La ministra de la Suprema Corte de Justicia Olga Sánchez Cordero recordó, en el Teatro de la República, que éramos liberales, que hubo una vez que fuimos liberales. No lo expresó así. Textualmente dijo que México necesita hombres y mujeres liberales que utilicen la fuerza del derecho para garantizar la gobernabilidad y la paz social: “Ya es tiempo de que todas las instituciones comencemos a manifestar una filiación por las libertades”. Lo cual significa, leído al derecho y al revés, que hubo una vez que fuimos liberales, y que un día renegamos, no se sabe por qué, de los lazos que nos unían con el aprecio y defensa de las libertades, de las cuales somos descendientes en línea recta. No es casual que la señora ministra utilizara la palabra filiación y no afiliación. ¿En qué pensaba la ministra cuando escribió y leyó sus palabras? No es difícil adivinarlo.
Una veintena de congresos locales le ha negado a millones de mujeres, con sus leyes antiabortistas, una libertad fundamental. Con la falacia de que la vida es un valor sin el cual no son posibles los demás, la discusión fue comprimida en cápsulas inhibidoras de la razón. Es cierto, todas las decisiones democráticas son mayoritarias, pero no todas las decisiones mayoritarias son democráticas. Es el caso de las normas que dicen defender la vida. No han sido democráticas ni liberales: no plantearon la confrontación de dos grandes bienes, la vida y la libertad. Se optó por el camino cómodo: deducir la luz de la oscuridad. La libertad de cada mujer a decidir estuvo presente en el debate pero en un segundo plano, como un problema derivado. Los grandes valores chocan y producen lo que los teóricos del derecho llaman conflictos trágicos. No siempre se elige entre lo bueno y lo menos bueno; algunas hay que elegir lo menos malo, pero antes conviene situarse en el plano idóneo para saber a quién le corresponde legal y moralmente elegir. Situar el debate en el plano del dogma equivale a no situarlo en ninguna parte, no al menos en el espacio político en el que sentimos, creemos y pensamos. No sobra decir que la vida nos hace seres vivos, no necesariamente seres humanos.
La filiación liberal no es afiliación a un partido o una ideología. Excepción hecha de Inglaterra, en casi todo el mundo lo liberal fue identificado con un partido, un movimiento o una doctrina. Esta identidad parece superada por la comprensión de los significados teóricos y prácticos del liberalismo. Sin embargo, los prejuicios y la ignorancia persisten. Un antropólogo de apariencia democrática creía que los liberales eran los masones. Es cierto, los masones han tenido fama de liberales, pero no todos han sido liberales, ni siquiera en el siglo XIX. Los dos o tres masones que conozco son más mochos que los Caballeros de Colón. Un jurista de altos vuelos repite en sus clases el término “ideología liberal”, sin distinguir entre lo que es ideología y lo que no lo es, con el prejuicio de suponer que el liberalismo es una ideología como la marxista o la estructuralista. Entre la ignorancia y los prejuicios, los académicos sitúan las teorías liberales en el temario del pasado, en el apartado de antecedentes históricos. Lo curioso es que el curso termina con el tema Neoliberalismo, y con este cierre de dudosa actualidad intentan explicar que el pensamiento y el mundo han entrado en una nueva época. La última lección es absurda, pues lleva implícita la conclusión de que el liberalismo ha sido superado o que es una etapa de la historia del pensamiento que –he aquí la barbaridad– precede y explica al neoliberalismo. Pero aquí hay simplemente ignorancia.
Las palabras de la ministra apelan a la memoria liberal, a la tradición política de la libertad, a la defensa de derechos fundamentales, a los límites que se deben imponer a los poderes formales y reales de la sociedad para proteger a los individuos y a los grupos de los abusos. Si en el pasado el liberalismo estuvo asociado a un partido, una ideología o una corriente política, los valores liberales han adquirido, mediante la experiencia, el carácter de valores universales individuales y colectivos. Los conservadores no han estado equivocados por ser conservadores, sino porque han sido liberales incompletos, pues por un lado defienden algunas libertades fundamentales (religiosas y económicas) y por el otro combaten otras igualmente fundamentales (libertades sexuales, pluralismo moral y religioso). La reconciliación la encontramos en la democracia y en la propia experiencia de la libertad, la cual procede de liberales, de conservadores y de socialistas. La democracia no dicta sentencia sobre la verdad, pero en cambio ofrece el espacio y el método para el debate y la decisión regulada. En este sentido el debate liberal es siempre un debate de experiencias: es a posteriori. En este punto una teoría liberal se aparta de la ideología. Las ideologías son siempre a priori.
Uno de los desastres culturales y políticos de nuestra época es la fractura de los valores liberales. Se entiende que hoy se tenga más miedo, incertidumbre, angustia; se ha creado, debido a esos sentimientos, un enorme mercado de la fe. La gente quiere creer en algo, en lo que sea; compra lo que le vendan, desde las baratijas de la superación personal hasta las destructivas creencias que tasajean la voluntad. Se puede poner como ejemplo la fe en la santa muerte o en otra zarandaja por el estilo, pero también la alienación de los Legionarios o el cientificismo de los profetas modernos. Los problemas actuales de violencia e incertidumbre económica le producen miedo a cualquiera, y acaso el miedo sea positivo si su presencia nos permite reflexionar acerca de la condición humana en tiempos violentos. Vale decir que la verdad empírica nos muestra que la supervivencia depende de la razón. Pensar es sobrevivir. Los seres humanos tenemos lo que Santayana llamaba fe primitiva, que nos permite aprender a confiar en los otros y a saber, sin que podamos demostrarlo, que mañana saldrá el sol. Tenemos confianza en la razón y tenemos fe en la fe. Pensar en la fe es pensar que se piensa, pensar que se cree, creer que se piensa y que se cree. El ser humano es un creyente, pero sólo lo sabe cuando piensa. Creer, si volvemos a los valores liberales, es una libertad fundamental. Tener creencias y manifestarlas es una cara de la moneda; la otra es a) tener creencias y no ser obligado a manifestarlas, b) no tener creencias y c) manifestar creencias sin tenerlas.
Vida y libertad no son bienes jerarquizados; están en el mismo plano de importancia jurídica y moral. Las colisiones son continuas. Y la mejor manera de evitarlos es que el Estado no elija por nosotros. La democracia no descansa en la naturaleza de las cosas sino en la voluntad de las personas. Las decisiones democráticas poseen la legitimidad que otorga el pluralismo político y moral. Un principio liberal nos enseña que ninguna libertad es absoluta. Hay en el pluralismo un cierto relativismo moral que nunca es completo, pues el enunciado “todo es relativo” es una contradicción en sus términos. Si todo es relativo, entonces hay algo que no lo es. Tenemos un conjunto de principios de validez universal que guían las discusiones democráticas, y ni siquiera ellos resuelven los choques entre bienes y valores humanos en un momento y sociedad determinados.
La ministra Olga Sánchez Cordero ha puesto el dedo en una de las llagas de la cultura anti liberal de nuestros días. Habló de limitar los poderes fácticos. Éstos son, desde luego, los tradicionales: los económicos, los religiosos, los mediáticos, los cárteles de los sindicatos magisterial y petrolero, las mafias criminales. Pero hay otros: los profesores que imponen dogmas, las instituciones que educan para la servidumbre y no para la libertad, los estropicios públicos que ejerce la creencia de que la voz del pueblo es la voz de dios, el conglomerado de mediocridades artísticas y literarias que todo lo inundan, la dictadura de la publicidad. Que la ministra de la Suprema Corte Olga Sánchez Cordero diga que hacen falta gobernantes liberales es una buena noticia entre tantas malas.
Una veintena de congresos locales le ha negado a millones de mujeres, con sus leyes antiabortistas, una libertad fundamental. Con la falacia de que la vida es un valor sin el cual no son posibles los demás, la discusión fue comprimida en cápsulas inhibidoras de la razón. Es cierto, todas las decisiones democráticas son mayoritarias, pero no todas las decisiones mayoritarias son democráticas. Es el caso de las normas que dicen defender la vida. No han sido democráticas ni liberales: no plantearon la confrontación de dos grandes bienes, la vida y la libertad. Se optó por el camino cómodo: deducir la luz de la oscuridad. La libertad de cada mujer a decidir estuvo presente en el debate pero en un segundo plano, como un problema derivado. Los grandes valores chocan y producen lo que los teóricos del derecho llaman conflictos trágicos. No siempre se elige entre lo bueno y lo menos bueno; algunas hay que elegir lo menos malo, pero antes conviene situarse en el plano idóneo para saber a quién le corresponde legal y moralmente elegir. Situar el debate en el plano del dogma equivale a no situarlo en ninguna parte, no al menos en el espacio político en el que sentimos, creemos y pensamos. No sobra decir que la vida nos hace seres vivos, no necesariamente seres humanos.
La filiación liberal no es afiliación a un partido o una ideología. Excepción hecha de Inglaterra, en casi todo el mundo lo liberal fue identificado con un partido, un movimiento o una doctrina. Esta identidad parece superada por la comprensión de los significados teóricos y prácticos del liberalismo. Sin embargo, los prejuicios y la ignorancia persisten. Un antropólogo de apariencia democrática creía que los liberales eran los masones. Es cierto, los masones han tenido fama de liberales, pero no todos han sido liberales, ni siquiera en el siglo XIX. Los dos o tres masones que conozco son más mochos que los Caballeros de Colón. Un jurista de altos vuelos repite en sus clases el término “ideología liberal”, sin distinguir entre lo que es ideología y lo que no lo es, con el prejuicio de suponer que el liberalismo es una ideología como la marxista o la estructuralista. Entre la ignorancia y los prejuicios, los académicos sitúan las teorías liberales en el temario del pasado, en el apartado de antecedentes históricos. Lo curioso es que el curso termina con el tema Neoliberalismo, y con este cierre de dudosa actualidad intentan explicar que el pensamiento y el mundo han entrado en una nueva época. La última lección es absurda, pues lleva implícita la conclusión de que el liberalismo ha sido superado o que es una etapa de la historia del pensamiento que –he aquí la barbaridad– precede y explica al neoliberalismo. Pero aquí hay simplemente ignorancia.
Las palabras de la ministra apelan a la memoria liberal, a la tradición política de la libertad, a la defensa de derechos fundamentales, a los límites que se deben imponer a los poderes formales y reales de la sociedad para proteger a los individuos y a los grupos de los abusos. Si en el pasado el liberalismo estuvo asociado a un partido, una ideología o una corriente política, los valores liberales han adquirido, mediante la experiencia, el carácter de valores universales individuales y colectivos. Los conservadores no han estado equivocados por ser conservadores, sino porque han sido liberales incompletos, pues por un lado defienden algunas libertades fundamentales (religiosas y económicas) y por el otro combaten otras igualmente fundamentales (libertades sexuales, pluralismo moral y religioso). La reconciliación la encontramos en la democracia y en la propia experiencia de la libertad, la cual procede de liberales, de conservadores y de socialistas. La democracia no dicta sentencia sobre la verdad, pero en cambio ofrece el espacio y el método para el debate y la decisión regulada. En este sentido el debate liberal es siempre un debate de experiencias: es a posteriori. En este punto una teoría liberal se aparta de la ideología. Las ideologías son siempre a priori.
Uno de los desastres culturales y políticos de nuestra época es la fractura de los valores liberales. Se entiende que hoy se tenga más miedo, incertidumbre, angustia; se ha creado, debido a esos sentimientos, un enorme mercado de la fe. La gente quiere creer en algo, en lo que sea; compra lo que le vendan, desde las baratijas de la superación personal hasta las destructivas creencias que tasajean la voluntad. Se puede poner como ejemplo la fe en la santa muerte o en otra zarandaja por el estilo, pero también la alienación de los Legionarios o el cientificismo de los profetas modernos. Los problemas actuales de violencia e incertidumbre económica le producen miedo a cualquiera, y acaso el miedo sea positivo si su presencia nos permite reflexionar acerca de la condición humana en tiempos violentos. Vale decir que la verdad empírica nos muestra que la supervivencia depende de la razón. Pensar es sobrevivir. Los seres humanos tenemos lo que Santayana llamaba fe primitiva, que nos permite aprender a confiar en los otros y a saber, sin que podamos demostrarlo, que mañana saldrá el sol. Tenemos confianza en la razón y tenemos fe en la fe. Pensar en la fe es pensar que se piensa, pensar que se cree, creer que se piensa y que se cree. El ser humano es un creyente, pero sólo lo sabe cuando piensa. Creer, si volvemos a los valores liberales, es una libertad fundamental. Tener creencias y manifestarlas es una cara de la moneda; la otra es a) tener creencias y no ser obligado a manifestarlas, b) no tener creencias y c) manifestar creencias sin tenerlas.
Vida y libertad no son bienes jerarquizados; están en el mismo plano de importancia jurídica y moral. Las colisiones son continuas. Y la mejor manera de evitarlos es que el Estado no elija por nosotros. La democracia no descansa en la naturaleza de las cosas sino en la voluntad de las personas. Las decisiones democráticas poseen la legitimidad que otorga el pluralismo político y moral. Un principio liberal nos enseña que ninguna libertad es absoluta. Hay en el pluralismo un cierto relativismo moral que nunca es completo, pues el enunciado “todo es relativo” es una contradicción en sus términos. Si todo es relativo, entonces hay algo que no lo es. Tenemos un conjunto de principios de validez universal que guían las discusiones democráticas, y ni siquiera ellos resuelven los choques entre bienes y valores humanos en un momento y sociedad determinados.
La ministra Olga Sánchez Cordero ha puesto el dedo en una de las llagas de la cultura anti liberal de nuestros días. Habló de limitar los poderes fácticos. Éstos son, desde luego, los tradicionales: los económicos, los religiosos, los mediáticos, los cárteles de los sindicatos magisterial y petrolero, las mafias criminales. Pero hay otros: los profesores que imponen dogmas, las instituciones que educan para la servidumbre y no para la libertad, los estropicios públicos que ejerce la creencia de que la voz del pueblo es la voz de dios, el conglomerado de mediocridades artísticas y literarias que todo lo inundan, la dictadura de la publicidad. Que la ministra de la Suprema Corte Olga Sánchez Cordero diga que hacen falta gobernantes liberales es una buena noticia entre tantas malas.
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