A Katia Barssé, por su hospitalidad fronteriza
Muchos se han caído del mundo y otros tantos han sido arrojados por la fuerza de su enloquecido movimiento. Hay, como sabemos, una multitud de fragmentos de humanidad vagando por el vacío. Son los desplazados. Cientos de millones de seres humanos trashuman por el mundo su desahucio: la guerra, el hambre y el odio los avientan. Hay, sin embargo, otros desplazados que no transitan por causa de la geografía o de la historia; viven donde siempre, tienen familia y trabajo, parecen gente normal, y no obstante sufren un desahucio triste y miserable hacia la nada. Son los caídos del mundo. Aún no tienen nombre propio, pues no se ha acuñado el término que los defina cabalmente. Se cayeron del mundo y ahora no saben cómo subirse. No son exactamente desplazados; tampoco los podemos llamar relegados, arrinconados, excluidos, exterminados, descentrados, apartados, desterrados, exiliados, corridos o lanzados. Ninguno de esos vocablos les otorga su identidad. Son, si nos acercamos un poco, extemporáneos. Sin embargo, éstos viven en otro tiempo y en otro mundo, pero viven, y los caídos del mundo no existen en ninguno, y además experimentan sensaciones y vivencias inéditas. Me atrevo, así sea provisionalmente, con un barbarismo: el hombre desmundado.
Las telecomunicaciones y el lenguaje se transforman a velocidades nunca vistas. Comunicar, que significa “hacer comunidad”, transcurre ahora en doble dirección: nos acerca y nos distancia a la vez. Los vasos comunicantes, que siguen estando en la base, no intercomunican en línea recta; ahora se tiene que ascender al espacio y al instante la señal baja hasta la misma base, sólo que el corredor de los vasos comunicantes se ha ensanchado al infinito. El hombre desmundado es una variable del hombre desplazado, una de sus versiones, un espantapájaros en el desierto, una sombra desmembrada de su doble. El hombre desmundado vive pero no existe: mira pero no lo miran. El hombre desmundado, como el nombre lo indica, se cayó del mundo o fue echado de él; no hubo necesidad de usar ninguna fuerza física, pero en cambio fue desenraizado del tiempo con una energía más temible, más deshumanizada, pues el hombre desmundado ve sorprendido la velocidad del mundo y contempla su propia caída; no sabe rodar y no fue entrenado para mirar el fondo del abismo social de su hundimiento. Digamos que cae flotando, como una caída en cámara lenta en un barranco pedregoso, golpe a golpe, sangre a sangre.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano escribe que se cayó del mundo y ahora no sabe cómo treparse en esa gigantesca rueda que gira velozmente y cuyas aspas te arrancan la cabeza en el primer intento. Leyendo el artículo de Galeano, me enteré de que ya hay escuelas para adultos que tienen por objeto impedir que el hombre desmundado corra demasiados riesgos en su abrupta caída. Son escuelas de alfabetización digital. En ellas se enseña el nuevo abecedario, la nueva lengua, la nueva la sociedad; en ellas se aprende la tecnología de los instrumentos que ahora se utilizan para trabajar, hacer negocios, mandar cartas, recibir órdenes, suplicar apoyos, deshacer entuertos, delinquir, hacer el amor, cocinar y contemplar las tonalidades del atardecer. Supe de un grupo de treinta adultos que se inscribieron en una de estas escuelas. Los alumnos son mayores de cincuenta años, con título universitario y amplia experiencia laboral. El promedio de edad del grupo es de sesenta; tres tienen la edad del general Epantchine, un personaje de El idiota, la edad en la que propiamente hablando empieza la vida, dice Dostoievski. Los alumnos, algunos con doctorado y otros con maestría, están tan nerviosos como el niño de cuatro años en su primer día en el kínder. Veinte alumnos rebasan los sesenta, dos los setenta y hay un octogenario a quien el primer día se otorgó por unanimidad el honroso título de alumno emérito. El grupo tiene muchas cosas en común, tantas como las de un grupo de primero de primaria; sin embargo, los congrega la común caída del mundo. Algunos se cayeron y tienen el sincero deseo de volver a subirse; otros fueron echados a patadas y el orgullo los impulsa a encaramarse como sea, y unos más ni se cayeron ni fueron lanzados: sólo quieren entender por qué, estando en el mundo, ya no tienen el ánimo de seguir en el zangoloteo de su oleaje embravecido. Estos últimos son los más tristes. Entre ellos está el octogenario: desde los trece de edad ha sido comunista y ya sólo tiene el deseo de peregrinar por Alemania y visitar la tumba de Rosa Luxemburgo, como el personaje de Platónov (Andréi Platónov es uno de los cinco más grandes novelistas del siglo XX). El octogenario, como he dicho, es un viejo triste. Me dicen que una tarde dijo, en un suspiro: “Mi vida está ya llena de muertos. Pero el más muerto entre los muertos es el pequeño niño que fui”.
El grupo alberga el sentimiento de caída, aunque son evasivos cuando los profesores preguntan por qué están ahí, cuáles son los motivos, cuáles los intereses y qué esperan de la escuela. Sobra decir que no les preguntaron por sus padres y hermanos, sino por sus hijos y nietos.
Los profesores son cinco y ninguno de ellos pasa de los doce de edad. El más pequeño está por cumplir diez. Los niños-profesores son amables, respetuosos, infinitamente pacientes y con una sonrisilla candorosa que aromatiza el salón. Una alumna de mi edad que porta un doctorado en ciencias de la educación me preguntó: “¿Por qué en el doctorado nada nos dijeron acerca de la sonrisa educativa? ¿Por qué no hay una teoría de la risa magisterial aplicada?” Otro alumno, un sesentón con rostro patibulario, especializado en Teoría Hegeliana de la Historia, respondió: “Es que todo tiene que ver con todo”. Nadie entendió. Al final del temible primer día de clases los alumnos no estaban para discutir la totalidad concreta de un hecho histórico ni la complejidad de las estructuras sociales. Me cuentan que el hegeliano no regresó a clases. Su gastritis le produjo un fuerte dolor de nuca que lo tiene devastado. No es extraño, pues a Dostoievski le dolían en el corazón las hemorroides.
La primera semana fue, como se dice, de sensibilización. No hubo definiciones ni antecedentes históricos –la alfabetización es eminentemente práctica–, pero se expuso el diccionario de términos para reeducar a los desmundados. Por ejemplo, el profesor de casi diez años encargó la primera tarea, la que reproduzco aquí tal cual la recibí en el correo electrónico que me envío la doctora en ciencias de la educación: “Logueense en tuiter y posteen el coment donde los taguee”. La tarea, le respondí, es como clavar un clavo en un chorro de agua. Parece que el profesor de casi diez años tomó las cosas con calma y, sin apartar la vista de los alumnos, tecleó un par de veces su teléfono celular y de la pantalla emergieron, como cosas del demonio, imágenes y objetos extraños que, aclaró, los había “bajado” en ese momento. “Es cosa de niños”, soltó sin darse cuenta de que su frase de consuelo cayó entre los alumnos como una condena perpetua. A una semana de clases, los alumnos navegan entre el desconcierto y el miedo. Les dejaron una tarea que a les pareció ridícula: ejercicio de dedos. Los profesores han concluido que los dedos de los mayores de treinta años no fueron diseñados para la tecnología digital. Ese grupo de desmundados ya aprendió lo básico: su calidad de alumnos es definitiva, para siempre. Es posible que algún día el hombre desmundado logre desmontar la oxidada e inservible memoria que trae instalada desde antes de su nacimiento y sustituirla por un microchip actual. Sin embargo, debe saber que ese microchip será obsoleto antes de seis meses. Pero sólo así podrá volverse a subir al mundo. Hay que decir que, una vez desembalsamado, el hombre desmundado habrá perdido para siempre la ternura que se requiere para llorar por la muerte del pequeño niño que fue.
Muchos se han caído del mundo y otros tantos han sido arrojados por la fuerza de su enloquecido movimiento. Hay, como sabemos, una multitud de fragmentos de humanidad vagando por el vacío. Son los desplazados. Cientos de millones de seres humanos trashuman por el mundo su desahucio: la guerra, el hambre y el odio los avientan. Hay, sin embargo, otros desplazados que no transitan por causa de la geografía o de la historia; viven donde siempre, tienen familia y trabajo, parecen gente normal, y no obstante sufren un desahucio triste y miserable hacia la nada. Son los caídos del mundo. Aún no tienen nombre propio, pues no se ha acuñado el término que los defina cabalmente. Se cayeron del mundo y ahora no saben cómo subirse. No son exactamente desplazados; tampoco los podemos llamar relegados, arrinconados, excluidos, exterminados, descentrados, apartados, desterrados, exiliados, corridos o lanzados. Ninguno de esos vocablos les otorga su identidad. Son, si nos acercamos un poco, extemporáneos. Sin embargo, éstos viven en otro tiempo y en otro mundo, pero viven, y los caídos del mundo no existen en ninguno, y además experimentan sensaciones y vivencias inéditas. Me atrevo, así sea provisionalmente, con un barbarismo: el hombre desmundado.
Las telecomunicaciones y el lenguaje se transforman a velocidades nunca vistas. Comunicar, que significa “hacer comunidad”, transcurre ahora en doble dirección: nos acerca y nos distancia a la vez. Los vasos comunicantes, que siguen estando en la base, no intercomunican en línea recta; ahora se tiene que ascender al espacio y al instante la señal baja hasta la misma base, sólo que el corredor de los vasos comunicantes se ha ensanchado al infinito. El hombre desmundado es una variable del hombre desplazado, una de sus versiones, un espantapájaros en el desierto, una sombra desmembrada de su doble. El hombre desmundado vive pero no existe: mira pero no lo miran. El hombre desmundado, como el nombre lo indica, se cayó del mundo o fue echado de él; no hubo necesidad de usar ninguna fuerza física, pero en cambio fue desenraizado del tiempo con una energía más temible, más deshumanizada, pues el hombre desmundado ve sorprendido la velocidad del mundo y contempla su propia caída; no sabe rodar y no fue entrenado para mirar el fondo del abismo social de su hundimiento. Digamos que cae flotando, como una caída en cámara lenta en un barranco pedregoso, golpe a golpe, sangre a sangre.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano escribe que se cayó del mundo y ahora no sabe cómo treparse en esa gigantesca rueda que gira velozmente y cuyas aspas te arrancan la cabeza en el primer intento. Leyendo el artículo de Galeano, me enteré de que ya hay escuelas para adultos que tienen por objeto impedir que el hombre desmundado corra demasiados riesgos en su abrupta caída. Son escuelas de alfabetización digital. En ellas se enseña el nuevo abecedario, la nueva lengua, la nueva la sociedad; en ellas se aprende la tecnología de los instrumentos que ahora se utilizan para trabajar, hacer negocios, mandar cartas, recibir órdenes, suplicar apoyos, deshacer entuertos, delinquir, hacer el amor, cocinar y contemplar las tonalidades del atardecer. Supe de un grupo de treinta adultos que se inscribieron en una de estas escuelas. Los alumnos son mayores de cincuenta años, con título universitario y amplia experiencia laboral. El promedio de edad del grupo es de sesenta; tres tienen la edad del general Epantchine, un personaje de El idiota, la edad en la que propiamente hablando empieza la vida, dice Dostoievski. Los alumnos, algunos con doctorado y otros con maestría, están tan nerviosos como el niño de cuatro años en su primer día en el kínder. Veinte alumnos rebasan los sesenta, dos los setenta y hay un octogenario a quien el primer día se otorgó por unanimidad el honroso título de alumno emérito. El grupo tiene muchas cosas en común, tantas como las de un grupo de primero de primaria; sin embargo, los congrega la común caída del mundo. Algunos se cayeron y tienen el sincero deseo de volver a subirse; otros fueron echados a patadas y el orgullo los impulsa a encaramarse como sea, y unos más ni se cayeron ni fueron lanzados: sólo quieren entender por qué, estando en el mundo, ya no tienen el ánimo de seguir en el zangoloteo de su oleaje embravecido. Estos últimos son los más tristes. Entre ellos está el octogenario: desde los trece de edad ha sido comunista y ya sólo tiene el deseo de peregrinar por Alemania y visitar la tumba de Rosa Luxemburgo, como el personaje de Platónov (Andréi Platónov es uno de los cinco más grandes novelistas del siglo XX). El octogenario, como he dicho, es un viejo triste. Me dicen que una tarde dijo, en un suspiro: “Mi vida está ya llena de muertos. Pero el más muerto entre los muertos es el pequeño niño que fui”.
El grupo alberga el sentimiento de caída, aunque son evasivos cuando los profesores preguntan por qué están ahí, cuáles son los motivos, cuáles los intereses y qué esperan de la escuela. Sobra decir que no les preguntaron por sus padres y hermanos, sino por sus hijos y nietos.
Los profesores son cinco y ninguno de ellos pasa de los doce de edad. El más pequeño está por cumplir diez. Los niños-profesores son amables, respetuosos, infinitamente pacientes y con una sonrisilla candorosa que aromatiza el salón. Una alumna de mi edad que porta un doctorado en ciencias de la educación me preguntó: “¿Por qué en el doctorado nada nos dijeron acerca de la sonrisa educativa? ¿Por qué no hay una teoría de la risa magisterial aplicada?” Otro alumno, un sesentón con rostro patibulario, especializado en Teoría Hegeliana de la Historia, respondió: “Es que todo tiene que ver con todo”. Nadie entendió. Al final del temible primer día de clases los alumnos no estaban para discutir la totalidad concreta de un hecho histórico ni la complejidad de las estructuras sociales. Me cuentan que el hegeliano no regresó a clases. Su gastritis le produjo un fuerte dolor de nuca que lo tiene devastado. No es extraño, pues a Dostoievski le dolían en el corazón las hemorroides.
La primera semana fue, como se dice, de sensibilización. No hubo definiciones ni antecedentes históricos –la alfabetización es eminentemente práctica–, pero se expuso el diccionario de términos para reeducar a los desmundados. Por ejemplo, el profesor de casi diez años encargó la primera tarea, la que reproduzco aquí tal cual la recibí en el correo electrónico que me envío la doctora en ciencias de la educación: “Logueense en tuiter y posteen el coment donde los taguee”. La tarea, le respondí, es como clavar un clavo en un chorro de agua. Parece que el profesor de casi diez años tomó las cosas con calma y, sin apartar la vista de los alumnos, tecleó un par de veces su teléfono celular y de la pantalla emergieron, como cosas del demonio, imágenes y objetos extraños que, aclaró, los había “bajado” en ese momento. “Es cosa de niños”, soltó sin darse cuenta de que su frase de consuelo cayó entre los alumnos como una condena perpetua. A una semana de clases, los alumnos navegan entre el desconcierto y el miedo. Les dejaron una tarea que a les pareció ridícula: ejercicio de dedos. Los profesores han concluido que los dedos de los mayores de treinta años no fueron diseñados para la tecnología digital. Ese grupo de desmundados ya aprendió lo básico: su calidad de alumnos es definitiva, para siempre. Es posible que algún día el hombre desmundado logre desmontar la oxidada e inservible memoria que trae instalada desde antes de su nacimiento y sustituirla por un microchip actual. Sin embargo, debe saber que ese microchip será obsoleto antes de seis meses. Pero sólo así podrá volverse a subir al mundo. Hay que decir que, una vez desembalsamado, el hombre desmundado habrá perdido para siempre la ternura que se requiere para llorar por la muerte del pequeño niño que fue.
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