El valor civil de miles de mexicanos condujo al país a cerrar el extenso capítulo del partido (casi) único que gobernó el país desde 1929. Miles de ciudadanos libres y el PAN y el PRD (con sus respectivos antecedentes democráticos y revolucionarios) se incorporaron a la sinuosa tarea política de ser opositores en un ambiente de amplio predominio de un régimen que contenía, mediante una maquinaria bien construida de control electoral, el curso de nuestra historia política. El año 2000 fue el punto de llegada de esfuerzos que se remontan a 1910, al sufragio efectivo de Madero. Durante el régimen del PRI el país se dividía en dos: gobernantes y gobernados. La división aún persiste en, por ejemplo, la enseñanza del derecho, y subsiste en el lenguaje común; es una rémora de la antigua separación de monarca y súbditos, de mandato y obediencia. El año 2000 se vota la alternancia en el poder presidencial y se decide una representación popular cercana al pluralismo político, ideológico y moral de la sociedad mexicana. El cambio político fue una expresión nueva en el habla cotidiana, la primera de las raíces de toda transformación genuina, la del lenguaje. México perfilaba su desarrollo en torno de esa expresión de cambio. Sin saber a bien en qué consistía el cambio, es decir sin tener del todo claro cuáles eran los sustantivos de la democracia, el ánimo ciudadano creció en cantidad y calidad. La clase política había bautizado la democracia con muchos adjetivos, todos impertinentes; no sólo no eran propios de un régimen democrático sino que, en buena medida, eran la causa de la mayoría de las confusiones que aún prevalecen en nuestra pobre cultura política. Como sea, la llegada del PAN a la presidencia de la república fue un hecho político que produjo esperanza. Había que iniciar el camino, dar forma legal a un sistema electoral confiable, hacer realidad la división de poderes, hacer del diálogo el campo de juego de las diferencias, construir el federalismo, legislar en materia de transparencia y rendición de cuentas, edificar cauces de participación ciudadana en la toma de decisiones, modernizar la organización estatal para dar eficacia el gasto público, reestructurar el providencialismo estatal en beneficio de la responsabilidad civil, reducir la corrupción y la impunidad, distribuir con equidad los recursos y las oportunidades, entre otras. Se mantuvo, sin embargo, el prejuicio de culpar de todos los males del país al sistema, al régimen priista. Incluso se acuñó al instante la expresión “viejo régimen” para marcar la línea divisoria de una época que terminaba y otra que empezaba. Sin embargo, la alternancia arribó con el prejuicio que creía que quitando al PRI del gobierno federal y poniendo en su lugar al PAN, todo lo demás se daría por añadidura. En ese prejuicio pueden encontrarse la mayor parte de las decepciones democráticas que pronto aparecieron en el complejo escenario de la primera década del nuevo siglo. La gente esperaba de la democracia lo que la democracia no puede dar. En la medida en que aumentaron los problemas de pobreza, desigualdad, inseguridad y corrupción, la desilusión democrática ha llegado al franco rechazo de la democracia. Arribamos a la democracia sin saber con qué se comía, qué era, para qué servía, cuáles eran sus reglas, cuáles sus límites, cuál su potencial. Algunos imaginaron el paraíso, una especie de fin de la historia. No hemos tenido la conciencia política de a) la democracia es democracia política; de poco sirven adjetivos como democracia social, democracia real, democracia liberal, democracia laboral, democracia cultural, democracia familiar y otras; b) la democracia no crea riqueza, pero –decía Octavio Paz– es diálogo y el diálogo abre las puertas a la paz y –agrego por mi parte– a una redistribución equitativa de la riqueza que producimos entre todos, no sólo los capitalistas, los inversionistas o los empresarios; c) la mera sustitución de unos por otros no es una garantía en sí misma de cambio político, pues los gobernantes pueden ser tan corruptos e incompetentes unos y otros, independientemente de si se visten de azul, de verde o de amarillo; d) el cambio de las reglas era la primera tarea y el primer compromiso de los nuevos gobernantes, reglas que no se han modificado suficientemente, sea porque no es posible llevar a cabo esta tarea con la vara mágica de la voluntad presidencial, sea porque la representación popular no ha sabido o querido modificarlas.
Los miles de buenos ciudadanos que entraron a los partidos y al gobierno no se convirtieron en buenos gobernantes. Tal vez muchos de esos buenos ciudadanos no eran tan buenos, pero la mayoría lo era, y en la rueda enloquecida del poder han dedicado su tiempo a aprender las malas artes de la política real en perjuicio de las virtudes cívicas y políticas con las que alcanzaron el prestigio que les dio acceso al poder. Se dice que el poder corrompe y es verdad. El poder iguala a unos y a otros, pero no del mismo modo. El poder corrompe, pero unos son más corruptibles que otros. Por eso los partidos políticos deben funcionar como cernidores. Al acudir a votar los ciudadanos merecen encontrarse con los menos malos después del cedazo de los partidos, luego del filtro de las competencias internas. Una contienda interna sirve para desechar antes que para elegir. Es el método del descarte. La democracia no es una forma de gobierno perfecta en ninguna parte, de modo que tenemos por buena aquella donde se elige al menos malo, la que es capaz de cerrar el paso a los peores. En la democracia no se elige entre lo bueno y lo mejor.
Pero la duda persiste: ¿por qué el buen ciudadano pierde sus virtudes cívicas cuando asume el poder y por qué cuando deja ese poder no recobra las prendas que en su momento lo prestigiaron como ciudadano? ¿Por qué los buenos empresarios son, en general, tan malos gobernantes? No formulo la pregunta de por qué los políticos son tan buenos empresarios, pues desde el poder cualquier imbécil es un buen empresario. Santiago Creel fue un buen ciudadano y hoy nadie lo tiene por un buen político. Cuando el desaparecido Diego Fernández de Cevallos lo invitó a la política le aconsejó que no se afiliara al PAN. El mensaje era claro: los partidos impregnan sus pestilencias, desdibujan la personalidad. Creel desoyó el consejo y se afilió al PAN. Ya como secretario de gobernación se vio en el espejo de la banda presidencial. Se perdió un buen líder social y no se ganó un buen político. Fernández de Cevallos solía dar el mismo consejo a otros ciudadanos e intelectuales representativos que fueron los invitados de honor al banquete de la lista proporcional. Nadie hizo caso del consejo. En los gabinetes de Fox y de Calderón no son pocos los que no hace mucho eran líderes civiles y académicos y hoy son burócratas ineficientes, tan serviles como en los viejos tiempos, que no son tan viejos.
Cuando el empresario Alejando Martí ganó con su dolor a cuestas el liderazgo ciudadano en materia de seguridad y criminalidad tuve un primer temor: “A ver si no acaba de candidato”, pensé. Más tarde, cuando ese liderazgo estaba fortalecido, le preguntaron su probable inclusión en la política: “¡Dios me libre!”, respondió. El periodista, como tantos, ignoraba que Martí ya estaba en la política, en el modo más ejemplar de hacer política: el liderazgo civil. Si Alejandro Martí y otros líderes sociales e intelectuales asumen la responsabilidad que legitima su liderazgo, su ingreso a la competencia partidista sería un desperdicio lamentable. Y es que nuestra escasa cultura mantiene el viejo prejuicio de que la política es asunto de partidos. Se ha escrito mucho sobre la transformación que se opera en las aguas etílicas del poder: el inteligente se idiotiza y el idiota se vuelve loco. Ciudadanizar la política es una meta que debe ser replanteada culturalmente. El ciudadano es más libre cuando participa en política fuera de los partidos, de las candidaturas y del subsidio público. El país necesita liderazgos políticos pero más necesita liderazgos civiles, pues los partidos son males necesarios y los liderazgos cívicos son bienes imprescindibles.
Los miles de buenos ciudadanos que entraron a los partidos y al gobierno no se convirtieron en buenos gobernantes. Tal vez muchos de esos buenos ciudadanos no eran tan buenos, pero la mayoría lo era, y en la rueda enloquecida del poder han dedicado su tiempo a aprender las malas artes de la política real en perjuicio de las virtudes cívicas y políticas con las que alcanzaron el prestigio que les dio acceso al poder. Se dice que el poder corrompe y es verdad. El poder iguala a unos y a otros, pero no del mismo modo. El poder corrompe, pero unos son más corruptibles que otros. Por eso los partidos políticos deben funcionar como cernidores. Al acudir a votar los ciudadanos merecen encontrarse con los menos malos después del cedazo de los partidos, luego del filtro de las competencias internas. Una contienda interna sirve para desechar antes que para elegir. Es el método del descarte. La democracia no es una forma de gobierno perfecta en ninguna parte, de modo que tenemos por buena aquella donde se elige al menos malo, la que es capaz de cerrar el paso a los peores. En la democracia no se elige entre lo bueno y lo mejor.
Pero la duda persiste: ¿por qué el buen ciudadano pierde sus virtudes cívicas cuando asume el poder y por qué cuando deja ese poder no recobra las prendas que en su momento lo prestigiaron como ciudadano? ¿Por qué los buenos empresarios son, en general, tan malos gobernantes? No formulo la pregunta de por qué los políticos son tan buenos empresarios, pues desde el poder cualquier imbécil es un buen empresario. Santiago Creel fue un buen ciudadano y hoy nadie lo tiene por un buen político. Cuando el desaparecido Diego Fernández de Cevallos lo invitó a la política le aconsejó que no se afiliara al PAN. El mensaje era claro: los partidos impregnan sus pestilencias, desdibujan la personalidad. Creel desoyó el consejo y se afilió al PAN. Ya como secretario de gobernación se vio en el espejo de la banda presidencial. Se perdió un buen líder social y no se ganó un buen político. Fernández de Cevallos solía dar el mismo consejo a otros ciudadanos e intelectuales representativos que fueron los invitados de honor al banquete de la lista proporcional. Nadie hizo caso del consejo. En los gabinetes de Fox y de Calderón no son pocos los que no hace mucho eran líderes civiles y académicos y hoy son burócratas ineficientes, tan serviles como en los viejos tiempos, que no son tan viejos.
Cuando el empresario Alejando Martí ganó con su dolor a cuestas el liderazgo ciudadano en materia de seguridad y criminalidad tuve un primer temor: “A ver si no acaba de candidato”, pensé. Más tarde, cuando ese liderazgo estaba fortalecido, le preguntaron su probable inclusión en la política: “¡Dios me libre!”, respondió. El periodista, como tantos, ignoraba que Martí ya estaba en la política, en el modo más ejemplar de hacer política: el liderazgo civil. Si Alejandro Martí y otros líderes sociales e intelectuales asumen la responsabilidad que legitima su liderazgo, su ingreso a la competencia partidista sería un desperdicio lamentable. Y es que nuestra escasa cultura mantiene el viejo prejuicio de que la política es asunto de partidos. Se ha escrito mucho sobre la transformación que se opera en las aguas etílicas del poder: el inteligente se idiotiza y el idiota se vuelve loco. Ciudadanizar la política es una meta que debe ser replanteada culturalmente. El ciudadano es más libre cuando participa en política fuera de los partidos, de las candidaturas y del subsidio público. El país necesita liderazgos políticos pero más necesita liderazgos civiles, pues los partidos son males necesarios y los liderazgos cívicos son bienes imprescindibles.
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