miércoles, 29 de mayo de 2013

Elogio conyugal del yo con el yo

El diputado Germán Borja declaró que en Querétaro sólo se permitirán los matrimonios entre parejas de hombre y mujer, de hombres solos o de mujeres solas. 
Los maloras se rieron y la gente decente se carcajeó.
Nadie ha podido ver el sentido poético de la propuesta del diputado.
Cualquier profesor de filosofía diría que es preciso transgredir las fronteras con una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica. Yo no califico para comprender tan excelsa profundidad.
Si el lema de la humanidad es “Quiérete a ti mismo” (es el lema más imbécil de todos cuantos el hombre ha cincelado para zurcir el sentido de la vida), no tiene por qué ser motivo de risa el hecho de que un hombre solo o una mujer sola se amen a sí mismos, cada quien por su lado, se entiende.
Luego entonces, si un hombre solo o una mujer sola se aman a sí mismos, si son felices consigo mismos, forman parejas de hecho que merecen ser reconocidas por la ley, instituyendo el matrimonio de una mujer con ella misma y de un hombre con él mismo.
Unos y unas se han casado con Dios o con Jesucristo. Los modelnos de los que se burlaba García Lorca proclaman que están casados con el arte o la literatura. Son legiones los que se casan con el dinero.
¿Qué de malo tiene que una mujer sola se case con ella misma y tenga derecho a una ceremonia civil que le conceda derechos y obligaciones a su yo y a su otro yo?
 Pregunté a un hombre solo si se quería casar con él mismo y al instante me respondió: “¿Estás loco? No me soporto ni a mí mismo”.
Pregunté a una mujer sola lo mismo y, furibunda, me mandó al diablo: “No me volvería a casar con nadie por nada del mundo”.
Agustín Lara decía que su novia era la tristeza, pero el muy ladino se casó con María Félix.
Un buen hombre le recomendó al diputado Borja que se dedicara a la poesía mística. Que escribiera algo así como “Diálogos conyugales entre mi yo y mi yo”.
No aceptó, pues sospecha que como poeta no ganará los doscientos cincuenta mil pesos mensuales que recibe como representante popular.


sábado, 25 de mayo de 2013

El juez

Temo al juez demasiado seguro de sí mismo,
que llega enseguida a la conclusión
y que comprende inmediatamente
sin perplejidad y sin arrepentirse.
Piero Calamandrei
Elogio de los jueces

    La modelo Valentine (la bellísima actriz Irene Jacob) atropella a un perro en una calle de los suburbios de Ginebra. Detiene el auto, desciende, regresa unos pasos para ver al perro, ve las heridas, lee en el collarín su nombre (es perra y se llama Rita) y, debajo del nombre, el domicilio; sube a la perra a la parte trasera de su auto, revisa el mapa de la ciudad para ubicar el domicilio. Se enfila.
    Llega a la casa, traspasa el jardín sediento, toca tres veces, nada; la puerta está abierta, entra, se adentra, y, sentado y de espadas, un viejón escucha una conversación telefónica de su vecino hablando amorosamente con su amante, a un piso de distancia de su entregada esposa (poniendo la mesa) y de su pequeña hija, que escucha en el teléfono del primer piso la conversación de su padre.
    La hermosísima Valentine fulgura el enigma de la decrepitud del viejo (un inexpugnable Jean-Louis Trintignant). Observa que dispone de un sistema de radio por el que espía las conversaciones telefónicas de sus vecinos.
    Él, indiferente, no quiere a la perra herida; ella la lleva a una clínica veterinaria; la curan; ella se queda unos días con el enorme animal; la acaricia, la pasea; en una plaza se le escapa; entra a un templo por una hilera de bancas y sale por otra; huye rumbo a la casa de su amo (el amargoso Trintignant) y regresa a la casa del espía.
    Él le comparte las conversaciones de su espionaje; ella se indigna; él no se inmuta; dice que lleva muchos años haciéndolo; quiere saber la verdad, la verdad desnuda, la pura y cruda verdad, pues lleva envuelto en el alma un pasado de mentiras.

    – ¿Fue usted policía? –pregunta Valentine.
    – Algo peor: fui juez –responde el viejo con la voz del irredento.

Irene Jacob en Rojo
    Es la última película del director polaco Krzysztof Kieślowski (murió en 1996, unos días después de haber terminado Rojo, la mejor de su trilogía francesa).
    El juez de Rojo es el Juez. No tiene nombre. Lo que tiene es un pasado en el que –dice– nunca supo si estaba del lado de los buenos o de los malos. Por eso espía, para redimir la culpa de haber liberado a los malos y castigado a los buenos, legalmente, cumpliendo los principios del debido proceso, honrando escrupulosamente su alta investidura.
    Recordé la película Rojo de Krzysztof Kieślowski a propósito del escándalo en que anda metido el ex ministro de la Corte Genaro Góngora Pimentel.
    Góngora Pimentel fue un mal profesor (un alumno recuerda que el salón era un dormitorio); es un buen abogado (parece que ahora es el peor abogado de sí mismo); es un pésimo redactor (escribe en una carta a la periodista Carmen Aristegui: “Existieron (sic) una serie de motivos y causas”), y, lo peor, fue un mal juez: tenía demasiadas opiniones, se mostraba demasiado seguro de sí mismo, tenía soluciones antes de que los casos llegaran a su despacho –cuando aún hervían en los medios de comunicación.
    Como al Juez de Rojo, a Góngora Pimentel no se le puede acusar de juzgar con prejuicios ideológicos, religiosos o morales.
Se le puede acusar de algo peor: de juzgar con intereses de partido y de popularidad.
    Decía un juez, citado por Calamandrei, que el profesor de procedimientos debía enseñar lo que el proceso no es. “Por ejemplo: el proceso no es un escenario para histriones; no es un escaparate para exponer las mercancías; no es una academia de conferenciantes, ni un salón de desocupados que cambian conceptos ingeniosos, ni un circulo de jugadores de ajedrez, ni una sala de esgrima, ni un dormitorio”.

viernes, 24 de mayo de 2013

Las estrias del tiempo

Me gusta mi destino que tiende a desmoronarse.
Imre Kertész
Yo, otro

Muchas veces entender es un malentendido. El que fui ya no existe. Cualquier intento por ser el de ayer es un engaño. Soy otro.

¡Vamos!, ¿para qué tanta solemnidad si sólo se trata de una firma?

Envidio a las personas que dicen “Yo siempre he pensado que. . .” Son dioses.

Abro donde sea Exégesis de los lugares comunes de León Bloy. Leo la frase que todos decimos: “No se puede tener todo en la vida”.

Bloy, el enemigo público número uno de los imbéciles, tiene razón. El sentido del lugar común es: “No se debe tener todo en la vida”.

“No tengas más de lo que pueda amar tu corazón”, le aconseja el viejo mafioso siberiano a su aprendiz en la novela Educación siberiana de Nikolái Lilin.

¿Y a qué vienen estos retazos de nada si sólo se trata de trazar un garabato en un papel?

Es cierto, ya parezco el soldado Svejk de Jaroslav Hašek.

“¿Por qué se te ha metido en la cabeza la idea de que debes ser feliz?”, le reprochaba Ósip Mandelstam a Nadieshda, su mujer, que recuerda el reproche en uno de los libros más conmovedores que he leído: Contra toda esperanza.

¿Y a qué viene tanto drama si sólo se trata de falsificar una firma? ¡Al grano!

Fui al banco a cobrar un cheque. Lo endosé, anoté mis datos en el reverso y puse en las manos regordetas de la cajera mi credencial de elector, que data de 1991.

“La firma del endoso y la de la credencial no son las mismas” –me dice la cajera. “Además, usted no es el de la foto”.

Comparo: tiene razón, es evidente, yo no soy ése.

– ¿Qué hago? –le pregunto.

– Firme como en la credencial –me responde con un inconfundible acento prusiano.

Me aparto de la ventanilla y ensayo la firma de la credencial durante dos horas. Nada.

Le digo a la cajera que me voy a casa a ensayar, que vuelvo al día siguiente, o sea mañana. Durante una semana, en jornadas extenuantes, intento falsificar mi firma. Nada. Falté a mi compromiso de regresar “mañana”.

Sin embargo, es imposible volver al día siguiente, o sea mañana, pues el día siguiente siempre acaba siendo hoy, y yo quedé de ir mañana (¡Gracias, señor Mrożek!).

A ver si mañana es mañana, no hoy. Sigo ensayando la firma, porque ¿qué tal si mañana es mañana y por fin deja de ser hoy?

Las estrías quiebran el tiempo y por desgracia “el pasado no ha nacido aún”.

martes, 21 de mayo de 2013

SALIDA DE EMERGENCIA

Ante la ley hay un guardián. Ante ese guardián llega un hombre de campo y le pide ser admitido en la ley. Pero el guardián dice que por ahora no puede permitir la entrada”.
F. Kafka. Ante la ley
Somos muy buenos en el diseño de carteles y en la imaginación publicitaria. Eso dicen nuestros clientes.
Algunas empresas e instituciones nos ofrecen buenos contratos, pero nos exigen constituirnos en una empresa, y de nada ha valido que les respondamos que ya somos empresarios.
“Una empresa –nos dicen– debe estar legalmente constituida como sociedad. Esto les abrirá muchas puertas.
Lo hacemos. Ya se sabe: notario, hacienda, cuenta bancaria, uso de suelo y otros escondrijos burocráticos.
Un préstamo nos permitió cubrir los gastos. Tenemos dos computadoras y nos instalamos en un terrenito que heredé de mi madre, con apenas dos cuartos. No se necesita más.
 – ¿No será conveniente tomar un curso para emprendedores?– me dice mi socio.
Fuimos a preguntar. El problema mayor era el costo del curso: treinta mil pesos. Sin embargo, nos tenían una buena sorpresa: el gobierno nos subsidiaba y cada uno de nosotros sólo debía pagar la ridícula cantidad de 6 mil pesos por un curso de seis meses en el Tecnológico de Monterrey.
Preferimos seguir trabajando en uno de los cuartos del terrenito, localizado a un lado de la vía del ferrocarril, distante unos quinientos metros del caserío.
Nos cayeron encima los trámites municipales. Nos pusimos a cumplirlos.
No pudimos obtener el visto bueno de los vecinos porque no teníamos vecinos.
No pudimos fotografiar las casas de los vecinos porque no había casas de vecinos.
En esas vueltas andábamos –suplicando y replicando– cuando llegaron los empleados de protección civil.
Extinguidor, instalación eléctrica, tanque de oxígeno, pintura ininflamable, instalaciones certificadas para evitar escurrimientos de residuos peligrosos, etcétera. Los cumplimos de inmediato. Sólo teníamos un par de computadoras y un altero de revistas de diseño.
Primer problema: carta oficial de PEMEX en que constara que por el lugar no pasaba un gaseoducto. Nos llevó dos meses conseguir la carta, pues los asuntos de seguridad nacional no admiten excepciones.
Segundo problema: salida de emergencia y ruta de evacuación.
El técnico de protección civil determinó que la salida de emergencia debía dar a campo abierto.
–Alrededor todo es campo abierto, y además a este lugar no viene nadie. Aquí trabajamos y somos nosotros lo que mandamos por correo los proyectos o los llevamos directamente los clientes.
– Entonces –precisó el dictaminador– la salida de emergencia debe dar al poniente.
– ¿No importa que al poniente esté la vía del tren? –preguntamos con una ingenuidad de la que estamos arrepentidos.
– Ah, no, en tal caso debe dar al oriente–, señaló con el dedo el que parecía el jefe.  
– Pero en el oriente hay una pendiente que puede ser peligrosa, sobre todo en época de lluvias –respondimos con una ingenuidad de la estamos arrepentidos.
– Ah, no, entonces la salida de emergencia debe dar al norte.
– Pero en el norte hay cientos de garambullos y nopaleras– replicamos con una ingenuidad de la que estamos arrepentidos.
– Ah, no, entonces debe ser al sur –dijo el que parecía más experimentado.
– Pero en el sur está la puerta de entrada–, explicamos con una ingenuidad de la que estamos arrepentidos.
Los empleados de protección civil se fueron y a los quince días conocimos una copia del dictamen:
“El lugar no cumple con las normas oficiales de protección civil.  Carece de posibilidades de salida de emergencia”.
De regreso, mi socio comentó con desaliento:
“Ni los gastos del notario, de hacienda, de la cuenta bancaria y de los cuarenta y siete trámites cumplidos vamos a recuperar. Adiós a los proyectos que nos iban a dar en las empresas”.  
– No te desanimes– dije en un tono del que estoy arrepentido–; mejor vamos a pedir prestados los doce mil pesos para tomar el curso de emprendedores.


sábado, 18 de mayo de 2013

La plaga

La enfermedad es la confesión del cuerpo.
O. Miłosz
He visto la plaga hace ya un buen tiempo, pero de lejecitos. Hace una semana una de sus bacterias estuvo a punto de inocularse en mi cuerpo, pero salvé la vida gracias a un requiebro goyesco que ya hubiera querido Juan Belmonte.

(Lo de “Juan Belmonte” es arbitrario; es obvio que no lo vi torear, pero acabo de releer la obra maestra de Manuel Chaves Nogales Juan Belmonte, matador de toros, y el nombre me pareció cortado a la medida).

He consultado en Internet y he preguntado a médicos de confianza. Nada. No hay tratamiento ni cura y ni siquiera algún paliativo para evitar que la bacteria –supongo que de origen animal– invada todo mi cuerpo, incluida el alma, que en mi caso se localiza en la médula espinal.

Consulté con un académico de la medicina y con absoluta claridad diagnosticó: “Es la aparición nucleada con subestructuras desarrolladas en el citoplasma”.

El peregrinar por consultorios y especialistas ha tenido resultados altamente positivos, pues se descartaron el síndrome de Münchhausen y la enfermedad de la esfera del reloj vacía, pero en cambio un estudio de las articulaciones mostró células delatoras del síndrome de Oblómov.

Un patólogo –también ejerce de huesero, chamán y físico cuántico– encontró pequeñas bacterias con forma espiral. “Tal vez –aventuró– es un problema fitosanitario, pero necesitamos hacerle estudios para saber si son patógenos, artrópodos o vertebrados”.

Consulté con el alergólogo. Me escuchó con atención unos minutos y me interrumpió: “No es mi especialidad”. Me dijo que no se había inventado aún una vacuna, me recetó un terroncito de azúcar y me recomendó preguntar en la secretaría de agricultura.

En SAGARPA me informaron que es un biotipo animal altamente peligroso, pero que no era de su competencia.

Acudí a la secretaría de salud y me informaron que la plaga ya era la primera causa de muerte en la ciudad. El secretario agregó que el grupo más vulnerable es el de los peatones. Me recomendó que acudiera a la dirección de tránsito.

En un mostrador de la dirección de tránsito, una señora obesa (y aviesa) determinó: “No podemos hacer nada, vaya al ministerio público”, y, apartando la vista, gritó: “El siguiente”.

Un amigo sacerdote, buena persona pero jesuita, propone un nombre provisional a la plaga que está matando a tanta gente en la ciudad: Mulieres pulsis (algo así como “Leidis en camioneta”). No me parece justo.

Un profesor chaparrito pero antropólogo opinó: “No te hagas bolas, es la deconstrucción post factual de la estructura sintáctica de la hermenéutica del espacio no euclidiano”.



jueves, 9 de mayo de 2013

Una pesadilla diabólica y un final desalentador


Yuri Andrujovich es un joven escritor ucraniano (1960) que va sumando lectores en casi todo el mundo, incluso en español.

Vivía en Moscú, en un viejo y derruido departamento donde vegetaban, hacinados y hambrientos, escritores de todas las nacionalidades de la URSS: uzbecos, chechenos, daguestanos, judíos, georgianos, kirguises y muchos otros.

Una noche de viernes a sábado Yuri soñó que estaba cenando con el rey de Ucrania y Emperador de todas las Rusias. Están sentados frente a frente en una mesa bien servida en una galería barroca de piedra azul, en la que aparece de vez en cuando una legión de criados, la mayoría hindúes o chinos.

Yuri se dirige al rey de tú a tú, sin caravanas ni caras vanas.

“Su gracia Real, Soberano y Señor de Rusia-Ucrania, Gran Príncipe de Kiev y de Chernígov, Rey de Galitzia y de Koziatin, Sultán de Todos los Etcéteras”:

– ¿No os gustaría quedaros para siempre en las tablas de la ley de la memoria universal?

– No estaría mal –dice Oleko, Soberano de Todos los Etcéteras– Pero ¿cómo?

– Pues de la misma manera –dice el poeta– con la que todos los reyes han conseguido siempre la gloria eterna.

– ¿Te refieres a las guerras? –infiere el rey de Rusia-Ucrania-Kazán-Caucasia-Anexas.

– Nada de guerras, mi Gran señor y Gobernador de este gran reino donde vivimos los suertudos.

– Entonces, con leyes y decretos, firmando tratados internacionales, con industrias aeroespaciales y delincuentes de alta escuela, pues en el reino el único raterillo que tenemos (¡qué vergüenza!) es un ladrón que roba gallinas (¡Oh Sławomir Mrożek!) –el rey dibuja en el aire el genio de su visión.

– A la mierda con eso, Majestad, aquí ya tenemos diputados, fraccionadores, profesores universitarios y locos despatarrados.

– Pues entonces –el rey de Todos los Etcéteras se alisa la calva– con mujeres y concubinas, con bacanales y luchas encarnizadas, con comidas copiosas para la plebe y cosas inútiles y poco respetuosas.

– Tampoco eso es nada nuevo –acota el poeta–, pues jamás lograrías superar a los comunistas.

– No me hagas sufrir más y dime –el emperador se incorpora del asiento real con extraordinaria curiosidad.

El poeta escupe su propuesta:

– Leed mi poesía, comed de mi cuerpo, bebed de mi sangre, chupad el jugo de mis costras. Concededme una beca y enviadme a recorrer el mundo. A mi regreso, os entregaré un panegírico tan glorioso que os ensalzará por encima de todos los monarcas –el poeta se arrodilla y llora y chilla y suplica:

– ¡Una beca, por su Caridad, una beca, una beca, una beca!

A la mañana siguiente, el poeta sintió la peor humillación de su vida: “Una beca, por favor, una beca”. “¡Qué manera de prostituir el alma!" –pensó mientras un poeta uzbeco entraba al cuartucho con una taza hirviente de te de matalobos.

Final desalentador: las palabras “beca”, “poeta” y “humillación” son intraducibles. No existen en nuestra lengua y por lo tanto el texto de Yuri resulta incomprensible.









ESE LUNAR QUE TIENES


Mi vecina Mayra del Hoyo, afortunada viuda del poeta Justino Prieto, era una mujer guapa, alegre, comedida, platicadora. La conocí en los lejanos tiempos de la Prepa. Sus ojos azul negro –ahora más negros, con un matiz que entornaba su mirada cuando te veía con la sonrisa, pues ella miraba con los labios– eran el mar surcado por una nariz ligeramente respingada que, cuando reía, se abría una delgada arruga por donde se podía cruzar de un océano a otro sin más visa que el reojo discreto de la decente admiración de una belleza deslumbrante.

Lo mejor de Mayra, sin embargo, era su discreto lunar, casi pegado a su labio superior, más cercano a la veredilla de piel de durazno que subía y bajaba de la nariz, que a la comisura de una boca de color malva desprovista de ornamentos.

Con los años, ya en los años de salpullidos herrumbrosos que los médicos modernos denuncian ante las autoridades correspondientes como delitos contra la vida, Mayra tomó la decisión de hacer una cita. Primero, con el dermatólogo; luego, con el oncólogo: el lunar era el mismo, salvo por una decoloración apenas visible del tono negro profundo de su juventud.

Mayra, no obstante que la vida la había castigado injustamente cuando se casó con el mequetrefe de Justino Prieto (un chaparrito filósofo que daba clases de poesía lacaniana en la facultad de psicología de la universidad), mostraba una mayor contrariedad no de que Justino Prieto fuera un mequetrefe que la humillaba delante de la gente atizando con la cantaleta de que era una ignorante, sino la pena que sentía con los apellidos de sus dos hermosas hijas.

El profesor Justino del Hoyo tenía como segundo apellido “Delgado”, pero lo eliminó y en su lugar se firmaba “Justino de la Haya y González Casanova”, y tengo entendido que tramitó el cambio en el juzgado, alegando, según contaba su amigo el profesor foucaltiano Remigio Guattari, el derecho fundamental de una persona de llamarse como se le dé su gana, aprovechado para el caso las reformas civiles aprobadas.

Quiso Dios que Mayra, antes de los cuarenta, enviudara. Sus hijas crecieron, estudiaron y ahora viven en Canadá.

Mayra, que embelleció mucho más desde que la cocaína carcomió los últimos vestigios humanos de Justino de la haya y González Casanova, pudo vivir la alegría de la viudez durante algunos años. La última vez que la vi estaba regando las magnolias del patio de su casa.

Supe que un médico del Hospital San Esculapio de la Sagrada Familia la convenció de que su lunar era un melanoma peligrosísimo. “Es negro y corre el riesgo de una metástasis” –sentenció el médico. “Pero siempre ha sido del mismo tamaño, forma y color” –respondió Mayra.

Sin apenas oponer resistencia y sin más averiguaciones, Mayra fue llevada al quirófano.

Ya no hubo necesidad de la cirugía (una escisión local amplia). Murió durante la primera dosis de anestesia.

sábado, 4 de mayo de 2013

Tumbas en el aire


Aún nos parece una ficción risible la extraña costumbre de los laputienses de construir sus casas y edificios empezando por arriba, por el techo del último piso, no por los cimientos que se hunden en el suelo.

En otra parte escribí que los cerros, las montañas y los valles tienen dos tipos de cimientos, uno visible (que nadie ve) y otro invisible (que nadie imagina). Los árboles, los arbustos, las piedras, los matorrales, los sembradíos, los yerbajos y la flora y la fauna son los cimientos que sostienen los cerros, las montañas y los valles.

El agua infiltrada es el cimiento estructural de esos cerros, montañas y valles. ¡Vaya, no es necesario ser ecologista para saber que las ciudades no se mantienen en pie gracias a sí mismas!

El lector de los viajes de Gulliver que no es capaz de descubrir el secreto del método laputiense de construir de arriba hacia abajo es un mal lector. No es capaz de imaginar que la construcción de casas y edificios empezando por el techo es una sátira a los partidos políticos que debaten si el trazado de las líneas rectas debe hacerse en círculos concéntricos (la derecha) o en espirales de alambres de púas que se enreden en el “Pueblo”.

Sin embargo, también es una metáfora de la naturaleza, que está sostenida por cimientos que se posan sobre el suelo, no enterrados en el suelo, con la insustituible estructura interior a la que llamamos “agua”.

Mi reflexión sobre esta obviedad natural y humana surgió en el momento en que recibí en mi correo electrónico las imágenes de los ahuehuetes chamuscados en Tequisquiapan.

El ahuehuete, que en náhuatl significa “árbol viejo de agua”, sólo existe en México. Son árboles esponjados que aspiran a la majestuosidad (recordar el Árbol del Tule en Oaxaca). Sin los cimientos de agua, los ahuehuetes se convierten en fantasmas de troncos descortezados, cloróticos de estilo, raquíticos o cacoquimios.

También recordé el caso del Tángano y la defensa civil de esta reserva natural. Contrariado –me lo contó un testigo–, el gobernador Francisco Garrido comentó que en el terreno había puros huizaches, que era un lagartijero, y agrega que luego se río con esa sonrisa idiota que tenía –y, supongo, aún tiene.

Me vino a la memoria el poema Fuga de la muerte de Paul Celan, una demostración de que los hornos crematorios de los campos de concentración nazis sí tienen, contrariamente a los que muchos pensaron, una explicación racional y una justicia poética.

Leche negra del alba la bebemos en la tarde
la bebemos al mediodía y en las mañanas la bebemos en la noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no es estrecho.


Nada se compara al terror del exterminio nazi de judíos, pero las tumbas en los aires es la imagen más exacta de los ahuehuetes quemados: cavamos sus tumbas hacia arriba; el humo fúnebre ensombrece el cielo de las ciudades como una esquela de lamentos inaudibles; los ventarrones escupen destinos siniestros, sólo para toparse con oídos sordos, con ojos empañados por los artificios luminosos del progreso, a gobernantes destornillados que ofician los dogmas de la sustentabilidad, la competitividad y la globalidad, ajenos por completo al piso erosionado donde posan sus sebosas estupideces.

Cavar tumbas en los aires no es una forma bonita de describir el horror. Es el horror mismo. Lo extraordinario nos parece inexplicable, acaso porque nos queda el consuelo de creer que la naturaleza es caprichosa y que las personas nada tenemos que ver con los berrinches naturales.


                                          Cementerio de Ahuehuetes

jueves, 2 de mayo de 2013

El Otorrinolaringólogosupercalifrástico


Ocurrió en el hospital San Esculapio de la Sagrada Familia.


Sé el nombre del médico, pero basta con decir que es un chafallón de alcantarilla.


Una niña es llevada al hospital por su preocupada madre, que tuvo que pedir permiso en su trabajo en cuanto le avisaron que su hija había tenido un accidente durante el recreo.


En la disputa por una pelota, un niño le sorrajó un frentazo en la nariz. La pequeña perdió la conciencia. La madre, después de firmar no sé qué papeles que eximían de responsabilidad a la escuela, la traslada al hospital mencionado, institución señera y ceñuda de la ciudad con la cual la escuela tiene contratado el seguro médico contra accidentes.


Le asignan al instante un cuarto. A la media hora llega el especialista. La ve y de inmediato le dice a la apurada madre que había que operar: una pequeña fractura en la nariz y un fuerte golpe en la ceja izquierda.


Necesito que me adelante siete mil pesos –diagnostica el medicucho.


La madre, angustiada, aclara que la niña tiene seguro escolar y que conseguir esa cantidad es imposible de momento.


– Como quiera –responde el especialista, un tipo ventrudo con más sebo en la panza que las vacas de engorda–, pero si en este momento no me entrega siete mil pesos en efectivo, no la opero. Si usted gusta, llévese a su niña a otro hospital


El Otorrinolaringólogosupercalifragilisticoespialidoso sale del cuarto y se enfila bufando por el pasillo cenizo.


La madre sale del hospital, hace tres llamadas, toma un taxi y a las dos horas está de regreso con el efectivo. Busca al especialista y le entrega el dinero.


Un día después, la niña es dada de alta. Por el elevado monto de honorarios y hospital, el seguro escolar cubre solamente la mitad. El padre de la niña, un suertudo, pudo vender su coche en una tratada.


Ya en la calle, la niña lleva entre las manos la almohada desechable que le dieron al ser instalada en el cuarto del hospital San Esculapio de la Sagrada Familia. Una ganga: ciento cuarenta pesos.


Un buen detalle, creo yo.





miércoles, 1 de mayo de 2013

El ocaso de los médicos

Al médico Norberto Plascencia
La multitud de especialidades médicas es un pálido reflejo del ocaso de los médicos.


La primera frase de este texto se puede decir con una paradoja: mucha medicina y pocos médicos.


Esta puede ser una buena conclusión de los dos libros del médico polaco Andrzej Szczeklik: Catarsis: sobre el poder curativo de la naturaleza y del arte (2010) y Core: Sobre enfermos, enfermedades y la búsqueda el alma de la medicina (2012), publicados por Acantilado, agotados en un suspiro.


La primera llamada, en Catarsis, es el prólogo de Czesław Miłosz (1911-2004), Premio Nobel de Literatura 1980. Escribe Miłosz:


Las abundantes referencias a la literatura de los siglos pasados constituyen otro gran aliciente del libro. Por ejemplo, Szczeklik cita a Petrarca, quien hace quinientos años sostenía que si de un millar de enfermos pusiéramos a la mitad de ellos en manos de los médicos, abandonando a su suerte a la otra mitad, éstos tendrían más posibilidades de sanar que aquéllos. . . algo se ha avanzado desde los tiempos de Petrarca, pero no mucho.


La otra llamada, la de Core, es el prólogo de Adam Zagaweski, quizá el mejor escritor polaco con vida; poeta, prosista y ensayista de la Polonia desangrada por los totalitarismos nazi y soviético. Zagaweski escribe:


Qué gran suerte que podamos todavía encontrar a un autor que lea a Dante, que entienda (y comparta) las cuitas de antiguos y nuevos poetas, que, sin dejar de ser un lector erudito y humanista, nos ayude al mismo tiempo a acercarnos a la complicada estructura de la moderna teoría médica.


Los dos prologuistas son polacos, aunque sus lugares de nacimiento son actualmente territorios de Lituania y Ucrania.


Desde las primeras páginas de los libros de Szczeklik fulgura la amplísima cultura médica, literaria e histórica. A fin de cuentas, él es médico. Es decir, su profesión, su oficio, su pasión y su vida es el trato con el enfermo y las enfermedades. En Szczeklik palpita el clamor de Solzhenitsyn: “¡Es horrible este método tan impersonal de tratamiento!” (Pabellón del cáncer. Tusquets, 1993).


Un mérito narrativo de Szczeklik es la sencillez con la que le explica al lector la complejidad de los asuntos que hoy ocupa a biólogos, físicos y médicos. Ya se sabe: los trasplantes, la clonación, la cuántica, las células madres, la mutación de virus y las enfermedades antiguas que reaparecen misteriosamente. Junto a esto último, la cultura clásica del autor, de los chamanes siberianos al tránsito de la curandería a la medicina, mostrando con una prosa serena y omnicomprensiva la presencia del pasado en la más elevada de las investigaciones científicas de nuestro tiempo.


El médico Szczkelik fue un gran médico (falleció hace poco más de un año, el 3 de febrero de 2012) y esa esa grandeza humana sólo tenía un desenlace: buscar la verdad y escribir pensando en el enfermo –y en el lector, que también lleva en el alma el miedo a la enfermedad, al dolor, a la muerte y, de un modo horrísono, a los médicos.


Porque Szczeklik dedicó su vida a la medicina. Digámoslo mejor: fue médico. Trabajo como médico, investigó, experimentó, pensó. Tuvo tiempo de sorprenderse de los grandes saltos curativos de miles de años de enfermos y enfermedades, y le maravillaron los avances de la medicina actual, pero manteniendo siempre ese escepticismo del que es capaz de guardarle un gran respeto al misterio. Al alma.


Así concluye Core:


Las enfermedades cambiarán: las de hoy se esconderán en las sombras y serán sustituidas por otras nuevas. Algo nos dice que seremos capaces de arreglárnoslas, de vencerlas. De esta forma de pensar seguramente sea responsable el positivismo, que vio en el avance de la ciencia una garantía de poder solucionar los problemas y las cuitas de la humanidad. . . ¿acaso podemos tildar los logros de la medicina de otra manera que no sea de asombrosos. Sí, pero ¿nos acercan a conocer el alma? De momento no lo parece. ¿Cómo vamos a conocer aquello que hemos desterrado al reino del no-ser, negándole el derecho a la existencia? El alma y la muerte. Primero expulsamos de nuestra lengua y pensamiento al alma, a lo inmortal, y ahora, en nuestro pensamiento, en nuestras conversaciones, en la vida cotidiana, silenciamos la muerte. Nos sumergimos en el presente. Vivimos un reality show, en un talk show, incluso nos inventamos una nueva vida en un mundo virtual. . .


Hoy se habla hasta la náusea de enfermedades y médicos, pero la muerte es un tema de mal gusto en las conversaciones. Recordé lo que una humilde campesina de Tracia le pregunta al desterrado Ovidio en la novela de Vintilia Horia (Dios ha nacido en el exilio. Diario de Ovidio en Tomis. Ciudadela, 2008): “¿por qué los romanos le tienen tanto miedo a la muerte?” (citado de memoria).


Szczeklik escribe que hace cincuenta, cien, quinientos años, a los muertos no había que buscarlos en los cementerios. Recuerda los paseos en un pueblo de las montañas en el sur de Polonia. Sonaban las campanas de la iglesia y del monasterio. De la parroquia salía el cortejo fúnebre, a la vista de todo el pueblo. Hoy –lamenta– el pueblo ya no le da la despedida a los muertos, a sus muertos. Ya no hay cortejo fúnebre ni el sonido triste de las campanas.


Me tocó ver esas despedidas. Del templo salía la carroza; detrás, a pie, los familiares y amigos en la procesión que acompañaba al difunto hasta el cementerio. Entre la gente pobre no había carroza sino hombros fibrosos de amigos y familiares que cargaban la caja durante el trayecto. El último tramo era una calle con camellón a la que llamábamos “La calle del panteón”, en la colonia Cimatario, aunque la calle tenía y tiene el nombre oficial de Luis M. Vega, de quien nadie sabe nada, salvo que es probable que esté muerto.


En Core el médico Szczeklik narra los últimos días de vida del poeta y ensayista Czesław Miłosz, que ya había superado los noventa años. Sufría repetidos episodios de alteración de la conciencia. Luego de cuatro días en la inconciencia, abrió de repente los ojos y, con una sonrisa feliz, le dijo al médico Szczeklik: “Pero qué nurseras más guapas tiene aquí, doctor”. Según nuestro médico, las palabras parecían haber afluido de dos zonas distintas del cerebro, de las dos lenguas en las que vivía, para encontrarse en una frase clara aunque inesperada, la primera que pronunció en muchos días. “A esa sonrisa que cruzó como un rayo de sol la lívida cara del enfermo seguramente respondería con sonrisa otro poeta, al ver cumplidas sus palabras: ‘Lo bello es una dicha para siempre: su hermosura va en aumento/y nunca se abolirá en la inanidad’”.


“Profesor –le dije– no tengo nada que hacer aquí: usted está sano”.


“No sé si me oyó, creo más bien que se quedó dormido, pero a mí me quedó su plácida sonrisa de felicidad.” Czesław Miłosz falleció unos minutos más tarde.


De la relación del médico y el enfermo se ha escrito abundantemente, desde que hace miles de años la música dio origen a la medicina, a la geometría, a las matemáticas. Sobre la verdad que debe decirle el médico al enfermo recuerdo el libro Tiempo, espacio y medicina de Larry Dossey, pero son mucho más claras y sencillas las palabras de Claudio Magris en Cómo decir la verdad, incluido en La historia no ha terminado (Anagrama, 2008).


Szczeklik era sin duda un buen médico. Estudiaba, pensaba, curaba, se estremecía, paliaba –utilicemos las palabras de Jéan Amery– el último salto. Tal vez sentía lo mismo que otro médico célebre, el incomparable Chéjov, que contaba su vida en once palabras: “La medicina es mi esposa legítima; y la literatura, la ilegítima”.


¿Acaso no es paliativa toda la medicina? ¿Acaso curar no es el conjunto de modos de paliar? Szczeklik nos recuerda que el nombre viene del latín “palliare” (cubrir), “pallium” (abrigo): “cubrir con un abrigo a los enfermos desahuciados, a los que la medicina dirigida a la curación ya no puede ayudar”. Pero ¿no es la medicina paliativa el acto médico de cubrir al enfermo con el abrigo de su presencia, de la mano, de la palabra? ¿No es en este caso enteramente visible el alma del enfermo que, invisible, traslada sus valores humanos a las manos y las palabras del médico?


Jeanne Bloy, esposa del escritor León Bloy (el genio depredador de los imbéciles), escribió que su marido lanzó su último suspiro en compañía de los suyos: “¡Benditas sean las dulces manos que nos rodean en nuestra última hora y que hablan cuando las palabras callan!”


Andrzej Tadeusz Szczeklik falleció el 3 de febrero de 2012. Por la cantidad de gratitudes que sembró en el camino, no tengo duda de que tuvo a su lado las dulces manos que hablan cuando las palabras callan.


Observar, auscultar, dar golpecitos, palpar,
ir zarandeando los males hasta dar con su espíritu,
prestar oído a lo efímero para hacerle espejo.
Ay, comprender cuán sencillo puede ser lo complejo.
(Epígrafe de Core)


Szczeklik concluye Core con lo que bien puede ser su legado de valores humanos ahora que tenemos encima el ocaso de los médicos:


Y el médico, sin prestar atención al temor del enfermo (ni al suyo propio), sabiendo lo poco que sabe (siempre demasiado poco), le dice: “Estoy a tu lado, juntos miraremos al peligro a la cara”. Y en ese momento habrán de caer todos los velos con los que nuestra mente ha ido adornando el alma durante siglos. La niña, Core, se nos presenta en la pupila del enfermo. Sale a la luz, clara y nítida justo en el momento en que escucha nuestra llamada: “Estaré contigo. No te abandonaré. No te quedarás solo”.


Quiero creer, que ante la mirada la muerte, Szczeklik pudo leer, a modo de grato recuerdo de su adolescencia en la montaña, el Pan Tadeusz (1834), el poema épico de Adam Mickiewicz.



Querétaro, 1° de mayo de 2013.