martes, 22 de diciembre de 2009

La otra fe de nuestros padres

“¿Por qué nació Jesús en un establo, y no en su casa?", se pregunta Gabriel Zaid. Y responde: “Porque José fue requerido por el fisco en la ventanilla de Belén, aunque tenía el negocio en Nazaret”.
Una falsedad se ha cometido con el padre de Jesús, con “Señor San José”, como decía mi madre con una devoción fuera de serie. Se le tiene por representante de los obreros cuando en realidad nunca fue un obrero. José era carpintero. Su negocio lo tenía en su casa y a veces era ayudado por María y el niño Jesús. El hogar productivo es una tradición milenaria, dice Zaid. Sin embargo, el papa Pío XII trampeó su figura con el título de “San José Obrero” e instituyó para recordarlo –nada original, por cierto– el primero de mayo, el día en que se conmemora el trabajo –no trabajando, por cierto. Escribe Zaid: “Pero José no era obrero, sino empresario. No necesitaba empleo, sino que lo dejaran trabajar, en vez de peregrinar de una ventanilla a otra. No dependía de un patrón, sino de autoridades que imponen trámites a ciegas, aunque trastornen la vida de los demás.” Creo que si la familia de José es calificada de “sagrada” no es por otra cosa sino porque el sustento era ganado en la bendita comunidad de la familia. Que después Jesús se dedicara a la política no fue por falta de buenos ejemplos, sino por circunstancias que sólo nos pueden explicar los teólogos. Se puede decir, sin embargo, que dos mil años después, en los días que vivimos, hacen falta más los carpinteros que los políticos.
Antes se decía a los gorrones “¡Que te mantenga el gobierno!”. Tal vez la gente suponía que el gobierno tenía dinero propio, un dinero que no provenía del trabajo de la propia gente. Ya no decimos eso; hemos aprendido que el gobierno es, ante todo, un recaudador de impuestos; luego, en segundo lugar, un administrador del tiempo de la población. Gracias a este aprendizaje ya no nos atrevemos a decirle a los flojos que los mantenga el gobierno, sino que trabajen. La “empleomanía” pública fue denunciada por José María Luis Mora como uno de los vicios de los primeros gobiernos del México independiente. El Doctor Mora estaba lejos de imaginar que durante el siglo XX el Estado se convertiría en el principal empleador. Trabajar por cuenta propia, sin embargo, es una aspiración tan antigua como la necesidad de comer o respirar. Alcanzar la independencia en el trabajo ha sido un anhelo cultural profundo, pero ese anhelo ha venido a menos en la medida en que nos han convencido de que es preferible la seguridad que ofrece la dependencia laboral (aunque nos amargue la existencia) a los riesgos que nos ofrece la libertad de tener un negocio propio (que es fuente de una escéptica felicidad). El anhelo de independencia ha venido a menos también porque cada vez es más difícil llevarlo a cabo. Entre impuestos injustos, prestaciones absurdas y trámites interminables, cualquiera se desanima. Queda en el frente, como esperanza única para luchar por la vida, la economía informal: instalar un pequeño negocio en casa (casi clandestino), producir algo para vender, aprovechar las ventajas del mercado más obvio y comprensivo que es el de familiares y amigos y esconderse de inspectores municipales, de seguridad e higiene, del seguro social que convierte en nada todo lo que toca, de protección civil que te exigen salida de emergencia y extinguidores, de Hacienda que te exigen cuentas y facturas. . .
Una paradoja de los estudios universitarios es que por un lado nos capacitan para lograr más fácilmente el desarrollo personal y por el otro nos impiden llevarlo a cabo. Suele triunfar lo segundo sobre lo primero. Ya se sabe que a más títulos y grados académicos corresponden más expectativas personales y familiares. La realidad es que los más altos porcentajes de desempleo se dan entre los universitarios, en buena parte porque los profesionistas no estamos preparados ni para el empleo formal ni para el trabajo por cuenta propia. La paradoja es más cruel si consideramos que las universidades no nos forman en la alegría del conocimiento, en el disfrute de bienes culturales o en la satisfacción del progreso moral. Las universidades no nos hacen competentes para conseguir un empleo y tampoco nos liberan de la ignorancia. Elevado el dinero al altar mayor, todo lo demás nos parece vacuo, inútil, aburrido. Las universidades, en efecto, son fábricas de desempleados, pero son algo peor: son industrias de expectativas insatisfechas, productoras de infelicidad. Estudiar fue durante siglos el más importante medio de progreso y movilidad. La fe de nuestros padres no era solamente el conjunto de prácticas y costumbres religiosas y morales que tan sinceramente recuerda el escritor mallorquino Valentí Puig (La fe de nuestros padres. Una reflexión católica para el siglo XXI. Ediciones Península, 2007) sino el anhelo de que los hijos tuviéramos una vida menos pobre o vejatoria de la que ellos tuvieron. La otra fe de nuestros padres era la fe en el trabajo, esa fe primitiva de la que habla Santayana y que en la cultura de nuestros padres era la convicción de que un hijo debía prepararse para ganarse la vida y ser un hombre de provecho. El valor por excelencia de la otra fe de nuestros padres era el esfuerzo personal. Trabajar o ser un hombre trabajador era la más apreciada de las virtudes, con título o sin él. La otra fe de nuestros padres no hablaba de utilidades millonarias, exportaciones, sucursales y otras desmesuras por el estilo. Sólo se trataba de ser un hombre de bien, un hombre responsable de granjearse la vida. “Granjéate a la gente”, era la máxima con la que nuestros padres nos invitaban a entrar en la sociedad.
El ideal de la gente común era el de trabajar por cuenta propia y muchos lo conseguían. El ideal era grande porque era práctico. Los ideales de riqueza inmensa que nos imponen los grandes empresarios, la educación universitaria y el Estado son ideales pequeños y bofos porque son irrealizables. A cambio de impedir que la gente haga posible el ideal de no depender, nos ofrecen la creación de empleos bien remunerados; es decir, una ilusión: “Ya veremos cómo, un siglo de estos”, ironiza Zaid. A pesar de tantas pruebas en contra, la política económica sigue fincada en una falsedad: crear millones de empleos bien pagados. Pero crear empleos de cualquier tipo se ha vuelto carísimo. Y los empleos, a pesar de todo, los crean los pequeños negocios. El pequeño empresario crea un empleo para ser ayudado en el negocio, no para que otros trabajen por él. La utilidad que obtiene, que en promedio no rebasa los cuatro salarios mínimos según documenta Zaid, no puede ser mucho mayor, acaso porque si el objetivo principal fuera la ganancia sería preferible dedicarse al delito o a la política. Los pequeños negocios son rentables no porque de ellos se obtengan grandes ganancias sino porque las que se obtienen son el resultado del esfuerzo personal y familiar y porque satisfacen el más elemental de los deberes humanos, que es ganarse la vida honradamente. Un propietario de un pequeño negocio de abarrotes no puede contratar a un empleado que le ayude en la tiendita por el temor fundado de que el IMSS llegue y le imponga una multa que no podría pagar con la ganancia de seis meses. Está muy bien promover la inversión nacional e internacional, pero es inhumano y antisocial impedir el desarrollo de millones de personas que lo único que quieren es ganar el pan de sus familias. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Por qué vemos como fracasados a quienes con un pequeñísimo capital producen algo y logran la autosuficiencia? ¿Acaso todos deben cursar doctorados y ser todos empresarios audaces, agresivos y ambiciosos que buscan el éxito económico al precio que sea, como sea y caiga quien caiga? Este tipo de progreso es ilusorio, una engañifa. No hay progreso ahí donde no hay solidez moral o donde no se tiene claridad para diferenciar los medios y los fines. El verdadero progreso, decía Chesterton, carece de significado si no se tienen en cuenta los valores de la vida humana.

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