En sus memorias el escritor húngaro Sándor Márai recuerda el odio especial que produce la inflación: todo el mundo odia a todo el mundo. Es un odio distinto a otros: es difuso, constante, nebuloso; carcome el ánimo y desertifica las miradas; apesadumbra los pasos y enflaquece la esperanza. Y cuando la gente comprende que no vale la pena esperar a nadie ni nada, empieza a odiar. Es un odio ambiguo pero venenoso. No estamos en México en el extremo de desesperanza que describe Márai. El mundo de hoy es incomparable con el de los primeros años de la post guerra europea. Sin embargo, el extremo existe: es posible porque es humano. Es asimismo incomparable la inflación de hasta un 5 por ciento que se pronostica para el 2010 con la del 170 por ciento que sufrimos en 1987. Las comparaciones pueden ser odiosas –amargas, quisquillosas, inquisitivas– pero algunas son necesarias y pueden ser útiles: nos dan noticia cierta del pasado. Es tarea de los historiadores refrescar la memoria, humanizar el recuerdo, poner en carne y hueso hechos y biografías. Independientemente del tiempo transcurrido, existen realidades actuales muy similares a otras que lo mismo pueden ser próximas o distantes. Por ejemplo, si se habla de la corrupción de la vida pública, ¿cómo no recordar la corrupción alemanista (1946-1952), una etapa que ya pocos recuerdan pero que marcó la institucionalización del atraco público, el derroche institucionalizado y el enriquecimiento ilegal de funcionarios y empresarios? Si se revisa el sexenio y la personalidad de José López Portillo (1976-1982), ¿cómo no recordar la personalidad del caudillo Antonio López de Santa Anna? ¿No es la memoria histórica el más útil de los contrapesos que nos previene de los excesos utópicos del presente?
Es cierto, la mayoría de los mexicanos aún no nacía en 1987 o eran niños, pero los efectos de la catástrofe económica que le produjo al país la barbarie populista de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo gravitan, pesarosos y actuantes, en la economía del presente. Decían los antiguos que el mal sobrevive al que lo produce. Si el petróleo se está acabando y la clase política no se ha decidido seria y responsablemente a reformar el andamiaje constitucional, legal, administrativo y sindical de este monopolio del Estado, la explicación nos remite obligadamente a su historia. Con el petróleo nos puede pasar lo mismo que a la lechera de la fábula de Esopo: muy pronto nos estaremos peleando por lo que no existe. No puede complacernos lo incomparable. Ya sabemos que la democracia es bella si la comparamos con el terror totalitario. Pero abandonada a sí misma, la democracia no tiene, ni vista de lejos, una buena facha; y, sin embargo, gracias a ella el sistema político ha venido desprendiéndose de muchos de sus vicios ancestrales. Se ha avanzado pero aún son muchos los pendientes. No hay motivo de complacencia en comparar la inflación de un 5 por ciento pronosticada para el 2010 con la del 170 por ciento de 1987. En el caso de la actual inflación, el cotejo debe mirar un espejo más claro, pero es saludable refrescar la memoria colectiva, sobre todo para no convertirnos en el laudator temporis actis de Horacio, y llegar a creer que todo tiempo pasado fue mejor, sólo porque fue pasado.
La realidad es terca y no se ve reflejada en el espejo de los números oficiales ni en los análisis de los economistas. Los precios de algunos productos de consumo diario se dispararon en diciembre hasta en un 30 por ciento. Fue el grosero epitafio de un año difícil. Independientemente de los porcentajes, la inflación es un atizador del odio. En las casas y en las calles la violencia es más visible y peligrosa. Los informes oficiales no se ven con suspicacia sino con desprecio. Las secuelas de la crisis son tantas y tan cotidianas que nadie tendrá elementos de juicio para creer que la crisis ha sido superada, aunque la macroeconomía lo predique todos los días.
Podemos conocer los más importantes aspectos de la crisis económica pero difícilmente podemos comprender sus consecuencias morales y los efectos emocionales: temor, incertidumbre, desmoralización, agresividad, violencia. En este desconocimiento se confirman los equívocos de los economistas. Hace unos días Gabriel Zaid nos recomendó que aprendiéramos economía para cuidarnos de los economistas. Tiene razón: la realidad humilla a una ciencia tan arrogante como la economía. Las realidades sociales –los millones de personas que diariamente compran maíz, frijol, avena, habas o lentejas– no se dejan reducir –ni seducir– por las ecuaciones estadísticas. Los economistas caminan en un pantano. Su oficio es el futuro. ¡Hablan con una seguridad sólo comparable con la de los teólogos! Acierta Zaid al argumentar que la economía mexicana nunca había estado tan mal como cuando la deciden los economistas.
El presidente Calderón parece agobiado. Las palabras están desgastadas. Sin embargo, Calderón pone el dedo en una de las llagas de la democracia: la opacidad de los gobiernos estatales. La crítica ha de entenderse como autocrítica. Es cierto, hay gobernadores y alcaldes que administran los recursos y la información como si fueran de su propiedad. Algunos de ellos (Estado de México, Veracruz, Nayarit, Tamaulipas) gastan más en pregonar las proezas de sus gobiernos que el costo de las obras que presumen. De manera paralela a las soluciones económicas para contener los efectos de la carestía y el desempleo, las soluciones democráticas son impostergables. Necesitamos más transparencia y rendición de cuentas, más información pública, más división de poderes, más competencia política, partidos políticos más democráticos, elecciones más equitativas. Aún es válida la expresión de Octavio Paz al final del desastre de López Portillo: “Necesitamos un proyecto nacional más humilde”.
Es cierto, la mayoría de los mexicanos aún no nacía en 1987 o eran niños, pero los efectos de la catástrofe económica que le produjo al país la barbarie populista de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo gravitan, pesarosos y actuantes, en la economía del presente. Decían los antiguos que el mal sobrevive al que lo produce. Si el petróleo se está acabando y la clase política no se ha decidido seria y responsablemente a reformar el andamiaje constitucional, legal, administrativo y sindical de este monopolio del Estado, la explicación nos remite obligadamente a su historia. Con el petróleo nos puede pasar lo mismo que a la lechera de la fábula de Esopo: muy pronto nos estaremos peleando por lo que no existe. No puede complacernos lo incomparable. Ya sabemos que la democracia es bella si la comparamos con el terror totalitario. Pero abandonada a sí misma, la democracia no tiene, ni vista de lejos, una buena facha; y, sin embargo, gracias a ella el sistema político ha venido desprendiéndose de muchos de sus vicios ancestrales. Se ha avanzado pero aún son muchos los pendientes. No hay motivo de complacencia en comparar la inflación de un 5 por ciento pronosticada para el 2010 con la del 170 por ciento de 1987. En el caso de la actual inflación, el cotejo debe mirar un espejo más claro, pero es saludable refrescar la memoria colectiva, sobre todo para no convertirnos en el laudator temporis actis de Horacio, y llegar a creer que todo tiempo pasado fue mejor, sólo porque fue pasado.
La realidad es terca y no se ve reflejada en el espejo de los números oficiales ni en los análisis de los economistas. Los precios de algunos productos de consumo diario se dispararon en diciembre hasta en un 30 por ciento. Fue el grosero epitafio de un año difícil. Independientemente de los porcentajes, la inflación es un atizador del odio. En las casas y en las calles la violencia es más visible y peligrosa. Los informes oficiales no se ven con suspicacia sino con desprecio. Las secuelas de la crisis son tantas y tan cotidianas que nadie tendrá elementos de juicio para creer que la crisis ha sido superada, aunque la macroeconomía lo predique todos los días.
Podemos conocer los más importantes aspectos de la crisis económica pero difícilmente podemos comprender sus consecuencias morales y los efectos emocionales: temor, incertidumbre, desmoralización, agresividad, violencia. En este desconocimiento se confirman los equívocos de los economistas. Hace unos días Gabriel Zaid nos recomendó que aprendiéramos economía para cuidarnos de los economistas. Tiene razón: la realidad humilla a una ciencia tan arrogante como la economía. Las realidades sociales –los millones de personas que diariamente compran maíz, frijol, avena, habas o lentejas– no se dejan reducir –ni seducir– por las ecuaciones estadísticas. Los economistas caminan en un pantano. Su oficio es el futuro. ¡Hablan con una seguridad sólo comparable con la de los teólogos! Acierta Zaid al argumentar que la economía mexicana nunca había estado tan mal como cuando la deciden los economistas.
El presidente Calderón parece agobiado. Las palabras están desgastadas. Sin embargo, Calderón pone el dedo en una de las llagas de la democracia: la opacidad de los gobiernos estatales. La crítica ha de entenderse como autocrítica. Es cierto, hay gobernadores y alcaldes que administran los recursos y la información como si fueran de su propiedad. Algunos de ellos (Estado de México, Veracruz, Nayarit, Tamaulipas) gastan más en pregonar las proezas de sus gobiernos que el costo de las obras que presumen. De manera paralela a las soluciones económicas para contener los efectos de la carestía y el desempleo, las soluciones democráticas son impostergables. Necesitamos más transparencia y rendición de cuentas, más información pública, más división de poderes, más competencia política, partidos políticos más democráticos, elecciones más equitativas. Aún es válida la expresión de Octavio Paz al final del desastre de López Portillo: “Necesitamos un proyecto nacional más humilde”.
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