domingo, 3 de enero de 2010

Un año desmesurado

A Rogelio Garfias, por estos 25 años de hospitalidad

Por fin terminó el 2009. Año largo, farragoso, desmesurado. Los tres bombazos en sucursales bancarias del último día rubricaron la conclusión del que ha sido uno de los años más violentos de la historia reciente. Y la rúbrica fue también un saludo tenebroso al 2010. Conviene un poco de distancia para ver el 2009 con menos dolor de espalda, una vez que el cuello haya destorcido los nudos que en este momento nos acalambran.
Nadie puede saber cómo será el 2010. Una opinión generalizada es que ya no nos puede ir peor; esperanza un tanto descorazonadora, pero esperanza al fin. El 2009 terminó peor de lo que se esperaba. Se sabía que la situación económica de la mayoría de los mexicanos sería –como lo fue– difícil. La desventura económica nos golpeó a casi todos. La crisis económica hirió las expectativas de las clases medias del país y el hecho no es un problema menor. Las consecuencias se verán con el tiempo. Lo que no se esperaba era la intolerancia de fin de año que produjo la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción, nuevas realidades jurídicas y sociales que entrarán en vigor en marzo próximo en el Distrito Federal. El odio que sigue a la intolerancia ha envenenado la discusión pública, que debe ser racional y abierta a un tiempo. No se entiende en qué afecta a “la familia” que dos personas del mismo sexo puedan unirse en matrimonio, pero menos se entiende que de última hora los legisladores de la Asamblea del Distrito Federal incluyeran el derecho de adopción. Que dos personas (dos seres humanos, dos adultos que libremente expresan su voluntad) convengan en celebrar contrato matrimonial es una prueba positiva que pone en práctica el artículo 1º de la Constitución que prohíbe la discriminación por motivo de género. El matrimonio entre personas del mismo sexo no trastoca el orden público, la moral ni los derechos de terceros, pero la aprobación del derecho de adopción no mereció el debate sobre el significado y alcances del concepto “derechos de la niñez” del artículo 4º. Sólo por curiosidad, ¿no son muchos de los defensores del matrimonio entre personas del mismo sexo los mismos que no hace mucho defendían el amor libre (libre del matrimonio, se entiende)? Como sea que fuere, la adopción merecía un debate por separado, desde luego porque trasciende el ámbito de la voluntad de dos adultos. Se puede defender parcialmente el derecho de un niño de ser hijo de un padre y de una madre, pero es enteramente defendible su derecho de pertenecer a la sociedad en calidad de hijo de un padre y de una madre. Es un derecho de reconocimiento social. Nacemos dentro de una cultura determinada y los conocimientos que compartimos nos acercan o nos alejan de la vida social. La no discriminación de dos adultos por motivo de género no puede conducir a la discriminación de un menor por motivo de ese mismo género. ¡Como si no supiéramos de la dolorosa crueldad de los niños en las escuelas! Pero el yerro del derecho de adopción por parte de un matrimonio entre dos varones o dos mujeres es de tipo democrático: no se debatió. La potestad de adoptar de un matrimonio homosexual o lésbico no es absoluta. Ya veremos que el derecho de adopción puede causar más conflictos de los que trata de resolver, pues en última instancia la decisión de un juez que, aun fundadamente, niegue la adopción, será vista en todos los casos como una actitud homofóbica. Más leña al fuego de la intolerancia recíproca. ¿Por qué no escuchamos la voz de pediatras, psicólogos, antropólogos, maestros y de todos aquellos que tienen el conocimiento y la experiencia cotidiana con la niñez? El hecho de que el matrimonio entre personas del mismo sexo tenga en muchos países el derecho de adopción, no nos exime de llevar a cabo una reflexión y debate propios, teniendo en cuenta nuestras realidades culturales.
Los obispos han atizado con palabras de fuego una decisión legislativa que formalmente es democrática. Se predica que se atenta contra “la familia, que es la célula básica de la sociedad”, como si tal afirmación fuera una verdad indiscutible, un dogma a prueba del conocimiento y la razón que hemos acumulado gracias al estudio del origen y el desarrollo de las sociedades. La familia, qué duda cabe, es el valor social más apreciado, pero no es el único. Por principio de cuentas, “la familia” no es ya una realidad monolítica. También ha adquirido un carácter plural. Hay, si se me permite la expresión, una pluralidad de familias, y cada tipo familiar ha de tener derechos y obligaciones claramente establecidos y regulados. Se ha alegado que la esencia del matrimonio es el sexo de los contrayentes. Si caemos un poco en la tentación del “esencialismo”, se puede argumentar que el matrimonio es una relación de amor entre dos personas, antes que una relación entre un hombre y una mujer. ¿No son el amor, el respeto y la ayuda mutua los valores esenciales de cualquier matrimonio? Pero dejemos de lado lo esencial para situarnos en lo real, en el limitado ámbito de la discusión democrática: ¿qué derechos de terceros se afectan con la decisión libre y responsable de dos personas que contraen matrimonio, independientemente de su sexo? ¿De veras se afecta la moral o se produce un daño a la sociedad? Los inconformes anuncian una acción de inconstitucionalidad, acción de indudable naturaleza democrática.
El año terminó, pues, de un modo inesperado. La radicalización de las posturas, los ingredientes teocráticos que se advierten en ambas, la reedición de un protagonismo clerical de infame memoria histórica, el halo de revancha que persiste en la izquierda y el escaso y poco racional debate público, son los abonos de una intolerancia que se agrega al clima de desesperanza económica de la sociedad mexicana.

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