lunes, 29 de abril de 2013

La tumba de Rosa Luxemburgo


A la tierna edad de ocho años mi madre me llevó a la casa de doña Simonita, encargada del catecismo; es decir, de preparar a los niños para la primera comunión.

Por más esfuerzos explicativos que punzaban la paciencia de la buena señora, no se me daba la comprensión de –digamos– las abstracciones. Doña Simonita me regañaba con cariño: “Eres más burro que cristiano”.

Tenía razón: no teníamos ni dos meses que habíamos llegado de la milpa.

Una década más tarde, ya en la Preparatoria, supe de primera mano los nombres de los verdaderos enemigos de la justicia. Eran dos, a cual más de poderoso y malévolo: un tal Establishment y un tal Statu quo (espero que estén bien escritos).

– Maese –me decía un greñudo envuelto en un zarape floreado– el problema es el Establishment.

– Nel –corregía otro con el pelambre colgando de su cabeza como colgaban las púas de las huertas de El Pueblito– el enemigo es el Statu Quo.

Como el personaje de Platónov, durante dos años me dediqué a preguntar aquí y allá dónde vivían los culpables de las desgracias humanas. Mi intención era hablar con ellos, convencerlos de que dejaran de hacerle daño a la humanidad.

Nadie me supo dar razón. La gente se me quedaba viendo con la cara de quien se topa con un loco que pregunta por dónde se va a la tumba de Rosa Luxemburgo.

Con muchos trabajos pude terminar la Prepa y tomé la decisión de no ir nunca más a la escuela. Las palabras de doña Simonita chorreaban mis sentimientos lastimados.

Entré a trabajar en una fábrica. A mi cargo estaba la operación de una máquina cortadora de las barandas de las mesas de billar.

No se crean, a veces platicaba con gente sabia. Los enemigos ya eran otros y habían aparecido algunos amigos. Los primeros, los demonios culpables de los males de la humanidad, eran el capitalismo y el neoliberalismo. Los segundos, los dioses que tenían el poder de vencerlos, también eran dos: la sociedad civil y el cambio estructural.

Renuncié al trabajo y ahora recorro el mundo preguntando los domicilios de unos y otros.

Nadie me ha podido dar razón de su paradero. Vivo extraviado. A veces, durante el insomnio, me escurren por la frente las palabras de doña Simonita.

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