Decía mi profesor de historia de la filosofía que Aristóteles decía que Tales de Mileto decía que todas las cosas proceden del agua. Tal vez podríamos aprovechar el recuerdo, ahora que el agua se ha convertido en la preocupación de todos pero en la acción de nadie, para jugar un poco con la idea que tenía este filósofo del siglo VI a. C. acerca del origen del hombre, de la naturaleza y de todas las cosas. Hay que decir que a Tales se le recuerda por bobo. El mencionado Aristóteles cuenta la historia de la muchacha tracia que se río de él, porque embebido en la contemplación de las cosas del más allá, cayó en un pozo del más acá, haciendo el más legendario de los ridículos, pero fundando la filosofía con tan cómica caída.
Sin embargo, Tales de Mileto no era un contemplativo sin más, pues si un filósofo de la Antigüedad se interesó por las cosas prácticas fue él. Por ejemplo, hace construir molinos, los alquila y gana una fortuna; dirige una escuela de náutica, construye un canal para desviar las aguas de un río y sus consejos políticos fueron certeros y útiles. Juguemos, pues, a que el milesio tenía razón: el principio o elemento original del ser es el agua. Si Tales sostenía que había muchos dioses, entonces nos conviene agregar que en virtud de que la pluralidad de dioses nos impide elegir a uno que sea el verdadero, entonces los seres humanos tenemos que arreglar los problemas de la vida con la sabiduría práctica de la que somos capaces. Somos porque provenimos del agua o provenimos del agua y entonces somos. Antes de hacernos bolas con estos artificios lingüísticos, continuemos el juego.
Si por un momento imaginamos que todo lo que se dice se hace en este país carece del conocimiento del principio original, el del agua, podemos concluir que se está bordando en el vacío o arando en el mar. El agua es vida, decimos todos los días, pero nadie se ocupa de cuidarla, ahorrarla, almacenarla, encausarla y aprovecharla. Las inundaciones destrozan nuestras ciudades y campos y no logramos construir, como Tales de Mileto, las obras de infraestructura necesarias para desviar su curso y llevarla a donde sea útil. Sabemos –decenas de estudios lo demuestran– que la mayor parte de los acuíferos del país se están agotando por sobreexplotación y nadie se ocupa de poner en práctica programas que emparejen el crecimiento con la disponibilidad. Por el contrario, las ciudades se han convertido en los ejemplos más monstruosos del llamado capitalismo salvaje. El crecimiento urbano lo deciden los urbanizadores, no los urbanistas. Las ciudades han pasado a ser propiedad de las inmobiliarias, no de los gobiernos ni de los habitantes. Las casas se construyen por millones pero no se toma en cuenta este hecho contundente: ¿Y el agua?
Sabemos, gracias a los referidos estudios de expertos y científicos, que el acuífero queretano está herido de muerte desde la década de 1970. Casi cuarenta años después, el agua se extrae a profundidades sorprendentes y a un costo que nadie podrá pagar. El filósofo Heráclito, casi contemporáneo de Tales, inventó eso de que nada se está quieto, que nada cambia, que todo se transforma. Decía que ninguna persona se puede bañar dos veces en el mismo río: las aguas pasan y no volverán. La poetisa gallega Rosalía de Castro escribió un poema que bien pudo haber suscrito Heráclito:
Sin embargo, Tales de Mileto no era un contemplativo sin más, pues si un filósofo de la Antigüedad se interesó por las cosas prácticas fue él. Por ejemplo, hace construir molinos, los alquila y gana una fortuna; dirige una escuela de náutica, construye un canal para desviar las aguas de un río y sus consejos políticos fueron certeros y útiles. Juguemos, pues, a que el milesio tenía razón: el principio o elemento original del ser es el agua. Si Tales sostenía que había muchos dioses, entonces nos conviene agregar que en virtud de que la pluralidad de dioses nos impide elegir a uno que sea el verdadero, entonces los seres humanos tenemos que arreglar los problemas de la vida con la sabiduría práctica de la que somos capaces. Somos porque provenimos del agua o provenimos del agua y entonces somos. Antes de hacernos bolas con estos artificios lingüísticos, continuemos el juego.
Si por un momento imaginamos que todo lo que se dice se hace en este país carece del conocimiento del principio original, el del agua, podemos concluir que se está bordando en el vacío o arando en el mar. El agua es vida, decimos todos los días, pero nadie se ocupa de cuidarla, ahorrarla, almacenarla, encausarla y aprovecharla. Las inundaciones destrozan nuestras ciudades y campos y no logramos construir, como Tales de Mileto, las obras de infraestructura necesarias para desviar su curso y llevarla a donde sea útil. Sabemos –decenas de estudios lo demuestran– que la mayor parte de los acuíferos del país se están agotando por sobreexplotación y nadie se ocupa de poner en práctica programas que emparejen el crecimiento con la disponibilidad. Por el contrario, las ciudades se han convertido en los ejemplos más monstruosos del llamado capitalismo salvaje. El crecimiento urbano lo deciden los urbanizadores, no los urbanistas. Las ciudades han pasado a ser propiedad de las inmobiliarias, no de los gobiernos ni de los habitantes. Las casas se construyen por millones pero no se toma en cuenta este hecho contundente: ¿Y el agua?
Sabemos, gracias a los referidos estudios de expertos y científicos, que el acuífero queretano está herido de muerte desde la década de 1970. Casi cuarenta años después, el agua se extrae a profundidades sorprendentes y a un costo que nadie podrá pagar. El filósofo Heráclito, casi contemporáneo de Tales, inventó eso de que nada se está quieto, que nada cambia, que todo se transforma. Decía que ninguna persona se puede bañar dos veces en el mismo río: las aguas pasan y no volverán. La poetisa gallega Rosalía de Castro escribió un poema que bien pudo haber suscrito Heráclito:
“Que pasen as correntes apestadas. . .
¡Que pasen. . . que outras virán!”
Sin embargo, a nosotros nos conviene que esas “correntes apestadas” sean tratadas para volver a bañarnos en ellas; podemos darnos el lujo de la poesía para alcanzar un consuelo a nuestras penalidades, pero no podemos permitir que las aguas contaminadas corran libres a contaminar la yerba donde pensamos poéticamente, los sembradíos donde florece la esperanza, las casas donde habitan nuestros sueños. Heráclito, pues, estaba lejos de imaginar lo que le pasaría al mundo casi dos mil seiscientos años más tarde. Es cierto, todo fluye, nada se está quieto, pero el agua corre el peligro de dejar de fluir. En el Evangelio se puede leer: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde el agua (o el alma, que es lo mismo para Tales)?” Podríamos empezar con detener la catástrofe que se avecina con acciones urgentes y de fondo. Por ejemplo, es bueno recordar que el agua, en tanto principio que nos dio origen, es de todos. Ya no nos preguntamos si todos tenemos alma. Todos la tenemos, lo cual no quita que en el mundo abunden los desalmados, empezando por quienes se apropian del agua y hacen unos negociazos vendiéndola o construyendo casas de mala muerte. Esos negocios pueden ser legales, pero son inmorales. Pero como esos desalmados no van a cambiar, lo que es otra prueba de que Heráclito estaba equivocado, más nos vale insistir en que el agua es un bien común que debe administrarse pensando en todos.
Casi la mitad del agua potable se pierde por fugas. Si se lograra reducir la pérdida hasta reducirla a un veinte por ciento, varias decenas de miles de familias queretanas la tendrían en sus casas. Pero como las inversiones son cuantiosas, se ha preferido traerla de tierras lejanas, a un costo que muy pocos podrán pagar. Lo peor es que no se ha frenado la extracción. La ciudad se hunde, el agua llega cada vez menos, la contaminación depreda los campos y las flores y las hileras de casas horrendas baña de asfalto el Cimatario, el cerro que antes nos custodiaba de los demonios de la noche.
Es la última llamada. Tales de Mileto no tenía razón, pero acaso nos convenga concedérsela plenamente por unos años. De tales a Darwin y a las partículas elementales. Entonces nos ocuparemos, como él, de llevar a la práctica el saber del alma. Agua somos y en agua nos convertiremos. Esta paráfrasis evangélica será cierta sólo si nos ocupamos de impedir el iluso progreso que amenaza con reducirnos a cenizas, a mero polvo que barre el tiempo.
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