correspondientes como delitos contra la vida, Mayra tomó la decisión de hacer una cita. Primero, con el dermatólogo; luego, con el oncólogo: el lunar era el mismo, salvo por una decoloración apenas visible del tono negro profundo de su juventud.
Mayra, no obstante que la vida la había castigado injustamente cuando se casó con el mequetrefe de Justino Prieto (un chaparrito filósofo que daba clases de poesía lacaniana en la facultad de psicología de la universidad), mostraba una mayor contrariedad no de que Justino Prieto fuera un mequetrefe que la humillaba delante de la gente atizando con la cantaleta de que era una ignorante, sino la pena que sentía con los apellidos de sus dos hermosas hijas.
El profesor Justino del Hoyo tenía como segundo apellido “Delgado”, pero lo eliminó y en su lugar se firmaba “Justino de la Haya y González Casanova”, y tengo entendido que tramitó el cambio en el juzgado, alegando, según contaba su amigo el profesor foucaltiano Remigio Guattari, el derecho fundamental de una persona de llamarse como se le dé su gana, aprovechado para el caso las reformas civiles aprobadas.
Quiso Dios que Mayra, antes de los cuarenta, enviudara. Sus hijas crecieron, estudiaron y ahora viven en Canadá.
Mayra, que embelleció mucho más desde que la cocaína carcomió los últimos vestigios humanos de Justino de la haya y González Casanova, pudo vivir la alegría de la viudez durante algunos años. La última vez que la vi estaba regando las magnolias del patio de su casa.
Supe que un médico del Hospital San Esculapio de la Sagrada Familia la convenció de que su lunar era un melanoma peligrosísimo. “Es negro y corre el riesgo de una metástasis” –sentenció el médico. “Pero siempre ha sido del mismo tamaño, forma y color” –respondió Mayra.
Sin apenas oponer resistencia y sin más averiguaciones, Mayra fue llevada al quirófano.
Ya no hubo necesidad de la cirugía (una escisión local amplia). Murió durante la primera dosis de anestesia.
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