domingo, 24 de enero de 2010

El padre Brown en Querétaro

Uno de los juegos más divertidos en la infancia con mis hermanos era el de buscar en la calle personas que dieran el tipo de los personajes de nuestras lecturas. La literatura a nuestro alcance a principios de los años sesenta, limitada a pocos pero excelentes libros, tenía ese mérito característico de épocas y lugares donde los libros no son precisamente abundantes, el de leer una novela, un cuento o un relato cualquiera muchas veces. ¿Cuántas veces leímos los cuentos de El llano en llamas, los de Rojas González, los de Traven, Los funerales de la mamá grande? ¿Cuántas veces Al filo del agua o El barco de la muerte? ¿A dónde fueron a dar los libros deshojados de Azuela, Rivero del Val, los tres tomos de la Segunda Guerra Mundial de Selecciones? ¿Qué se hicieron las vidas de san Francisco de Asís y Don Bosco? ¿Quién se quedó con mi Rebelión de los colgados? Ya he contado que a los seis o siete años descubrí providencialmente –vivíamos en una ranchería perdida a donde sólo llegaba el sol, los aguaceros de mayo y un extraño ruidillo de civilización– un librito de cuentos de Antón Chéjov y la impresión que experimenté ha quedado a salvo de la nieblas del tiempo: trenes, copos de nieve, hombres que caminan decenas de verstas para llegar a una isba donde sacian su eterno cansancio con una hirviente sopa de col.
El juego empezaba en la calle. En el paradero de camiones foráneos (Zaragoza y Juárez) teníamos material de sobra para asignar personajes a nuestro gusto e imaginación. Aún recuerdo a Macario, el cargador de cajas de la Flecha Amarilla que se escondía en un rinconcillo de la calle Colón a comerse un pollo cocido, unos chiles en vinagre envueltos en un pedazo de papel de estraza y un kilo de tortillas. A la señora de la cervecería le decíamos la Negra Angustias. Todavía tengo en la memoria el rostro de la Tía Agustinita, que era la señora que vendía tamales en aceite y atole champurrado. Milagrosamente conservo Las tribulaciones de una familia decente de Ediciones Botas, la tercera edición (1947). Rulfo era el más prolijo, el favorito de todos. No sé si aún viva Fulgor Sedano, que vendía rebanadas de papaya en los camiones de Corsarios del Bajío; ¿se murió el flacucho Tanilo, aquel muchacho siempre enfermo cuya madre lo llevaba en peregrinación a ver a la virgen de San Juan de los Lagos?; ¿qué fue de Petronilo Flores, el soldado atrabiliario y cejijunto que nos asustaba? Llamábamos Justino a un muchacho mecánico al que apodaban El gato y que nos enseñó el chiflido del arriero. Y otros: Feliciano Ruelas, Urbano Gómez, Ignacio el de ¿No oyes ladrar los perros?, Anacleto Morones. . . Ya no recuerdo por qué a una pordiosera le decíamos la viuda de Montiel ni por qué al más peleonero del barrio, un tal Alfredo, le decíamos Dámaso. Recuerdo claramente a Damiana Cisneros, una mujer con rostro patibulario que cada noche era tragada por las sombras fantasmales de la calle Allende.
El juego infantil terminó con la llegada de la adolescencia y la partida de mis hermanos al seminario; no sé si para ellos la decisión fue afortunada, pero sin duda lo fue para mí, pues cada vez que venían a vacacionar traían consigo libros estupendos, dos de los cuales me produjeron un impacto que perdura y que a la vez debilitaron mi gusto por las novedades. Me explico: después de leer La muerte de Iván Ilich ya casi nada me gustó del conde Lev Nikoláievich, excepto la Sonata a Kreutzer; luego de leer muchas veces El coronel no tiene quien le escriba, lo demás de García Márquez parecía un disco rallado; y Édgar Alan Poe me hizo perder el gusto por otros grandes del misterio y el terror. Debo dcir que, para bien y para mal, nunca he tenido que preocuparme por exégesis, escuelas o estilos.
Pero el juego de mirar a la gente identificando a los personajes de mis lecturas lo conservo hasta el presente. El pasado diciembre descubrí en la ciudad de México a pan Apolek de Isaak Bábel, aquel maravilloso e irreverente pintor de escenas y personajes sagrados, el que excluyó a Jesús de un cuadro de la Sagrada Familia alegando que no lo había pintado porque los popes lo tenían escondido. El pan Apolek que acabo de descubrir es un pintor irreverente de la colonia Algarín; pinta sus cuadros según la sacra vanidad de sus vecinos y su fama ha llegado ya a la Del Valle, la Nápoles y hasta el Pedregal de San Ángel. Me mostró un retrato de una señora cincuentona con el rostro de Julia Roberts. Un diputado del PAN le encargó un retrato en el que sobresalieran los rasgos del padre Marcial Maciel, y un gobernador del PRI le ha pagado por adelantado un cuadro de la Última Cena donde él aparece como el apóstol Pedro, lo cual no parece tan extraño como que la imagen de Jesucristo es la de un tipo de bigote, calvo, orejón y con una sonrisa siniestra.
Uno de estos días leí las historias inéditas del padre Brown de Chesterton. Una de ellas, La máscara de midas, la escribió G. K. el último año de su vida, cuando ya estaba gravemente enfermo (1936). Era un cuento para no publicarse (así lo dispuso el autor); se descubrió apenas en 1991 en forma de fotocopia del manuscrito original, y fue publicado hace unos meses en la colección de relatos completos del padre Brown (El Acantilado, 2009). Como un legado a la humanidad del siglo XXI, La máscara de midas es –¿qué otra si no?– una historia de banqueros. De criminales, pues. Ya en otra parte G. K. había ironizado diciendo que sólo había personas peores que los ladrones de bancos: los banqueros. Y en la historia queda claro que los peores crímenes no los cometen los criminales. Pero no es de la última aventura del padre Brown de la que quiero hablar, sino del padre Brown mismo, el personaje que una vez estuvo en México (ver El escándalo del padre Brown) y unos extranjeros creyeron que era un típico mexicano. Lo cual no tiene nada de extraño si recordamos a cualquier cura de una vieja ranchería mexicana: raído de ropas, candoroso y noble, vivaz pero discretísimo, humilde pero seguro y valeroso, y de una inteligencia más aguda que la punta de un alfiler. Sin embargo, al padre Brown sólo he podido encarnarlo en mi profesor preparatoriano de historia de la filosofía, Manuel Lozada, que sonreía amablemente y miraba con generosa ironía a sus prójimos, advirtiendo quizá su incapacidad de ver lo evidente en una frase, una sombra, un ruido, la caída de una hoja del árbol de siempre, la cómica solemnidad de sus compañeros profesores. Manuel Lozada era, como el padre Brown, el sentido común en persona. Pero el sentido común no era lo que ahora se cree que es; no está en la superficie de las cosas y las personas, no es lo evidente-visible sino lo que está detrás de ellas, lo evidente-invisible. El sentido común no es común, excepto para los que tienen el misterioso poder de ver la verdad que esconden los rostros, los hechos y las palabras. Las críticas que se han hecho a G. K. no son siempre justas; no lo es el veneno que lanza el sabio de la cultura George Steiner cuando fustiga a “los apóstoles del sentido común” (la indirecta a Chesterton es tan obvia que el profundo Steiner peca de superficialidad). Pero el sentido común, que todos poseemos por el sólo hecho de pertenecer a la especie, se ha empañado con el paso de los siglos y la enfermedad de las miradas. Los sentidos son los mismos pero su funcionamiento ha variado. El gusto, el olfato o el oído no perciben igualmente en la Edad Media, en el Renacimiento o en estos años huecos. Y las miradas también son otras, cada vez más ciegas, torpes y erráticas. Ni en la familia ni en la escuela nos enseñan a mirar. Sólo el profesor Manuel Lozada veía lo que nadie sospechaba siquiera. Sólo él, con su sonrisilla cristiana y su mirada tímida, casi escurridiza, veía marcianos y naves espaciales donde los demás veíamos paredes descarapeladas y nubes sin destino. En honor a G. K., tal vez se podría decir que el sentido común de Manuel Lozada era de un realismo fuera de serie, pues era capaz de ver los fulgores achispados de los misterios del alma.

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