Muchos tuvimos la suerte de tener, durante la educación Primaria, a un poeta y a un novelista como secretarios de educación pública. Primero fue Jaime Torres Bodet y luego Agustín Yáñez. Eran otros tiempos. A principios de 1960 aún perduraba el espíritu educativo de Vasconcelos y el país estaba pasando rápidamente de lo rural a lo urbano; el crecimiento económico estaba a la mitad de lo que se llamó el milagro mexicano y los primeros movimientos campesinos y obreros opositores al régimen cerrado del PRI eran el preludio de la represión de los sesenta y los setenta. Pero esto no lo sabíamos los escolares, no sólo porque no teníamos acceso a los periódicos sino porque en la escuela estábamos demasiado ocupados en aprender la historia oficial y preparar los desfiles cívicos. La educación pública era, hoy lo sabemos, tan cerrada como el régimen, pero en cambio era precisa, continua y laica. A esto último contribuyeron los libros de texto gratuitos y los desayunos escolares. Estas virtudes nos formaron en un conocimiento tal vez demasiado básico y en una realidad que no correspondía con la que el país empezaba a vivir. Sin embargo, los profesores eran buenos profesores; y lo eran principalmente porque tenían reconocimiento: eran apreciados, respetados y ganaban un salario que les permitía vivir en el nivel medio, sin lujos ni carencias. Los maestros tenían tal reconocimiento que muchos padres de familia aún los consideraban como los segundos padres, para bien y para mal. Los defectos de la educación de entonces eran obvios: abuso de la memoria (sobre todo en historia y en gramática) y autoritarismo de la escuela y del profesor. En cambio, los profesores no faltaban nunca a clase, con lo que se hacía efectiva la máxima de que no hay peor maestro que el ausente. Había un sentido educativo de la vida pública; si bien es cierto que los libros de texto mostraban un puñado de verdades oficiales que partían la historia de México en dos (patriotas y traidores), hay que reconocer que en las demás materias (aritmética, geografía, música, deporte) el conocimiento y la práctica eran realmente formativas. Como quedó dicho, el profesor tenía reconocimiento social; no faltaban los maestros que eran temibles, no sólo por su actitud autoritaria sino porque algunos de ellos, con la complicidad de los padres, aún creían que la letra entraba con sangre. Y la educación autoritaria –decía Bertrand Russell– forma alumnos autoritarios.
Junto a los defectos innegables de la educación primaria de principios de la década de 1960 había algunas virtudes también innegables: la educación era laica y gratuita. Aunque de la enseñanza de la historia se excluían movimientos de tanta importancia histórica como la Guerra Cristera y el Sinarquismo, no se pregonaba ningún tipo de anticlericalismo y jamás se atacaba la fe religiosa. Por lo que se refiere a la gratuidad, no recuerdo que los profesores o la dirección del plantel profesaran la costumbre, aparecida más tarde, de solicitar cuotas ordinarias o extraordinarias ni para el mejoramiento de la escuela ni para el santo de la directora. Y algo más importante aún: los útiles escolares era los mínimos y no se exigían libros complementarios de tal editorial y tal autor. Todavía no se había formado el gran negocio que es hoy la industria de los útiles escolares, una carga económica que en nuestro tiempo desangra los bolsillos de los padres. Los libros de texto gratuitos debían entregarse al final del curso y en buen estado, para que fueran aprovechados por los alumnos siguientes. Con el sentido de la educación había un sentido del ahorro. Y lo decían los maestros: el país hace grandes esfuerzos por dar educación (todavía no se decía “de calidad”) y debemos cuidar los libros y los pupitres. La educación era gratuita pero se infundía la conciencia de que no lo era realmente; tenía un costo y alguien (muchos) la pagaba. A la escuela todavía le decíamos, con un orgullo que ha desaparecido, “mi escuela”. A pesar del milagro mexicano, del desarrollo estabilizador, de la infame corrupción del sexenio de Miguel Alemán y de la creciente inconformidad política y social por el autoritarismo de las presidencias imperiales del PRI, en la escuela primaria había la idea de que éramos un país pobre, por más que las lecciones de historia refirieran hazañas heroicas y las de geografía mantuvieran intacta la riqueza legendaria del país. El nacionalismo mexicano se fundó, al cabo, en la idea de que éramos un país agraviado: invasiones, grandes territorios perdidos, intervenciones extranjeras, enemigos jurados. No obstante lo cual en la Primaria aprendimos a leer, a escribir, a hacer cuentas, a cantar, a bailar, a jugar y a reír. Aprender a trabajar era otro objetivo permanente. Se rendía culto a los símbolos patrios y también al trabajo. Los trabajos manuales tenían un sentido pedagógico pero sobre todo tenían un sentido práctico, como que después de la Primaria la mayoría se incorporaba al trabajo, a un oficio, a una actividad comercial. El trabajo era bueno y el ocio era malo. Por lo menos no se rendía culto a cualquier ocio, y en cambio cualquier trabajo era honorable. Por lo demás, no sé si los alumnos de educación básica de hoy todavía siembren árboles y salgan a la calle a educar y educarse en la cortesía y el respeto viales. Supongo que no, pues ahora se corren riesgos mortales. Porque ¿quién educa a los dueños del transporte urbano?
No todo tiempo pasado fue mejor, pero el pasado no es peor sólo porque es pasado. Somos un país depredador. Esta es la lección que ejemplifican los gobernantes: grandes concentraciones, oropeles imperiales, loas interminables, libertades públicas acalladas por las buenas y por las malas, democracia costosa e improductiva. El populismo y la tecnocracia anunciaron que éramos un país inmensamente rico. Quizá fue entonces cuando el rumbo se perdió definitivamente. Hasta hoy, las lecciones escolares no son las de la política. Hace cincuenta años éramos un país pobre; cuando nos convencieron de que ya éramos ricos, entonces sobrevino una explosión de miseria, desigualdad e injusticia.
Junto a los defectos innegables de la educación primaria de principios de la década de 1960 había algunas virtudes también innegables: la educación era laica y gratuita. Aunque de la enseñanza de la historia se excluían movimientos de tanta importancia histórica como la Guerra Cristera y el Sinarquismo, no se pregonaba ningún tipo de anticlericalismo y jamás se atacaba la fe religiosa. Por lo que se refiere a la gratuidad, no recuerdo que los profesores o la dirección del plantel profesaran la costumbre, aparecida más tarde, de solicitar cuotas ordinarias o extraordinarias ni para el mejoramiento de la escuela ni para el santo de la directora. Y algo más importante aún: los útiles escolares era los mínimos y no se exigían libros complementarios de tal editorial y tal autor. Todavía no se había formado el gran negocio que es hoy la industria de los útiles escolares, una carga económica que en nuestro tiempo desangra los bolsillos de los padres. Los libros de texto gratuitos debían entregarse al final del curso y en buen estado, para que fueran aprovechados por los alumnos siguientes. Con el sentido de la educación había un sentido del ahorro. Y lo decían los maestros: el país hace grandes esfuerzos por dar educación (todavía no se decía “de calidad”) y debemos cuidar los libros y los pupitres. La educación era gratuita pero se infundía la conciencia de que no lo era realmente; tenía un costo y alguien (muchos) la pagaba. A la escuela todavía le decíamos, con un orgullo que ha desaparecido, “mi escuela”. A pesar del milagro mexicano, del desarrollo estabilizador, de la infame corrupción del sexenio de Miguel Alemán y de la creciente inconformidad política y social por el autoritarismo de las presidencias imperiales del PRI, en la escuela primaria había la idea de que éramos un país pobre, por más que las lecciones de historia refirieran hazañas heroicas y las de geografía mantuvieran intacta la riqueza legendaria del país. El nacionalismo mexicano se fundó, al cabo, en la idea de que éramos un país agraviado: invasiones, grandes territorios perdidos, intervenciones extranjeras, enemigos jurados. No obstante lo cual en la Primaria aprendimos a leer, a escribir, a hacer cuentas, a cantar, a bailar, a jugar y a reír. Aprender a trabajar era otro objetivo permanente. Se rendía culto a los símbolos patrios y también al trabajo. Los trabajos manuales tenían un sentido pedagógico pero sobre todo tenían un sentido práctico, como que después de la Primaria la mayoría se incorporaba al trabajo, a un oficio, a una actividad comercial. El trabajo era bueno y el ocio era malo. Por lo menos no se rendía culto a cualquier ocio, y en cambio cualquier trabajo era honorable. Por lo demás, no sé si los alumnos de educación básica de hoy todavía siembren árboles y salgan a la calle a educar y educarse en la cortesía y el respeto viales. Supongo que no, pues ahora se corren riesgos mortales. Porque ¿quién educa a los dueños del transporte urbano?
No todo tiempo pasado fue mejor, pero el pasado no es peor sólo porque es pasado. Somos un país depredador. Esta es la lección que ejemplifican los gobernantes: grandes concentraciones, oropeles imperiales, loas interminables, libertades públicas acalladas por las buenas y por las malas, democracia costosa e improductiva. El populismo y la tecnocracia anunciaron que éramos un país inmensamente rico. Quizá fue entonces cuando el rumbo se perdió definitivamente. Hasta hoy, las lecciones escolares no son las de la política. Hace cincuenta años éramos un país pobre; cuando nos convencieron de que ya éramos ricos, entonces sobrevino una explosión de miseria, desigualdad e injusticia.
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