sábado, 16 de enero de 2010

Haití, el Nuevo Mundo

Bartolomé de las Casas tiene el mérito, entre muchos otros, de haber luchado incansablemente contra la violencia y la crueldad de la Conquista, de polemizar apasionadamente a favor de la dignidad de los indios, de denunciar la explotación indígena en las Antillas y de proponer remedios para evitar los males que atestiguó desde su primera estancia en Cuba y en La Española, remedios entre los cuales sobresalen la creación de pueblos de indios gobernados por caciques (comunidades libres de la Encomienda). En su defensa de los indios, sin embargo, hubo de aceptar que, para compensar a los españoles afectados, se trajeran esclavos de África que realizaran el trabajo de los indios, inaugurando de este modo la historia de la esclavitud negra en América. Un mérito doctrinal de Las Casas fue su visión de mestizaje: propuso que se llevase a las tierras conquistadas a labradores españoles –en lugar de las legiones de aventureros que se embarcaban– y edificar una sociedad hispano-indígena mediante la fusión étnica y cultural de los dos elementos en pugna. Bartolomé de las Casas basaba su esperanza en una colonización en la que los indios vieran con sorpresa a gente blanca que viviera del esfuerzo de sus propias manos, gente humilde y llana, y de ese ejemplo construir una cercanía espiritual y cultural libre de violencia y explotación. En la pasión polémica de Bartolomé de las Casas se gestó el mito del salvaje bueno y feliz, adelantándose más de doscientos años a Rousseau. La isla bautizada por Colón como La Española, a la que los indios de Cuba llamaban Haytí, “es de las más felices y grandes, graciosas, ricas, abundosas, deleitables del mundo”, escribe fray Bartolomé en su Historia de las Indias. En el paraíso terrenal que describe las aguas son dulcísimas, las tierras suavísimas y los aborígenes viven en estado de inocencia: “bondad natural, simplicidad, humildad, mansedumbre, pacabilidad (sic) e inclinaciones virtuosas, buenos ingenios, prontitud o prontísima disposición para recibir nuestra sancta fe. . . .” A la vez que desmiente un pequeño mito (que en Haytí había canibalismo), levanta otro de enormes proporciones y consecuencias éticas y políticas, el mismo que años más tarde habrá de utilizar para defender a los indios de la Nueva España de la desmedida ambición y crueldad de los conquistadores comandados por Hernán Cortes. Menos efusivo que Bartolomé de las Casas y que Gonzalo Fernández de Oviedo, el cronista Pedro Mártir de Anglería, el primero en escribir y dar a conocer la historia del Nuevo Mundo (él acuñó el término), expresaba: “Pero me parece que los isleños de La Española son más felices que aquéllos con tal que reciban la religión; porque, viviendo en la Edad de Oro, desnudos, sin pesos ni medidas, sin el mortífero dinero, sin leyes, sin jueces calumniosos, sin libros, contentándose con la naturaleza, viven sin solicitud ninguna acerca del porvenir. Sin embargo (viene aquí el escepticismo de Pedro Mártir que lo aleja de Las Casas y de Oviedo), también les atormenta la ambición del mando y se arruinan mutuamente con guerras, de la cual la peste no creo que se viera inmune de modo alguno la Edad de Oro”. El caso es que en La Española, conocida entonces como Haytí, Colón vio a “perros que nunca ladraban” y las Casas sella en su memoria que en dicha isla no había indios que hicieran mal a nadie ni tomaban lo ajeno, “antes daban lo que traían suyo”.
La tragedia de Haití ha vuelto los ojos de la humanidad no precisamente al paraíso terrenal, sino a uno de los pueblos más pobres del mundo. Sigue siendo, en un sentido contrario al que vieron los cronistas de las Indias, el Nuevo Mundo. Nuevo por olvidado, porque las miradas del presente lo están descubriendo. La misma Cuba, cuyos habitantes hace más de quinientos años calumniaran a los indios de Haití acusándolos de caníbales, ha decidido hoy permitir a la aviación norteamericana volar su espacio aéreo para transportar con más rapidez a los heridos a Guantánamo. Haití vuelve a ser el Nuevo Mundo, ese que estamos descubriendo todos; no se parece en nada al que describió Colón o al que glorificó Bartolomé de las Casas. Quinientos años de colonizaciones y esclavismos no han dejado en Haití los fundamentos de un desarrollo político propio, no obstante que fueron los haitianos los primeros en guerrear y lograr su independencia (1769-1804). Sin embargo, ninguna independencia real han logrado en doscientos años. Entre el colonialismo y las dictaduras, Haití es pobre entre los más pobres. Ha sufrido cientos de años de dictaduras y sufre hoy la orfandad de la inexistencia del Estado. El país antillano es, según todas las noticias, el reino del caos, la ley de la selva, el verdadero estado de naturaleza, nada que ver con el estado de inocencia vanagloriado por Bartolomé de las Casas. Ligado a la geografía pero distante en la historia, la República Dominicana también ha sufrido largas y crueles dictaduras, pero la cultura mestiza y una democracia en marcha ha logrado en poco tiempo más progreso material y político que el de varios siglos de opresión colonial y otro tanto de caudillos sanguinarios. Sumidos en el analfabetismo político y cultural, la extrema pobreza de los haitianos es una consecuencia que ahora está convertida en causa. Reconstruida la ciudad y el país, ¿a dónde va Haití? Es probable que los haitianos vivan, como decía el cronista de Indias Pedro Mártir, “sin solicitud ninguna acerca del porvenir”, pero las secuelas morales, políticas y sociales del desastre pueden ser aún más crueles. Con la restauración relativa de la normalidad, deben ser restauradas las instituciones públicas (por frágiles e ineficientes que sean) y empezar el difícil y largo camino de la democracia política.
Sorprende gratamente la oleada de ayuda de casi todos los países, incluidos los más pobres. En Bolivia muchos indígenas han acudido a los centros de acopio, no a dejar su contribución de agua, alimentos, medicinas, ropa y otros productos indispensables, sino a donar su sangre. A pesar de que la ayuda del mundo llegó pronto, los habitantes de Puerto Príncipe siguen solos y su dolor. Se dice que no hay infraestructura para trasladarla del aeropuerto a la ciudad, que el aeropuerto mismo se saturó a las primeras, que no hay combustible, electricidad, transporte ni autoridades locales que distribuyan la solidaridad internacional. La paradoja es cruel. George Steiner llama “una tercera cultura” a la revolución electrónica e informática. Sabemos que el robot se está acercando insensiblemente a los actos del pensamiento. La computadora es una herramienta indispensable en los negocios y las finanzas, en el gobierno y en la organización de los medios de comunicación, en la medicina, en todas las facetas del diseño y en el arte de la guerra. La pantalla electrónica se ha convertido en el espejo del hombre. En un segundo podemos comunicarnos a cualquier parte del mundo; los mensajes de texto nos llevan, como en una máquina del tiempo-espacio, a los sitios más remotos; con el dedo en una tecla del Internet es posible hacer compras y negocios, suscribir contratos, reunir voluntades dispersas, hacer pagos y transferencias millonarias. La pantalla electrónica, el espejo del hombre moderno, lo acerca y lo aleja irremediablemente. Pero en cambio la humanidad es incapaz de hacer llegar una garrafa de agua a un haitiano sediento, una gasa, una vacuna, un trozo de alimento.
Somos testigos del Nuevo Mundo del que habló Pedro Mártir en sus Décadas. En México sabemos de tragedias naturales y el terremoto de Haití nos obliga a vivir con un ojo al gato y otro al garabato. 25 millones de mexicanos estamos expuestos al infierno telúrico. Tenemos experiencia pero no estamos previniendo los daños severísimos que nos puede causar un nuevo terremoto: acuíferos sobreexplotados, deforestación irracional, desorden demográfico, crecimiento urbano salvaje, edificaciones de cartón, desmemoria histórica y una clase política pachorruda y pazguata.

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