El bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución llegan en un mal momento. Son, como se suele decir, visitas inoportunas. ¡Y llegaron para quedarse todo el año! Por favor, nada de lugares comunes: que estábamos mejor antes de la Revolución, que sobre el país penden riesgos temibles de estallidos sociales, que hace falta otra revolución o insensateces por el estilo. El problema es que las visitas centenarias llegan como cronómetros, no como termómetros. Se pregunta Joseph Brodsky: “¿Es la historia un simple instrumento para medir nuestra capacidad de distanciamiento de los hechos, una especie de anti-termómetro? La historia, que solía constituir la fuente de la formación ética de la sociedad, ha dado un giro radical."
La historia, dicen, es otro país, un lugar donde hacen las cosas de un modo extraño, como en los mundos de los malayos que narra Joseph Conrad. Así, por tanto, me parece oportuno mencionar un hecho del presente como el medio que nos puede transportar a ese extraño lugar al que llamamos “Historia Patria”. Apenas ayer el presidente Felipe Calderón dijo una verdad sobre la verdad: la verdad oficial ya no es la única verdad; se ha superado el autoritarismo que imponía sus dogmas y sus prejuicios; el presidente de la república ya no es el tlatoani que fue durante cientos o miles de años. Tal es mi interpretación libre de las palabras del presidente, que textualmente son: “En el México de hoy dejó de imperar como verdad única la visión oficial y las decisiones que se toman no son sólo las del presidente de la República”. Con esas palabras el presidente dio inicio al programa “Discutamos México” que transmitirán el Canal 11 y las estaciones del IMER. La respuesta de don Miguel León Portilla precisó la cuestión discutir México es criticarlo, dijo.Tal vez a muy pocos le interesen las palabras del presidente. Parece que los propios no las entienden y los impropios no las quieren entender. Sin embargo, en términos democráticos, son las más importantes que ha dicho en más de tres años de gobierno. Hemos sido testigos del declive del presidencialismo autoritario, pero en términos políticos, históricos y éticos es de gran importancia que el presidente Calderón lo diga pues en sus palabras tenemos el derecho de advertir un nuevo reto y una responsabilidad: discutir México es el objeto más necesario y útil de las conmemoraciones centenarias. Y es que en todo el país se han formado cientos o miles de comisiones y comités de festejos, y muchos buscamos ya algún refugio para protegernos de la tormenta de proezas y héroes que se nos vienen encima.
En las palabras presidenciales no hubo el triunfalismo desfachatado del presidente Fox y en su tono tampoco hubo el aire soberbio de los dirigentes del PAN. Hubo, en cambio, sobriedad: es injusto no reconocer que hemos avanzado y sería irresponsable ignorar que el camino es largo, que falta mucho por hacer. ¿Qué falta por hacer? Mucho. Es urgente reducir la tremenda desigualdad social de los mexicanos. Antes, sin embargo, podríamos recordarle al presidente Calderón que él no es el propietario (ni el copropietario, ni el arrendatario, ni el concesionario, ni el poder tras el trono, ni el fiel de la balanza, ni el dedo divino, ni el fedatario, ni el dueño de la franquicia, ni el primer militante del país) del Partido Acción Nacional. Es, como presidente de la república postulado por ese partido, un factor real de poder, pero siempre acotado por las reglas, la competencia y los principios democráticos internos. Y puede ser, dependiendo de sus virtudes políticas y sus méritos como gobernante, un líder con autoridad moral para contribuir a la unidad y congruencia de su partido.
Que la verdad oficial no sea ya la única verdad de los mexicanos –ni siquiera la más importante– es uno de los hilos que algunos historiadores han cogido para desenredar la madeja de doscientos años de Independencia, contados desde luego a partir del Grito de Dolores. Sobresale, por su acuciosidad, rigor y escritura, la biografía del poder de Enrique Krauze, de Hidalgo a Salinas de Gortari. Es una obra magna la de Krauze, de las más importantes que se han escrito en México y sobre México. Los historiadores pueden ser vistos o definidos como se quiera, pero un buen historiador es por definición un buen escritor. Significa ello que tiene la obligación ética de hacerse entender. Tal vez por ese escrúpulo moral el historiador Jean Meyer se pregunta “¿Cómo escribir la historia?" Porque ¿qué son los archivos y la mesa repleta de documentos sino la primera gran mentira de la historia? El cuestionamiento se lo hace Meyer en esa temible soledad que desespera al historiador frente a los documentos, los personajes y los intríngulis de la escritura de la historia, con el tiempo encima, con las dudas más encima, con los escrúpulos metidos en la conciencia, con la honradez intelectual que coteja nombres, fechas, genealogías, circunstancias, azares, con la Editorial contando los días como los contaba el prestamista de Dostoievski cuando el gran escritor debía escribir El jugador en 26 días. Es Jean Meyer tejiendo las historias de Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México (1862-1867). El historiador tiene, como escritor, una responsabilidad fundamental con la escritura. Es bueno recordarlo, sobre todo ahora que han llegado las visitas centenarias.
Los centenarios que este año redondo se conmemoran ya han causado una nueva explosión demográfica: aumenta el número de escritores por cada lector. Ya se sabe que somos un país de escritores, no de lectores. Suele decirse en broma que en México hay escritores que han escrito más libros de los que han leído. La broma no es necesariamente falsa. Ahora, con motivo de los centenarios, los historiadores agravarán el fenómeno demográfico. "Los demasiados libros (de historia)", diría Gabriel Zaid. Las librerías ya están hasta el tope de libros conmemorativos. Los más vendidos son por desgracia los más malos. Ha crecido incontenible la legión de los “desmitificadores”. No son historiadores; si acaso, cronistas del corazón o “paparazi” (dice Guillermo Cabrera Infante que la palabra proviene de un verbo italiano que significa, casi, comer carroña). Los carroñeros de la historia, pues, figurarán en las listas de los libros más vendidos. Basta que descubran en el héroe un desliz amoroso, un hijo fuera de matrimonio, una carta escondida, una palabra altisonante, para escribir, a veces en unas cuantas semanas, un mamotreto de cuatrocientas páginas. Sin embargo, entre los cientos de libros conmemorativos que atiborrarán las librerías, sólo unos cuantos valen la pena y el gasto. La libertad de escribir y publicar libros es una señal democrática, pero es más democrático aprender a discernir.
Entre los clásicos de la actualidad hay sin duda libros de historia de excelente manufactura narrativa. Yo pondría la biografía del poder de Enrique Krauze. La obra de Jean Meyer es imprescindible, sobre todo su Historia de los cristianos en América Latina y el clásico La Cristiada. Por supuesto, no puede faltar el citado libro sobre los oficiales franceses durante la Intervención Francesa. De Katz hay que leer los dos tomos de Pancho Villa; de Brading no pueden faltar El nacionalismo mexicano y, sobre todo, Mito y profecía en la historia de México. Si algún lector quiere conocer los hechos y personalidad de Hernán Cortés, asegúrese con Hernán Cortés de José Luis Martínez y La Conquista de América de Tzvetan Todorov. Y apenas para abrir boca.
Dice este escritor búlgaro que toda sociedad tiene una obligación para con su pasado, pero que las lecciones preferidas de la historia son cuando somos héroes o cuando somos víctimas. Pero –agrega– las páginas menos gloriosas pueden ser las más instructivas si las leemos integralmente. Lo que importa es la lucidez. La condena o la glorificación absolutas del pasado son los temibles muros que impiden su comprensión.
La historia, dicen, es otro país, un lugar donde hacen las cosas de un modo extraño, como en los mundos de los malayos que narra Joseph Conrad. Así, por tanto, me parece oportuno mencionar un hecho del presente como el medio que nos puede transportar a ese extraño lugar al que llamamos “Historia Patria”. Apenas ayer el presidente Felipe Calderón dijo una verdad sobre la verdad: la verdad oficial ya no es la única verdad; se ha superado el autoritarismo que imponía sus dogmas y sus prejuicios; el presidente de la república ya no es el tlatoani que fue durante cientos o miles de años. Tal es mi interpretación libre de las palabras del presidente, que textualmente son: “En el México de hoy dejó de imperar como verdad única la visión oficial y las decisiones que se toman no son sólo las del presidente de la República”. Con esas palabras el presidente dio inicio al programa “Discutamos México” que transmitirán el Canal 11 y las estaciones del IMER. La respuesta de don Miguel León Portilla precisó la cuestión discutir México es criticarlo, dijo.Tal vez a muy pocos le interesen las palabras del presidente. Parece que los propios no las entienden y los impropios no las quieren entender. Sin embargo, en términos democráticos, son las más importantes que ha dicho en más de tres años de gobierno. Hemos sido testigos del declive del presidencialismo autoritario, pero en términos políticos, históricos y éticos es de gran importancia que el presidente Calderón lo diga pues en sus palabras tenemos el derecho de advertir un nuevo reto y una responsabilidad: discutir México es el objeto más necesario y útil de las conmemoraciones centenarias. Y es que en todo el país se han formado cientos o miles de comisiones y comités de festejos, y muchos buscamos ya algún refugio para protegernos de la tormenta de proezas y héroes que se nos vienen encima.
En las palabras presidenciales no hubo el triunfalismo desfachatado del presidente Fox y en su tono tampoco hubo el aire soberbio de los dirigentes del PAN. Hubo, en cambio, sobriedad: es injusto no reconocer que hemos avanzado y sería irresponsable ignorar que el camino es largo, que falta mucho por hacer. ¿Qué falta por hacer? Mucho. Es urgente reducir la tremenda desigualdad social de los mexicanos. Antes, sin embargo, podríamos recordarle al presidente Calderón que él no es el propietario (ni el copropietario, ni el arrendatario, ni el concesionario, ni el poder tras el trono, ni el fiel de la balanza, ni el dedo divino, ni el fedatario, ni el dueño de la franquicia, ni el primer militante del país) del Partido Acción Nacional. Es, como presidente de la república postulado por ese partido, un factor real de poder, pero siempre acotado por las reglas, la competencia y los principios democráticos internos. Y puede ser, dependiendo de sus virtudes políticas y sus méritos como gobernante, un líder con autoridad moral para contribuir a la unidad y congruencia de su partido.
Que la verdad oficial no sea ya la única verdad de los mexicanos –ni siquiera la más importante– es uno de los hilos que algunos historiadores han cogido para desenredar la madeja de doscientos años de Independencia, contados desde luego a partir del Grito de Dolores. Sobresale, por su acuciosidad, rigor y escritura, la biografía del poder de Enrique Krauze, de Hidalgo a Salinas de Gortari. Es una obra magna la de Krauze, de las más importantes que se han escrito en México y sobre México. Los historiadores pueden ser vistos o definidos como se quiera, pero un buen historiador es por definición un buen escritor. Significa ello que tiene la obligación ética de hacerse entender. Tal vez por ese escrúpulo moral el historiador Jean Meyer se pregunta “¿Cómo escribir la historia?" Porque ¿qué son los archivos y la mesa repleta de documentos sino la primera gran mentira de la historia? El cuestionamiento se lo hace Meyer en esa temible soledad que desespera al historiador frente a los documentos, los personajes y los intríngulis de la escritura de la historia, con el tiempo encima, con las dudas más encima, con los escrúpulos metidos en la conciencia, con la honradez intelectual que coteja nombres, fechas, genealogías, circunstancias, azares, con la Editorial contando los días como los contaba el prestamista de Dostoievski cuando el gran escritor debía escribir El jugador en 26 días. Es Jean Meyer tejiendo las historias de Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México (1862-1867). El historiador tiene, como escritor, una responsabilidad fundamental con la escritura. Es bueno recordarlo, sobre todo ahora que han llegado las visitas centenarias.
Los centenarios que este año redondo se conmemoran ya han causado una nueva explosión demográfica: aumenta el número de escritores por cada lector. Ya se sabe que somos un país de escritores, no de lectores. Suele decirse en broma que en México hay escritores que han escrito más libros de los que han leído. La broma no es necesariamente falsa. Ahora, con motivo de los centenarios, los historiadores agravarán el fenómeno demográfico. "Los demasiados libros (de historia)", diría Gabriel Zaid. Las librerías ya están hasta el tope de libros conmemorativos. Los más vendidos son por desgracia los más malos. Ha crecido incontenible la legión de los “desmitificadores”. No son historiadores; si acaso, cronistas del corazón o “paparazi” (dice Guillermo Cabrera Infante que la palabra proviene de un verbo italiano que significa, casi, comer carroña). Los carroñeros de la historia, pues, figurarán en las listas de los libros más vendidos. Basta que descubran en el héroe un desliz amoroso, un hijo fuera de matrimonio, una carta escondida, una palabra altisonante, para escribir, a veces en unas cuantas semanas, un mamotreto de cuatrocientas páginas. Sin embargo, entre los cientos de libros conmemorativos que atiborrarán las librerías, sólo unos cuantos valen la pena y el gasto. La libertad de escribir y publicar libros es una señal democrática, pero es más democrático aprender a discernir.
Entre los clásicos de la actualidad hay sin duda libros de historia de excelente manufactura narrativa. Yo pondría la biografía del poder de Enrique Krauze. La obra de Jean Meyer es imprescindible, sobre todo su Historia de los cristianos en América Latina y el clásico La Cristiada. Por supuesto, no puede faltar el citado libro sobre los oficiales franceses durante la Intervención Francesa. De Katz hay que leer los dos tomos de Pancho Villa; de Brading no pueden faltar El nacionalismo mexicano y, sobre todo, Mito y profecía en la historia de México. Si algún lector quiere conocer los hechos y personalidad de Hernán Cortés, asegúrese con Hernán Cortés de José Luis Martínez y La Conquista de América de Tzvetan Todorov. Y apenas para abrir boca.
Dice este escritor búlgaro que toda sociedad tiene una obligación para con su pasado, pero que las lecciones preferidas de la historia son cuando somos héroes o cuando somos víctimas. Pero –agrega– las páginas menos gloriosas pueden ser las más instructivas si las leemos integralmente. Lo que importa es la lucidez. La condena o la glorificación absolutas del pasado son los temibles muros que impiden su comprensión.
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