Hay crímenes que destapan cloacas. Se trata de esos delitos que incursionan en algún rincón de la política, en la recámara principal del privilegio del dinero o el parentesco, en un cajón blindado de una corporación cuyo funcionamiento depende parcial o totalmente de la reserva, del secreto, de la simulación. Delito o accidente, la muerte de la niña Paulette Gebara Farah es uno de esos hechos que culebrean en las tinieblas del poder político. La literatura, ese oído que percibe las sutilezas, narra de modo ordinario lo extraordinario, lo que no encontramos en los tratados o en los periódicos. El escritor Leonardo Sciascia vio y oyó las ramificaciones invisibles entre los poderes, las relaciones que delatan complicidades implícitas, tradiciones mafiosas, intenciones simuladas. Sólo el ojo clínico del literato es capaz de advertir las segundas intenciones de las palabras sueltas, el lenguaje de las miradas y los gestos, las frases entrecortadas, los sobreentendidos. El caso de la niña Paulette deshebró una rama de la madeja del poder político y económico que gobierna el estado de México, cuyo gobernador es el puntero en la carrera por la presidencia de la república. Dos funcionarios de primer nivel del gobierno mexiquense han estado en el ajo, pero no se parecen en nada a los personajes (fiscales, jueces, sacerdotes, mafiosos, políticos) de las novelas de Sciascia, que son todos ellos inteligencias notables por el nivel de simulación que alcanzan en su función de cubrir hechos, relaciones, acuerdos y valores entendidos; por el contrario, los personajes políticos del gobierno del estado de México no son en realidad personajes, pues no representan, siquiera de lejos, los intereses que se ocultan o se empañan. Lo primero que salta a la vista es la escasa preparación política de esos funcionarios. La representación de sus respectivos papeles ha sido poco menos que desastrosa. Llama la atención no la maldad de los actores sino su incompetencia. No se entiende que el (probable) futuro presidente de México tenga unos colaboradores de ínfima categoría. Se puede uno imaginar, si fuera el caso, el nivel político y técnico de esos funcionarios ocupando los más altos puestos de responsabilidad del próximo gobierno federal. Haciendo la comparación, los actuales colaboradores del presidente Calderón nos resultarán unos genios. El ciudadano se alarma por lo que es, se consuela al pensar en lo que pudo haber sido y se vuelve a alarmar ante lo que puede llegar a ser.
Un gobernante decide su gabinete teniendo en cuenta una regla de oro de la política: ninguno de sus colaboradores debe destacar demasiado; su presencia no ha de desdibujar las cualidades (reales o ficticias) del jefe. Llegado el caso, se prefiere a los leales, no importa si son improvisados, ladrones o tontos. En el sentimiento de inferioridad germinan fácilmente el despecho, el rencor y la prepotencia. No obstante, en la designación de un gabinete sobresale el clientelismo electoral, la reciprocidad de favores, el pago de recompensas, el reparto de posiciones en atención a la amistad, la familia, el grupo y otras relaciones igualmente significativas. Descontados esos nombramientos que en cierto modo son inevitables porque forman parte de la red de relaciones políticas que en cada caso se forjan hasta alcanzar el poder, la designación de los colaboradores también tiene zonas oscuras. Por principio, un gobernante no designa subalternos más inteligentes que él. Así ha sido siempre. Cuando no lo puede evitar, el propio gobernante conspira contra ese subalterno incómodo. También así ha sido siempre. El presidente Echeverría, por ejemplo, detestaba a su colaborador (presidente del PRI) Jesús Reyes Heroles; lo soportaba pero lo detestaba. El colaborador era infinitamente más inteligente que el jefe y además tenía criterio y carácter propios. Y eso le costó a Reyes Heroles la inquina presidencial, la calumnia, el despido.
El gobernador Peña Nieto brilla solitario en el firmamento: ninguno de sus colaboradores le hace ni la triste sombra de un huisache. Y si ahora tenemos noticia de su procurador de justicia y de su secretario de gobierno es por su reluciente ineptitud. Cualquier gobernante hace designaciones cumpliendo pactos, acuerdos y compromisos; declara que toma en cuenta perfiles, pero el criterio imperante es el control interno y no el buen gobierno. En todo caso, no se excluye la tesis de que un gobernante prefiere como colaborador al que parece menos listo que él y muchas veces exagera. El abuso de esta regla lo podemos ejemplificar: el procurador de justicia del estado de México sería, en cualquier otro gobierno estatal, un simple agente del ministerio público, y el secretario de gobierno, malicioso pero no mal ocioso, apenas sería un diputado local con ínfulas de político.
“Por sus colaboradores los conoceréis”, podría decirse en el colmo evangélico. Un grupo de colaboradores mediocres puede ser un reflejo de la mediocridad del gobernante. En nombre de la lealtad, el poder nombra a los peores. Antes de Luis Echeverría, los presidentes mexicanos tenían, en general, el tino de designar a los peores en cargos donde hicieran el menor daño posible, y se la pensaban antes de nombrar a los titulares de aquellos cargos donde el trabajo no admitía ineficacias. La excepción podría ser Miguel Alemán, y sin embargo designó al poeta Torres Bodet como secretario de relaciones exteriores, al jurista Andrés Serra Rojas como secretario del trabajo y a otros de la talla de Alfonso Caso, Orive de Alba y Ruiz Cortines. Desde Echeverría, los buenos funcionarios han sido la excepción; hoy es difícil encontrar a alguien sobresaliente. Si la democracia abrió las puertas a la competencia, también las abrió a la incompetencia.
La extraña muerte de una niña Paulette ha evidenciado, además de la relación íntima entre crimen y política, la pobreza democrática y profesional de la clase gobernante mexicana. El nombramiento de los altos funcionarios en México es una de nuestras herencias monárquicas.
Un gobernante decide su gabinete teniendo en cuenta una regla de oro de la política: ninguno de sus colaboradores debe destacar demasiado; su presencia no ha de desdibujar las cualidades (reales o ficticias) del jefe. Llegado el caso, se prefiere a los leales, no importa si son improvisados, ladrones o tontos. En el sentimiento de inferioridad germinan fácilmente el despecho, el rencor y la prepotencia. No obstante, en la designación de un gabinete sobresale el clientelismo electoral, la reciprocidad de favores, el pago de recompensas, el reparto de posiciones en atención a la amistad, la familia, el grupo y otras relaciones igualmente significativas. Descontados esos nombramientos que en cierto modo son inevitables porque forman parte de la red de relaciones políticas que en cada caso se forjan hasta alcanzar el poder, la designación de los colaboradores también tiene zonas oscuras. Por principio, un gobernante no designa subalternos más inteligentes que él. Así ha sido siempre. Cuando no lo puede evitar, el propio gobernante conspira contra ese subalterno incómodo. También así ha sido siempre. El presidente Echeverría, por ejemplo, detestaba a su colaborador (presidente del PRI) Jesús Reyes Heroles; lo soportaba pero lo detestaba. El colaborador era infinitamente más inteligente que el jefe y además tenía criterio y carácter propios. Y eso le costó a Reyes Heroles la inquina presidencial, la calumnia, el despido.
El gobernador Peña Nieto brilla solitario en el firmamento: ninguno de sus colaboradores le hace ni la triste sombra de un huisache. Y si ahora tenemos noticia de su procurador de justicia y de su secretario de gobierno es por su reluciente ineptitud. Cualquier gobernante hace designaciones cumpliendo pactos, acuerdos y compromisos; declara que toma en cuenta perfiles, pero el criterio imperante es el control interno y no el buen gobierno. En todo caso, no se excluye la tesis de que un gobernante prefiere como colaborador al que parece menos listo que él y muchas veces exagera. El abuso de esta regla lo podemos ejemplificar: el procurador de justicia del estado de México sería, en cualquier otro gobierno estatal, un simple agente del ministerio público, y el secretario de gobierno, malicioso pero no mal ocioso, apenas sería un diputado local con ínfulas de político.
“Por sus colaboradores los conoceréis”, podría decirse en el colmo evangélico. Un grupo de colaboradores mediocres puede ser un reflejo de la mediocridad del gobernante. En nombre de la lealtad, el poder nombra a los peores. Antes de Luis Echeverría, los presidentes mexicanos tenían, en general, el tino de designar a los peores en cargos donde hicieran el menor daño posible, y se la pensaban antes de nombrar a los titulares de aquellos cargos donde el trabajo no admitía ineficacias. La excepción podría ser Miguel Alemán, y sin embargo designó al poeta Torres Bodet como secretario de relaciones exteriores, al jurista Andrés Serra Rojas como secretario del trabajo y a otros de la talla de Alfonso Caso, Orive de Alba y Ruiz Cortines. Desde Echeverría, los buenos funcionarios han sido la excepción; hoy es difícil encontrar a alguien sobresaliente. Si la democracia abrió las puertas a la competencia, también las abrió a la incompetencia.
La extraña muerte de una niña Paulette ha evidenciado, además de la relación íntima entre crimen y política, la pobreza democrática y profesional de la clase gobernante mexicana. El nombramiento de los altos funcionarios en México es una de nuestras herencias monárquicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario