Con más de cien propuestas constitucionales los partidos quieren reformar la política. No deja de ser curioso que los acusados de ahogarla sean los salvavidas. La política es un desastre y el político oficia de sastre. Es como si la reforma bancaria la pusiéramos en manos de los banqueros o si la reforma penal la redactaran los capos de la delincuencia organizada. Diputados y senadores constituyen en México la verdadera generación “ni-ni”: ni debaten ni deciden. Y no lo hacen porque, aun perteneciendo a un poder autónomo, sus integrantes no lo son. Encima de ellos penden las espadas de los partidos, los intereses electorales, los intríngulis pueriles, las amables sonrisas de las corporaciones económicas. Algunos intelectuales han llamado al Congreso la generación del “No”: no a la reforma de medios, no a la reforma política, no a la reforma laboral, no a la reforma energética, no a la reforma fiscal, no a la reforma de seguridad. Y el “no” se debe a que senadores y diputados no son libres, no conforman decorosamente el órgano representativo, no delimitan fronteras con los líderes reales y formales de los partidos ni con las oligarquías que acechan. La democracia ha logrado que el poder legislativo sea independiente de los otros poderes públicos, sobre todo del señor presidente, pero ha pasado a ser dependiente de los mandamases de sus partidos y de intereses particulares (y hasta criminales). El legislativo es un poder autónomo compuesto por representantes nada autónomos, ni individualmente ni como grupo. Es cierto que un representante no se manda solo ni debe tener ese desmesurado privilegio de actuar y decidir por sí; tiene, como representante del país, contrapoderes que lo ciñen, reglas políticas que debe cumplir, pero no deben ser más poderosos los límites reales que los legales ni más influyentes los intereses partidistas o privados que los intereses generales. El equilibrio es imprescindible. Las elecciones estatales de julio próximo y las federales del 2012 son el oso y el pandero del sonsonete que se baila en el país. Con el paso de los días el 2012 resonará más intensamente.
Uno de los mitos nacionales es el de la planeación. Se planea todo el tiempo, lo que significa que en realidad no se planea. En México se planifica pero no se planea. Planificar es hacer planos; por extensión, es dibujar proyecciones, numerar obras, organizar estadísticas, estratificar tendencias, cuantificar inversiones, recuadrar o circular imágenes; planificar es iluminar intenciones, no llevarlas a cabo. Planear sólo tiene un sentido previsor si es proporcional a la rapidez con que se actúa. El hecho es que el país sufre problemas graves y la clase política padece una excitación que le produce esclerosis múltiple. En la burocracia mexicana un error repetido acaba convirtiéndose en política pública, en un cliché impreso indeleblemente en los planes de desarrollo.
En El hombre sin atributos Robert Musil muestra a un personaje que lamenta que a poco que se esté dotado de espíritu observador se comprende exactamente que, en un estado de máxima excitación, al hombre le sucede lo mismo que a una abeja en el cristal de una ventana y lo mismo que a un infusorio en agua envenenada: se sufre una tempestad emocional, se divaga sin rumbo y a ciegas, se choca cien veces contra lo impenetrable y, al fin, si hay suerte, se encuentra la salida, a lo cual, naturalmente después y una vez petrificado el estado de conciencia, se le califica de acción planificada.
El gobernante dice de los errores que todo estaba calculado. Si se pregunta a un criminal acerca de la causa o causas de sus crímenes, no sabrá responder. Los políticos tampoco lo saben, y en cambio proponen un revoltijo de remedios constitucionales para erradicar las enfermedades. He aquí la palabra nacional que cargamos como la peor de las taras culturales desde 1810: erradicar (arrancar, extirpar). Cuando se habla de erradicar la pobreza el sentido sólo puede ser que se quiere exterminar a los pobres. Chesterton es ideal para poner un buen ejemplo de lo que en México significa resolver problemas: cuando se descubre que un alimento causa mal a un recién nacido, no se tira al niño, se cambia el alimento. Nosotros, tan dados a erradicar los problemas, tiramos al niño.
El problema con las grandes reformas es originariamente lingüístico: reformas estructurales. Pero la expresión ha perdido significado, si es que alguna vez tuvo uno inequívoco; se usa como si con ella definiéramos la integralidad de los elementos en juego. La reforma estructural ha quedado reducida a un cliché. Es como cuando historiadores, sociólogos y antropólogos hablan de “el imaginario colectivo”. También es un cliché, una frase hueca, no dice nada. El problema de las reformas estructurales es que tampoco dicen nada. Considerar los asuntos de manera estructural es no considerarlos de ningún modo. Se exclama por todas partes que el país necesita reformas de fondo, pero tanto éstas como las reformas estructurales tienen el defecto común de que dejan fuera de la jugada al sujeto, al ser humano, a los ciudadanos que son reducidos a simples espectadores, cuando no a números, gráficas y proyecciones.
El argumento favorito de políticos e intelectuales a la hora de rechazar una determinada propuesta es candoroso: “Es que no resuelve el problema de fondo”. La pretensión de resolver los problemas de fondo es tanto como no querer resolverlos ni en la superficie. Erradicar un problema social no es como erradicar una plaga de cucarachas. Si una propuesta tiene por objeto poner remedio a un problema se dice que no sirve porque no erradica el mal. En México –tal es el signo de nuestra historia durante doscientos años– los males siempre se han querido erradicar en términos absolutos. Los paliativos tienen pésima reputación: “Son meros paliativos”, se dice, como si todos los paliativos fueran, por sí mismos, malos o indignos. Prisioneros del todo o el nada, acabamos en nada. Hay problemas que siempre serán problemas; algunos se paliarán en parte o sus efectos se reducirán en otra; es posible incluso que algunos males se erradiquen, teniendo en cuenta que otros aparecerán en su lugar.
En México es muy socorrida la expresión de que a grandes males, grandes remedios. Pero los grandes males sólo pueden remediarse –siempre de un modo relativo y parcial– con un conjunto bien ordenado de pequeñas acciones, desde la base, atemperando consecuencias, disminuyendo efectos, achatando extremos, educándonos en el arte de resolver problemas mediante el ensayo, el error, el ensayo, el error. . . ¡y el acierto!
El delincuente, como quedó dicho, ignora las causas de sus crímenes. A los políticos les ocurre algo similar. El primer síntoma de esa ignorancia es la exclusión de la responsabilidad. Se dice “Hay que reformar la política” y no “Los políticos debemos reformarnos”. El país necesita buenas leyes, pero antes necesita buenos gobernantes, ha dicho Gabriel Zaid. Doquier se oye que hacen falta políticas públicas para esto y políticas públicas para lo otro. Las políticas públicas mejor diseñadas son papel de estraza si los partidos no cumplen su responsabilidad fundamental: funcionar como cedazos que ciernan a los peores. Ni una del montón de reformas que pretenden reformar la política apunta a los partidos. Los remedios son muchos y variados, pero ninguno es idóneo para enfrentar el mal mayor.
La conclusión bien puede ser musiliana: después de oír las grandes y gloriosas propuestas que de todas partes brotaron con el patriótico fin de reformar la política, debemos saber que el rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un gramo de arena echado ilusionadamente sobre un monte.
Uno de los mitos nacionales es el de la planeación. Se planea todo el tiempo, lo que significa que en realidad no se planea. En México se planifica pero no se planea. Planificar es hacer planos; por extensión, es dibujar proyecciones, numerar obras, organizar estadísticas, estratificar tendencias, cuantificar inversiones, recuadrar o circular imágenes; planificar es iluminar intenciones, no llevarlas a cabo. Planear sólo tiene un sentido previsor si es proporcional a la rapidez con que se actúa. El hecho es que el país sufre problemas graves y la clase política padece una excitación que le produce esclerosis múltiple. En la burocracia mexicana un error repetido acaba convirtiéndose en política pública, en un cliché impreso indeleblemente en los planes de desarrollo.
En El hombre sin atributos Robert Musil muestra a un personaje que lamenta que a poco que se esté dotado de espíritu observador se comprende exactamente que, en un estado de máxima excitación, al hombre le sucede lo mismo que a una abeja en el cristal de una ventana y lo mismo que a un infusorio en agua envenenada: se sufre una tempestad emocional, se divaga sin rumbo y a ciegas, se choca cien veces contra lo impenetrable y, al fin, si hay suerte, se encuentra la salida, a lo cual, naturalmente después y una vez petrificado el estado de conciencia, se le califica de acción planificada.
El gobernante dice de los errores que todo estaba calculado. Si se pregunta a un criminal acerca de la causa o causas de sus crímenes, no sabrá responder. Los políticos tampoco lo saben, y en cambio proponen un revoltijo de remedios constitucionales para erradicar las enfermedades. He aquí la palabra nacional que cargamos como la peor de las taras culturales desde 1810: erradicar (arrancar, extirpar). Cuando se habla de erradicar la pobreza el sentido sólo puede ser que se quiere exterminar a los pobres. Chesterton es ideal para poner un buen ejemplo de lo que en México significa resolver problemas: cuando se descubre que un alimento causa mal a un recién nacido, no se tira al niño, se cambia el alimento. Nosotros, tan dados a erradicar los problemas, tiramos al niño.
El problema con las grandes reformas es originariamente lingüístico: reformas estructurales. Pero la expresión ha perdido significado, si es que alguna vez tuvo uno inequívoco; se usa como si con ella definiéramos la integralidad de los elementos en juego. La reforma estructural ha quedado reducida a un cliché. Es como cuando historiadores, sociólogos y antropólogos hablan de “el imaginario colectivo”. También es un cliché, una frase hueca, no dice nada. El problema de las reformas estructurales es que tampoco dicen nada. Considerar los asuntos de manera estructural es no considerarlos de ningún modo. Se exclama por todas partes que el país necesita reformas de fondo, pero tanto éstas como las reformas estructurales tienen el defecto común de que dejan fuera de la jugada al sujeto, al ser humano, a los ciudadanos que son reducidos a simples espectadores, cuando no a números, gráficas y proyecciones.
El argumento favorito de políticos e intelectuales a la hora de rechazar una determinada propuesta es candoroso: “Es que no resuelve el problema de fondo”. La pretensión de resolver los problemas de fondo es tanto como no querer resolverlos ni en la superficie. Erradicar un problema social no es como erradicar una plaga de cucarachas. Si una propuesta tiene por objeto poner remedio a un problema se dice que no sirve porque no erradica el mal. En México –tal es el signo de nuestra historia durante doscientos años– los males siempre se han querido erradicar en términos absolutos. Los paliativos tienen pésima reputación: “Son meros paliativos”, se dice, como si todos los paliativos fueran, por sí mismos, malos o indignos. Prisioneros del todo o el nada, acabamos en nada. Hay problemas que siempre serán problemas; algunos se paliarán en parte o sus efectos se reducirán en otra; es posible incluso que algunos males se erradiquen, teniendo en cuenta que otros aparecerán en su lugar.
En México es muy socorrida la expresión de que a grandes males, grandes remedios. Pero los grandes males sólo pueden remediarse –siempre de un modo relativo y parcial– con un conjunto bien ordenado de pequeñas acciones, desde la base, atemperando consecuencias, disminuyendo efectos, achatando extremos, educándonos en el arte de resolver problemas mediante el ensayo, el error, el ensayo, el error. . . ¡y el acierto!
El delincuente, como quedó dicho, ignora las causas de sus crímenes. A los políticos les ocurre algo similar. El primer síntoma de esa ignorancia es la exclusión de la responsabilidad. Se dice “Hay que reformar la política” y no “Los políticos debemos reformarnos”. El país necesita buenas leyes, pero antes necesita buenos gobernantes, ha dicho Gabriel Zaid. Doquier se oye que hacen falta políticas públicas para esto y políticas públicas para lo otro. Las políticas públicas mejor diseñadas son papel de estraza si los partidos no cumplen su responsabilidad fundamental: funcionar como cedazos que ciernan a los peores. Ni una del montón de reformas que pretenden reformar la política apunta a los partidos. Los remedios son muchos y variados, pero ninguno es idóneo para enfrentar el mal mayor.
La conclusión bien puede ser musiliana: después de oír las grandes y gloriosas propuestas que de todas partes brotaron con el patriótico fin de reformar la política, debemos saber que el rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un gramo de arena echado ilusionadamente sobre un monte.
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