martes, 8 de diciembre de 2009

La crisis económica explicada a un taxista

El taxista me tutea a la primera y espera la clásica pregunta –siempre general y abstracta– del pasajero común que en los días que corren suele decir “¿Cómo está la ciudad? ¿Hay poca gente, verdad? No hay dinero, la gente prefiere quedarse en sus casas, parece que la crisis está difícil”.
El taxista me pregunta a su vez: “¿Qué entiendes por crisis? ¿Qué es eso de la crisis?”
La pregunta del taxista me hace balbucear; no imaginaba que la pregunta que hice de manera general me fuera devuelta de un modo específico, casi inquisitivo, como pidiendo una explicación precisa de cada palabra, una a una, literalmente.
El escepticismo ácido del taxista me pone a la defensiva.
“Tienes razón, dice, en la calle no hay mucha gente, ¿y qué?”
El taxista no es de los que a la primera te da el avión. Su parsimonia irónica te invita a hablar, pero seguido expresa un “Ah” lacónico que pone en ridículo los argumentos, las explicaciones, los ejemplos.
“Pues nosotros siempre hemos estado en crisis, expresa con una serenidad a prueba de terremotos bursátiles. Nunca hemos tenido vacaciones, nunca hemos comido en un restaurante, nunca hemos comprado en las tiendas. Trabajamos y comemos. ¿Cuál crisis?”
Le respondo: “Pero ¿no escasea el trabajo? Quiero decir la clientela, los que pagan el servicio de un taxi”.
“Es lo de siempre, dice. A veces hay y a veces no hay. Pero a ver, ándale, explícame eso de la crisis” –me apura y descarga su ancha espalda en el desvencijado asiento.
“Mucha gente se quedó sin trabajo”, digo tratando de imitar su laconismo retador.
“Ah, ya estoy entendiendo eso de la crisis”, dice con una sorna que me exaspera. “¿Así que la crisis es cuando la gente se queda sin trabajo?”, me remata sin pisca de misericordia.
En lo que el taxista atraviesa el atascadero de autos de la glorieta para incorporarse a Miguel Ángel de Quevedo, recuerdo al escritor José Manuel Prieto tratando de explicar a un taxista neoyorquino la revolución cubana. Del asunto escribió en el reciente número de The Nation, la revista favorita de la izquierda norteamericana. ¿Cómo hacía el novelista español Javier Marías para hacer entender a un canadiense que en España no andaba todo el mundo vestido de torero?
Pero el taxista que me lleva no se parece en nada al taxista neoyorquino de José Manuel Prieto ni al canadiense de Javier Marías, que se mostraban ingenuos y curiosos, pero eran sinceros. Para empezar, yo no estaba en un país que no era el mío o en una ciudad que me fuera extraña. Aunque, ¿quién sabe? Pensé que, al fin, la ciudad de México no es la misma que conocí, en la que he vivido en distintas etapas. La ciudad sigue siendo bellísima, pero una cierta extrañeza me invade cada vez que recuerdo los viejos tiempos. ¡Y pensar que a fines de los setenta y principios de los ochenta yo era tan pobre como feliz! ¿Te acuerdas de la sirvienta que no sabía filosofía alemana? ¡Vaya que nos dábamos la buena vida! Si hasta un cuento escribí sobre la anécdota. Así se llamó: “La sirvienta que no sabía filosofía alemana”. Cuando le leí la historia a Luis Villoro se moría de risa. Por cierto, ¿qué se hizo Villoro? El subcomandante Marcos nos distanció. Él estaba realmente entusiasmado con el zapatismo chiapaneco y no toleró mis groseras suspicacias.
“Y tú en qué la giras”, me pregunta el taxista ya enfilado por Quevedo.
No respondo; no sólo por el tono confianzudo sino porque nunca sé qué responder cuando alguien me pregunta qué soy, cuál es mi oficio o profesión, en qué trabajo; y, además, porque es evidente que no sé explicar la crisis; no sé cómo o dónde se gestó; menos sé quiénes la causaron; tampoco soy capaz de explicar de ningún modo –ni a un intelectual ni a un taxista– las consecuencias de la crisis, su duración, los signos que nos muestran si ya tocamos fondo o si el pozo no tiene fondo, etcétera.
“Hago un poco de todo”, digo lo de siempre; es decir, nada. El taxista expresa un “Ah” con fingida satisfacción, como si le hubiera explicado con toda precisión el nombre y características de mi trabajo. La burla es evidente. Es como cuando una esposa exclama “Ajá” al escuchar las justificaciones sumamente elaboradas de su marido.
Los economistas son los seres más evolucionados de la sociedad. Antes eran ininteligibles, luego fueron erráticos y ahora no pasan de decir lugares comunes. Pero antes de ese antes eran literatos (o casi). Hace poco escuché a un economista decir que la solución de México era la creación de empleos. No sólo dijo un lugar común sino una tontería. Entre los economistas ha habido, claro, sus excepciones. Me gusta leer a Galbraith: es claro y breve. Keynes era, además de claro, clarividente. Pero recuerdo con especial afección a Joseph Alois Shumpeter, el inventor de la teoría de los ciclos económicos y del espíritu emprendedor. No hace mucho releí su Teoría del crecimiento económico y ¡le entendí! Pero Shumpeter no era un economista sin más. Su cultura era amplia y su prosa era una amable invitación a adentrarse en los siempre frágiles augurios de las irregularidades económicas. Su perspectiva histórica y analítica ya no es común entre los economistas de nuestro tiempo. Escribe Claudio Magris en Danubio que en Viena hasta la gran economía puede convertirse en un arte de la nada. Entre los papeles de Shumpeter se encontraron los apuntes de una novela: Naves en la niebla, una trama donde las matemáticas y la pasión son los personajes que hacen que las leyes generales de la economía se entrecrucen con la fortuita irregularidad de la vida. Según Magris, Shumpeter pertenece, al igual que Wittgenstein, a ese estilo de vida que se identifica con el binomio alma y exactitud. No sólo entre los antiguos economistas encontramos un gran conocimiento sobre su materia a la vez que una interrogación permanente sobre los misterios de la existencia, sino también entre los profesionales de otras ciencias. Piénsese en los abogados, en los médicos, en los químicos. La especialidad ha exterminado la vieja pasión por el conocimiento general, por la reflexión contigua a los problemas cotidianos, por la historia, la literatura, el arte. Los economistas de nuestros días sólo saben economía, lo que demuestra que ni economía saben. El mismo juicio puede aplicarse a abogados, médicos y políticos. Ha de ser que los viejos economistas sabían que si las cosas eran así, también podían ser de otra manera.
“Con que ¿qué dices que es la crisis económica?”, me pregunta el taxista con su tono desfachatado.
“Es gastar más de lo que tengo”, respondo de mal humor.
“¡Ah!”, exclama.
Afortunadamente estamos por llegar. El taxista dobla por fin a la derecha y a cuatro cuadras está el bar a donde voy.
Los números luminosos del taxímetro marcan la cantidad de casi treinta pesos y me apuro a pagar, antes de que se le ocurra otro “¡Ah!”.
“Me dejaste girando”, dice.
El taxista nota mi molestia y mi prisa y me despide con una reflexión: “Ahora entiendo menos eso de la crisis económica”, dice mientras me da el vuelto de un billete de cincuenta pesos. “No entiendo cómo puede una persona gastar más de lo que tiene. Pos ¿de dónde agarras, pues?”
“Gracias”, me bajo corriendo a demostrar cómo se puede gastar más de lo que se tiene.


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