La ciudad de México es bella porque está llena de sorpresas y es fea porque es inabarcable. Quizá sea lo mismo. He vivido en ella en varias ocasiones. La más sorprendente estancia ocurrió hace ya casi treinta años. Instalado en un pequeñísimo departamento en la colonia Moderna (el tamaño de la habitación fue la primera sorpresa para un provinciano acostumbrado al patio, a la huerta, al corral), a los pocos días recibí el recibo de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro con una leyenda sellada en el centro: “NO PAGUE. TIENE SALDO A FAVOR”. Así, con letras grandes y mayúsculas, como supongo que estaban escritos los mandamientos que Dios le entregó a Moisés y despreciados por el pueblo errante. Provinciano al fin, desconfiado en las buenas y confiado en las malas, al día siguiente fui a la oficina de la empresa y me formé en una fila de no más de diez personas. En cuanto le presenté el recibo a la muchacha de la ventanilla, me lo devolvió diciendo que yo tenía un saldo a favor y que esperara el siguiente recibo. No hubo manera de preguntarle por qué Luz y Fuerza del Centro tenía un adeudo conmigo (apenas tenía un mes en la ciudad de los palacios), o cuándo y quién había pagado de más y si el siguiente recibo no sería una ingrata sorpresa para mi escaso presupuesto mensual. Salí intranquilo de la oficina. El desasosiego aumentó cuando dos días después el administrador del edificio pasó a dejarme la cuenta del agua y el gas: veinte pesos un mes y treinta el otro. “¿Está seguro”?, pregunté con un sincero azoro. El mes siguiente llegó puntual el recibo de luz. El letrero era el mismo: “NO PAGUE. TIENE SALDO A FAVOR”. No me confié y fui a la oficina de Luz y Fuerza del Centro. Lo mismo: “No pague, tiene saldo a favor”, y la muchacha, sin mirarme ni un instante, dijo “El siguiente”. Entonces pregunté a los vecinos del edificio, al administrador: “¿no me estaré metiendo en un problemón con Luz y Fuerza del Centro?”. Un vecino chaparrito pero antropólogo me preguntó con una ironía que me dolió: “¿Usted de dónde viene”? Nunca supe por qué los veinte departamentos teníamos saldo a favor, pero más me sorprendió enterarme de que toda la colonia también era acreedora de esa providencial empresa públia. Los recibos de luz llegaban puntuales, pero a partir del tercero preferí vivir con la preocupación de un aviso desagradable que regresar con mi cara de provinciano de corral a enfrentarme con la eficiente cajera de la compañía. Pasaron más de dos años. El día que entregué el departamento lo hice no sin el temor de que, de pronto, llegara un inspector de Luz y Fuerza del Centro, acompañado de dos obesos pero aviesos gendarmes, a notificarme un proceso judicial y llevarme preso.
Las sorpresas de la ciudad de México ocurrían todos los días: un peso el metro, dos pesos el pesero, cincuenta centavos el camión. Mi ingreso mensual no era mucho, pero el costo del transporte me parecía francamente ridículo. Los días los pasaba en la biblioteca de la Universidad. Fue una sorpresa que hubiera comedor. Diez pesos la comida. No tan buena pero abundante. Lo mejor era el cine. En noviembre en la Cineteca Nacional podía uno ver películas estupendas por veinte pesos toda la serie. Y había mucho más, casi todo gratis: teatro, exposiciones, música, danza, salas de lectura, conferencias. . . La ciudad era un paraíso infernal que te daba a manos llenas a cambio del calvario que te causaba. Ya no era la ciudad más transparente del aire, pero en cambio era la época en que el presidente José López Portillo administraba la abundancia. En todos lados te ofrecían becas, apoyos bibliográficos, empleos públicos, tiempos completos, viajes de estudios, asesorías gubernamentales. La ciudad, además, era bellísima; el terremoto de 1957 era el pasado remoto, el agua fluía todos los días, los mercados y los grandes almacenes eran hormigueros de compradores. El futuro había llegado y era grandioso. Un sábado fui al mercado de Jamaica y me sorprendió la cantidad y variedad de flores que se ofrecían. Pensé en lo tristón de mi departamento y pedí veinte pesos de rosas rojas. Regresé con una enorme brazada que me permitió regalar flores a mis vecinas y con una caja de mangos que también distribuí con generosidad provinciana. A veces, por recomendación de un amigo de la Dirección Federal de Seguridad (la DFS, por sus siglas en el lenguaje del terror), comía en una de las fondas de la calle Topacio: platazos de arroz y de fideos, bisteces en abundancia, frijoles al gusto, postre, agua de frutas sin límite. Ahí conocí a Pola, una mesera vivaracha pero soñadora, que cuando supo que yo estudiaba epistemología (supongo que le pareció un trabajo agotador), repetía cucharadas de sopa y más bisteces. La vida en la ciudad de México era dura pero gratuita. Una casa de clase media pagaba de predial setenta pesos ¡por año! Para darnos una idea de la proporción, en esa época en provincia se pagaban doscientos pesos por bimestre.
La cultura y la intelectualidad estaban concentradas en esta hermosa ciudad. Había problemas, qué duda cabe, pero no se veían tan claramente, y además la prensa no los reflejaba, salvo el periódico unomasuno y las revistas Proceso y Siempre! Antes y después he residido en la metrópoli. Ninguna tan generosa como la de hace treinta años, durante la abundancia que no supimos administrar. La ciudad me sigue pareciendo hermosísima. Es pesada pero gratuita. En ninguna te cobran tres pesos por recorrerla de cabo a rabo. Con la extinción de la empresa Luz y Fuerza del Centro no sé si aún tengo saldo a favor, en cuyo caso haría bien en presentarme a cobrar lo que el Estado me debe. El mejor negocio en este país es el papel de víctima. No falla. Nadie quiere ser una víctima pero todos aspiran a haberlo sido, dice Todorov. El que fue víctima (real o figurada) es el actor principal de la escena pública. Y acaso la proliferación de víctimas sea el invisible pero poderoso muro con que se topa eso que llaman cultura democrática.
Las sorpresas de la ciudad de México ocurrían todos los días: un peso el metro, dos pesos el pesero, cincuenta centavos el camión. Mi ingreso mensual no era mucho, pero el costo del transporte me parecía francamente ridículo. Los días los pasaba en la biblioteca de la Universidad. Fue una sorpresa que hubiera comedor. Diez pesos la comida. No tan buena pero abundante. Lo mejor era el cine. En noviembre en la Cineteca Nacional podía uno ver películas estupendas por veinte pesos toda la serie. Y había mucho más, casi todo gratis: teatro, exposiciones, música, danza, salas de lectura, conferencias. . . La ciudad era un paraíso infernal que te daba a manos llenas a cambio del calvario que te causaba. Ya no era la ciudad más transparente del aire, pero en cambio era la época en que el presidente José López Portillo administraba la abundancia. En todos lados te ofrecían becas, apoyos bibliográficos, empleos públicos, tiempos completos, viajes de estudios, asesorías gubernamentales. La ciudad, además, era bellísima; el terremoto de 1957 era el pasado remoto, el agua fluía todos los días, los mercados y los grandes almacenes eran hormigueros de compradores. El futuro había llegado y era grandioso. Un sábado fui al mercado de Jamaica y me sorprendió la cantidad y variedad de flores que se ofrecían. Pensé en lo tristón de mi departamento y pedí veinte pesos de rosas rojas. Regresé con una enorme brazada que me permitió regalar flores a mis vecinas y con una caja de mangos que también distribuí con generosidad provinciana. A veces, por recomendación de un amigo de la Dirección Federal de Seguridad (la DFS, por sus siglas en el lenguaje del terror), comía en una de las fondas de la calle Topacio: platazos de arroz y de fideos, bisteces en abundancia, frijoles al gusto, postre, agua de frutas sin límite. Ahí conocí a Pola, una mesera vivaracha pero soñadora, que cuando supo que yo estudiaba epistemología (supongo que le pareció un trabajo agotador), repetía cucharadas de sopa y más bisteces. La vida en la ciudad de México era dura pero gratuita. Una casa de clase media pagaba de predial setenta pesos ¡por año! Para darnos una idea de la proporción, en esa época en provincia se pagaban doscientos pesos por bimestre.
La cultura y la intelectualidad estaban concentradas en esta hermosa ciudad. Había problemas, qué duda cabe, pero no se veían tan claramente, y además la prensa no los reflejaba, salvo el periódico unomasuno y las revistas Proceso y Siempre! Antes y después he residido en la metrópoli. Ninguna tan generosa como la de hace treinta años, durante la abundancia que no supimos administrar. La ciudad me sigue pareciendo hermosísima. Es pesada pero gratuita. En ninguna te cobran tres pesos por recorrerla de cabo a rabo. Con la extinción de la empresa Luz y Fuerza del Centro no sé si aún tengo saldo a favor, en cuyo caso haría bien en presentarme a cobrar lo que el Estado me debe. El mejor negocio en este país es el papel de víctima. No falla. Nadie quiere ser una víctima pero todos aspiran a haberlo sido, dice Todorov. El que fue víctima (real o figurada) es el actor principal de la escena pública. Y acaso la proliferación de víctimas sea el invisible pero poderoso muro con que se topa eso que llaman cultura democrática.
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