Es cierto que el sistema político mexicano está urgido de reformas de fondo que remedien o atemperen sus defectos más graves. El debate que puso en marcha la iniciativa de reformas constitucionales del presidente Calderón ha generado una discusión que, sin ser nueva, es de actualidad. Políticos e intelectuales ya han expuesto las líneas generales del debate, y los argumentos a favor y en contra de las propuestas presidenciales vislumbran el curso y desenlace de las mismas en el Congreso.
El presidente expone que su iniciativa persigue dos objetivos centrales: “fortalecer el vínculo entre la ciudadanía y el sistema político e instituir mecanismos que permitan consolidar nuestras instituciones”. Objetivos loables pero demasiado generales. Para lograr tan elevados propósitos democráticos la iniciativa propone, entre las que tienen relación directa con el sistema de partidos, la elección consecutiva de legisladores federales y eliminar la prohibición (de no reelección) de legisladores locales, miembros del ayuntamiento y jefes delegacionales; reducir el número de integrantes de las cámaras de diputados y de senadores; instituir la segunda vuelta electoral en la elección del presidente de la república para el caso de que ningún candidato obtenga la mayoría necesaria para ser electo en la primera votación; incrementar el porcentaje mínimo de votación para que un partido político nacional conserve su registro, e incorporar la figura de las candidaturas independientes a todos los cargos de elección popular. Reforma ambiciosa, sin duda, pero desprovista de claridad bastante que diferencie medios y fines y omisa respecto de algunas realidades políticas que no están expuestas en la iniciativa.
Una democracia es necesariamente una democracia de partidos. Sin embargo, en nombre de esta verdad relativa se cometen abusos en términos absolutos. Las encuestas nos informan que los partidos son las instituciones más desprestigiadas de la sociedad. Y no es que los partidos tengan en algún lugar del mundo el aplauso entusiasta de los ciudadanos, pero el profundo descrédito de los nuestros es una amenaza latente a nuestra frágil democracia y además limita la formación de una mayor conciencia política. Los partidos tienen, en efecto, el monopolio del acceso al poder, pero la democracia no se agota con ellos. El fenómeno que se ha dado en llamar “partidocracia” no existe en esos términos, pues tal adjetivo supondría que los partidos políticos funcionan como instituciones modernas, democráticas y responsables. Lo que en realidad existe es un exceso de poder de los dirigentes. ¿De qué nos serviría, por ejemplo, la reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos si son las cúpulas de los partidos las que seleccionan a líderes y candidatos? ¿De qué pluralidad estamos hablando si las alianzas electorales las deciden las dirigencias, si decisiones de esta trascendencia no se someten a la discusión y votación de los miembros o militantes? ¿De qué le serviría a un buen presidente municipal tener el derecho de ser reelecto si un acuerdo cupular incluye esa candidatura en las negociaciones que acuerdan las élites?
La pregunta a la que quiero llegar es ¿qué reformas necesitamos para democratizar a los partidos? La unidad, lo sabe todo el mundo, es un valor primordial de una agrupación que busca el poder político. Pero en el caso mexicano el objetivo de la unidad ha anulado a otros fines de igual importancia: el debate interno, la competencia en condiciones de igualdad y equidad, la extensión y calidad de la conciencia democrática, el desarrollo de la cultura política de los ciudadanos, etcétera. Los candidatos de unidad, que se ha convertido en regla general de selección de líderes y candidatos, debiera ser la excepción. La regla general es la contienda interna, el debate entre aspirantes, el cotejo de méritos y deméritos de cada uno de ellos, el contraste de argumentos y propuestas y la libre votación de los electores. Es cierto que los candidatos de unidad protegen a los partidos de rupturas y divisiones fatales, pero por otro lado causan desaliento entre los miembros y abonan el terreno del rencor que a la larga fractura de modo más profundo e irremediable. Los métodos de consulta a la base y de encuestas de opinión son medios, no fines. En la lucha por el poder se busca ganar, pero no a cualquier precio ni con cualquiera. Vale la opinión pública pero valen más los principios democráticos. Entre ambos, la competencia interna es preferible que la obediencia sumisa, aun sabiendo que el proceso de selección y elección de líderes y candidatos tiene riesgos que deben ser enfrentados con la madurez y civilidad propias de una contienda democrática. Aprender a ganar y a perder es el aprendizaje fundamental de nuestro sistema de partidos. Si el debate y la competencia internos son las causas principales de división y ruptura, entonces la reforma política debe apuntar al fortalecimiento de la vida democrática de los propios partidos, y de este modo evitar que unos cuantos se apropien de decisiones trascendentes. Los partidos quieren reformar la democracia pero necesitamos que antes la democracia reforme a los partidos.
Lo que llamamos partidocracia es en realidad un eufemismo que encubre un problema peor: el exceso y abuso de poder de las élites de los partidos y de intereses contrarios al espíritu democrático. ¿Se ha logrado con este abuso de poder que no se cuelen los peores a las instituciones representativas y a los gobiernos? Los hechos dicen que no y la opinión pública avala esta negativa. Las propuestas de Calderón merecen una amplia discusión, pero siguen ausentes las iniciativas que, aunque menos espectaculares, provengan de abajo hacia arriba, que asciendan de la pequeña comunidad participativa a las alturas de los ideales constitucionales.
El presidente expone que su iniciativa persigue dos objetivos centrales: “fortalecer el vínculo entre la ciudadanía y el sistema político e instituir mecanismos que permitan consolidar nuestras instituciones”. Objetivos loables pero demasiado generales. Para lograr tan elevados propósitos democráticos la iniciativa propone, entre las que tienen relación directa con el sistema de partidos, la elección consecutiva de legisladores federales y eliminar la prohibición (de no reelección) de legisladores locales, miembros del ayuntamiento y jefes delegacionales; reducir el número de integrantes de las cámaras de diputados y de senadores; instituir la segunda vuelta electoral en la elección del presidente de la república para el caso de que ningún candidato obtenga la mayoría necesaria para ser electo en la primera votación; incrementar el porcentaje mínimo de votación para que un partido político nacional conserve su registro, e incorporar la figura de las candidaturas independientes a todos los cargos de elección popular. Reforma ambiciosa, sin duda, pero desprovista de claridad bastante que diferencie medios y fines y omisa respecto de algunas realidades políticas que no están expuestas en la iniciativa.
Una democracia es necesariamente una democracia de partidos. Sin embargo, en nombre de esta verdad relativa se cometen abusos en términos absolutos. Las encuestas nos informan que los partidos son las instituciones más desprestigiadas de la sociedad. Y no es que los partidos tengan en algún lugar del mundo el aplauso entusiasta de los ciudadanos, pero el profundo descrédito de los nuestros es una amenaza latente a nuestra frágil democracia y además limita la formación de una mayor conciencia política. Los partidos tienen, en efecto, el monopolio del acceso al poder, pero la democracia no se agota con ellos. El fenómeno que se ha dado en llamar “partidocracia” no existe en esos términos, pues tal adjetivo supondría que los partidos políticos funcionan como instituciones modernas, democráticas y responsables. Lo que en realidad existe es un exceso de poder de los dirigentes. ¿De qué nos serviría, por ejemplo, la reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos si son las cúpulas de los partidos las que seleccionan a líderes y candidatos? ¿De qué pluralidad estamos hablando si las alianzas electorales las deciden las dirigencias, si decisiones de esta trascendencia no se someten a la discusión y votación de los miembros o militantes? ¿De qué le serviría a un buen presidente municipal tener el derecho de ser reelecto si un acuerdo cupular incluye esa candidatura en las negociaciones que acuerdan las élites?
La pregunta a la que quiero llegar es ¿qué reformas necesitamos para democratizar a los partidos? La unidad, lo sabe todo el mundo, es un valor primordial de una agrupación que busca el poder político. Pero en el caso mexicano el objetivo de la unidad ha anulado a otros fines de igual importancia: el debate interno, la competencia en condiciones de igualdad y equidad, la extensión y calidad de la conciencia democrática, el desarrollo de la cultura política de los ciudadanos, etcétera. Los candidatos de unidad, que se ha convertido en regla general de selección de líderes y candidatos, debiera ser la excepción. La regla general es la contienda interna, el debate entre aspirantes, el cotejo de méritos y deméritos de cada uno de ellos, el contraste de argumentos y propuestas y la libre votación de los electores. Es cierto que los candidatos de unidad protegen a los partidos de rupturas y divisiones fatales, pero por otro lado causan desaliento entre los miembros y abonan el terreno del rencor que a la larga fractura de modo más profundo e irremediable. Los métodos de consulta a la base y de encuestas de opinión son medios, no fines. En la lucha por el poder se busca ganar, pero no a cualquier precio ni con cualquiera. Vale la opinión pública pero valen más los principios democráticos. Entre ambos, la competencia interna es preferible que la obediencia sumisa, aun sabiendo que el proceso de selección y elección de líderes y candidatos tiene riesgos que deben ser enfrentados con la madurez y civilidad propias de una contienda democrática. Aprender a ganar y a perder es el aprendizaje fundamental de nuestro sistema de partidos. Si el debate y la competencia internos son las causas principales de división y ruptura, entonces la reforma política debe apuntar al fortalecimiento de la vida democrática de los propios partidos, y de este modo evitar que unos cuantos se apropien de decisiones trascendentes. Los partidos quieren reformar la democracia pero necesitamos que antes la democracia reforme a los partidos.
Lo que llamamos partidocracia es en realidad un eufemismo que encubre un problema peor: el exceso y abuso de poder de las élites de los partidos y de intereses contrarios al espíritu democrático. ¿Se ha logrado con este abuso de poder que no se cuelen los peores a las instituciones representativas y a los gobiernos? Los hechos dicen que no y la opinión pública avala esta negativa. Las propuestas de Calderón merecen una amplia discusión, pero siguen ausentes las iniciativas que, aunque menos espectaculares, provengan de abajo hacia arriba, que asciendan de la pequeña comunidad participativa a las alturas de los ideales constitucionales.
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