En un apunte de su Diario íntimo Benjamín Constant, luego de leer El espíritu de las leyes, saluda con exclamación la perspicacia de Montesquieu. Si Montesquieu –escribe Constant– hubiera escrito la historia de las leyes y no su espíritu, no habría pasado de ser un autor político del montón. No exagero al decir que si los redactores de la reforma política que envió el presidente Calderón a la cámara de senadores hubieran explicado de manera sencilla y clara el espíritu de la misma en lugar del engorroso informe burocrático de cuarenta y dos cuartillas, el debate que sigue tendría, de inicio, poderosas razones históricas y democráticas para generar una amplia deliberación. A la Iniciativa presidencial le sobran palabras y le falta espíritu. Espíritu democrático, se entiende. El documento desborda lugares comunes; pero la vulgaridad de sus enunciados no contribuye a vulgarizar, en el sentido de poner al alcance de la mayoría un determinado conocimiento, el apremio o necesidad de reformar el poder y de ampliar las posibilidades de participación ciudadana en la toma de decisiones públicas; y, finalmente, la Iniciativa tampoco logra sintetizar la diversidad de opiniones que en la década reciente han formulado los especialistas y la propia clase política acerca del rumbo o rumbos que ha de seguir la democracia mexicana, si con ello se corrigen los defectos de nuestra organización política.
El lenguaje político no es irrelevante. No lo es si consideramos que la gramática de la democracia es la puerta de entrada a la vida pública; es el acceso y también aluza los vericuetos de la lucha por el poder. Es inútil que la Iniciativa del presidente Calderón argumente la necesidad de permitir la elección consecutiva de los legisladores federales y de eliminar la prohibición constitucional en el caso de legisladores locales y miembros de los ayuntamientos, con el argumento de que la Constitución de 1917 no lo prescribió de tal modo. Lo que verdaderamente importa es debatir si la reforma que se propone es capaz de desechar pronto a los malos gobernantes. He escrito que una buena democracia lo es si funciona como un cedazo: elegir es cernir, filtrar, desechar. . . elegir es discernir y discernir es cernir. La Iniciativa presidencial abunda en razones históricas que por sí mismas carecen de valor argumentativo y de comparaciones con otros sistemas políticos que sólo pueden ser vistas como referencias, no como argumentos. Pero el defecto más grave de ella es el carácter lineal con que es presentado el desarrollo democrático de México: ascendente, positivo, progresivo. La realidad no ha sido tal ni lo es actualmente. En el presente la democracia mexicana ha mostrado sus defectos y urge corregirlos, pero no de un modo irracional. Si la llamada “partidocracia” se convirtió muy pronto es una especie de enemigo público, la causa del malestar de la cultura política, no me parece que las candidaturas independientes sean capaces por sí solas de mover a los partidos a modernizarse, donde modernización sólo puede entenderse como democratización de su vida interna. No sé cómo se puede lograr que los partidos sean instituciones de deliberación. En los partidos las voces críticas son generalmente mal vistas, y quizá sea más grave aún que el debate sea visto con tan malos ojos; en los partidos es un pecado mortal la autocrítica, y en el pecado se lleva la penitencia, pues un partido se divide más con la ausencia de debate que con su presencia cotidiana. En suma, los partidos no están cumpliendo la que es su más importante tarea pedagógica, la de debatir libre y permanentemente los problemas públicos. En México debatir tiene mala prensa; huele a desobediencia, indisciplina, traición. En los partidos no se debate, y donde no hay debate no hay procesos de elección y selección que sean al mismo tiempo informados y responsables.
La propuesta de permitir las candidaturas independientes se argumenta mal. Se dice que se ampliaría el derecho ciudadano a ser votados para todos los cargos de elección. Para ser candidato independiente se requiere, según la Iniciativa del presidente Calderón, del uno por ciento del padrón. Por ejemplo, para ser candidato independiente a gobernador de Querétaro bastaría con el respaldo de diez mil ciudadanos. El requisito parece fácil, pero la facilidad favorece sobre todo a los inconformes de los propios partidos, no a los ciudadanos sin partido. Ya sabemos que en México para formar un partido bastan dos resentidos y una asamblea constitutiva. Las candidaturas independientes, sin embargo, carecen del cernidor que debe usarse en cualquier proceso de selección de candidatos, lo cual sólo puede ocurrir en los partidos. En la medida en que éstos asuman la responsabilidad de funcionar como un cedazo, los ciudadanos podemos tener la garantía de que los peores serán expulsados democráticamente.
La Iniciativa presidencial no aborda la cuestión elemental de reformar a los partidos. Me parece justa la propuesta de elevar al doble el porcentaje de existencia de los partidos (del dos al cuatro por ciento), reforma con la cual el sistema político desecharía a las rémoras familiares que tanto desprestigio le han causado a la democracia mexicana, pero sigue pendiente la reforma de los llamados partidos grandes. Es igualmente justa la propuesta de reducir el número de diputados y senadores, pero no se enfrenta la necesidad de elevar el porcentaje de la mayoría relativa. Parece justa la propuesta de una segunda vuelta en la elección presidencial, pero ¿por qué no ampliarla a la elección de los gobernadores, algunos de los cuales gobiernan –a veces con fastuosidad monárquica– con menos del veinte por ciento de los electores?
Mal razonada y peor redactada, la reforma política que propone el presidente Calderón es, en efecto, ambiciosa, y acaso esa ambición la aleje de lo que es posible y urgente, que es deshacernos de los peores.
El lenguaje político no es irrelevante. No lo es si consideramos que la gramática de la democracia es la puerta de entrada a la vida pública; es el acceso y también aluza los vericuetos de la lucha por el poder. Es inútil que la Iniciativa del presidente Calderón argumente la necesidad de permitir la elección consecutiva de los legisladores federales y de eliminar la prohibición constitucional en el caso de legisladores locales y miembros de los ayuntamientos, con el argumento de que la Constitución de 1917 no lo prescribió de tal modo. Lo que verdaderamente importa es debatir si la reforma que se propone es capaz de desechar pronto a los malos gobernantes. He escrito que una buena democracia lo es si funciona como un cedazo: elegir es cernir, filtrar, desechar. . . elegir es discernir y discernir es cernir. La Iniciativa presidencial abunda en razones históricas que por sí mismas carecen de valor argumentativo y de comparaciones con otros sistemas políticos que sólo pueden ser vistas como referencias, no como argumentos. Pero el defecto más grave de ella es el carácter lineal con que es presentado el desarrollo democrático de México: ascendente, positivo, progresivo. La realidad no ha sido tal ni lo es actualmente. En el presente la democracia mexicana ha mostrado sus defectos y urge corregirlos, pero no de un modo irracional. Si la llamada “partidocracia” se convirtió muy pronto es una especie de enemigo público, la causa del malestar de la cultura política, no me parece que las candidaturas independientes sean capaces por sí solas de mover a los partidos a modernizarse, donde modernización sólo puede entenderse como democratización de su vida interna. No sé cómo se puede lograr que los partidos sean instituciones de deliberación. En los partidos las voces críticas son generalmente mal vistas, y quizá sea más grave aún que el debate sea visto con tan malos ojos; en los partidos es un pecado mortal la autocrítica, y en el pecado se lleva la penitencia, pues un partido se divide más con la ausencia de debate que con su presencia cotidiana. En suma, los partidos no están cumpliendo la que es su más importante tarea pedagógica, la de debatir libre y permanentemente los problemas públicos. En México debatir tiene mala prensa; huele a desobediencia, indisciplina, traición. En los partidos no se debate, y donde no hay debate no hay procesos de elección y selección que sean al mismo tiempo informados y responsables.
La propuesta de permitir las candidaturas independientes se argumenta mal. Se dice que se ampliaría el derecho ciudadano a ser votados para todos los cargos de elección. Para ser candidato independiente se requiere, según la Iniciativa del presidente Calderón, del uno por ciento del padrón. Por ejemplo, para ser candidato independiente a gobernador de Querétaro bastaría con el respaldo de diez mil ciudadanos. El requisito parece fácil, pero la facilidad favorece sobre todo a los inconformes de los propios partidos, no a los ciudadanos sin partido. Ya sabemos que en México para formar un partido bastan dos resentidos y una asamblea constitutiva. Las candidaturas independientes, sin embargo, carecen del cernidor que debe usarse en cualquier proceso de selección de candidatos, lo cual sólo puede ocurrir en los partidos. En la medida en que éstos asuman la responsabilidad de funcionar como un cedazo, los ciudadanos podemos tener la garantía de que los peores serán expulsados democráticamente.
La Iniciativa presidencial no aborda la cuestión elemental de reformar a los partidos. Me parece justa la propuesta de elevar al doble el porcentaje de existencia de los partidos (del dos al cuatro por ciento), reforma con la cual el sistema político desecharía a las rémoras familiares que tanto desprestigio le han causado a la democracia mexicana, pero sigue pendiente la reforma de los llamados partidos grandes. Es igualmente justa la propuesta de reducir el número de diputados y senadores, pero no se enfrenta la necesidad de elevar el porcentaje de la mayoría relativa. Parece justa la propuesta de una segunda vuelta en la elección presidencial, pero ¿por qué no ampliarla a la elección de los gobernadores, algunos de los cuales gobiernan –a veces con fastuosidad monárquica– con menos del veinte por ciento de los electores?
Mal razonada y peor redactada, la reforma política que propone el presidente Calderón es, en efecto, ambiciosa, y acaso esa ambición la aleje de lo que es posible y urgente, que es deshacernos de los peores.
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