A Gabriel Zaid
En México pagamos impuestos sin saberlo. Esta ignorancia es quizá la más grave de nuestras ignorancias públicas, un signo de incivilidad. Pagar impuestos sin saberlo es como no pagarlos: carece de significado político. Refleja, sin embargo, la difusa creencia de que el dinero público llega de algún lugar, no de los contribuyentes. La ignorancia empieza cuando leemos el precio de un artículo. La cantidad es redonda y la mentalidad del consumidor es cuadrada. Pagamos el artículo sin más, sin el conocimiento de que una parte de ese pago no forma parte del costo del artículo. Si alguien nos pregunta el precio del producto decimos la cantidad que pagamos, sin diferenciar el costo del artículo y el impuesto. En un régimen fiscal civilizado, que no es nuestro caso, los precios de los productos se anuncian sin la inclusión del porcentaje impositivo y la gente que compra una camisa o una computadora sabe a las claras que al precio marcado se agregará el impuesto. De este modo el consumidor está cotidianamente involucrado con el porcentaje fiscal que paga en cada caso.
En México recibimos el comprobante de una compra y nadie se detiene a verificar el precio del producto y el porcentaje impositivo. En general, el comprobante es arrugado y arrojado al primer bote de basura. En los miles de pequeños supermercados que hay dondequiera ya tienen, justo a la salida, el cesto donde el comprador tira la bolsa de plástico con el comprobante aún engrapado; nadie verifica el desglose. No existe conciencia de que se pagó un impuesto. El aspecto educativo de una reforma fiscal podría empezar con la obligación de que los precios de los artículos o servicios se mostraran sin la inclusión del impuesto; sería una reforma cultural. Consistiría en tomar conciencia de que todo el día pagamos impuestos. Esta reforma tendría por objeto la adquisición de un conocimiento que no tenemos o que lo tenemos difuso, el de saber que los recursos públicos no descienden del cielo del Banco de México, de las arcas sagradas de la Secretaría de Hacienda o de la generosidad de los presupuestos aprobados por los diputados, sino del trabajo de la gente común. Pero la reforma cultural iría más allá de este saber, pues permitiría acortar el abismo que existe entre el consumidor y el ciudadano. Por decirlo así, se podría ciudadanizar al consumidor, que es lo mismo que redimirlo de su salvajismo; es decir, civilizarlo. El círculo virtuoso se podría cerrar si el ciudadano se convierte en un buen consumidor, y luego en una fuerza de consumidores, un poder que en otras partes del mundo reduce abusos y regula precios, tal cual lo explica el sociólogo alemán Ulrich Beck, autor de la celebrada obra La sociedad del riesgo.
Es evidente que la voz de la publicidad ahoga la voz del público. El defecto básico de la publicidad es que destruye a los pequeños comerciantes. Y en una sociedad liberal sólo los consumidores pueden remediar, aunque sea parcialmente, la barbarie destructiva de la publicidad. Decía Chesterton que sucumbir a los grandes comercios y monopolios no es una cuestión de leyes económicas sino de voluntad moral. Apoyar al pequeño comercio, sin embargo, produce una consecuencia económica y otra fiscal. La económica es que comprar en un pequeño negocio beneficia a millones, mientras que el consumo en los grandes centros comerciales beneficia a unos pocos; la fiscal es que el pequeño comerciante, aunque su tasa impositiva sea menor, no puede evadirla, en tanto que los pulpos comerciales tienen el poder de pagar menos o de no pagar.
Si el precio de una camisa es de cien pesos el comprador sabrá que desembolsará dieciséis pesos de impuesto. Al precio anunciado sumará mentalmente el porcentaje fiscal correspondiente. A la pregunta de si el precio anunciado incluye el impuesto, el vendedor responderá que obviamente no, que el porcentaje fiscal es por separado. Los malos hábitos fiscales se deben a la ignorancia que no separa lo que es del César (el comerciante) y lo que es de Dios (el Estado). La ignorancia causa terribles consecuencias públicas: al no saber que a todas horas estamos pagando impuestos, desatendemos su administración y gasto. Las ventas deben ofrecerse en sus precios reales, sin incluir el impuesto. Los miles de pequeños supermercados que inundan el país, que venden desde cosméticos y abarrotes hasta cebollas y estropajos, tienen el defecto básico de que pueden funcionar sin entregar el comprobante de la venta. Son legiones los compradores a quienes les da igual si reciben o no el comprobante. Y todavía una parte importante del comercio te ofrece sus productos con la alternativa de si es con factura o sin factura, alternativa de la cual depende el precio, precio del cual depende que se paguen o evadan impuestos. En la mayor parte de los establecimientos comerciales le preguntan al consumidor si va o no a querer factura; caso afirmativo –es una rareza– el procedimiento es lento, desalienta a los pacientes y enoja a los impacientes.
Sabemos que pagamos impuestos al momento de declarar los ingresos y cada vez que recibimos el recibo de nómina o el recibo de retenciones. Sin embargo, la mayor cantidad de impuestos se recaudan en el consumo. Esto último lo sabemos en teoría, no en la práctica, que es lo mismo que no saberlo. Al ignorarlo, nos negamos la posibilidad política de pasar de malos consumidores a buenos ciudadanos y de buenos ciudadanos a mejores consumidores. Cuando una vendedora nos dice “Muchas gracias por su compra”, también podría agregar, amable y sonriente: “Usted pagó cien pesos por la camisa y dieciséis pesos de impuesto”. El consumidor podría llevar al día la cuenta aproximada de lo que paga de impuestos; advertiría que su participación en la vida pública es tan importante –quizá más– que la del miembro de un partido o la de un diputado, que no paga impuestos. Esa conciencia de participación le facilitaría ver los vínculos de la vida económica y productiva con las discusiones legislativas, con la aprobación de los presupuestos y con el gasto público.
Me cuentan de una escuela donde se enseña a los niños a distribuir los recursos disponibles. El niño se ve enfrentado a ciertos problemas elementales que, sin embargo, le ofrecen un panorama que la educación formal no proporciona. El niño quiere dinero para comprar un helado, unas papitas y un refresco, cantidades que se apuntan en el pizarrón junto a las cantidades destinadas a pagar la comida, la ropa, la mensualidad de la casa, los útiles escolares y los servicios. Luego el niño elige de dónde resta para que no desaparezca el costo de sus antojos, y generalmente acaba reduciendo sus pretensiones. Pero descubre, además, que sus padres gastan irresponsablemente, que el padre podría dejar de ser candil de la calle y la madre podría disminuir su compulsión por las ofertas. Es apenas el principio de la formación de una conciencia de consumo que no tenemos, que no tienen los que piensan, planean y programan la educación básica. Millones de niños van a la tienda de la esquina a comprar una chuchería. Nadie les dice que con su compra están pagando un impuesto. El tendero no tiene tiempo, los padres lo ignoran, los profesores no lo consideran importante y los gobernantes están demasiado ocupados en las próximas elecciones. En México se tiene tiempo para todo, menos para educar.
¿De qué cultura fiscal hablamos cuando se conceden privilegios a los peces gordos de la riqueza, a las grandes corporaciones, a los ingresos de los funcionarios públicos? El gobierno puede declarar que confía en que los contribuyentes no evadirán sus obligaciones fiscales, pero el contribuyente no puede confiar, sin más, en que el gobierno los gastará honrada y eficazmente. Se suele decir que los derechos no se ejercen porque no se conocen. Lo que falta decir es que también se desconoce cuando se ejercen. En el mismo sentido puede hablarse de las obligaciones y los deberes: no se cumplen porque se ignoran y se ignora cuando se cumplen.
En México pagamos impuestos sin saberlo. Esta ignorancia es quizá la más grave de nuestras ignorancias públicas, un signo de incivilidad. Pagar impuestos sin saberlo es como no pagarlos: carece de significado político. Refleja, sin embargo, la difusa creencia de que el dinero público llega de algún lugar, no de los contribuyentes. La ignorancia empieza cuando leemos el precio de un artículo. La cantidad es redonda y la mentalidad del consumidor es cuadrada. Pagamos el artículo sin más, sin el conocimiento de que una parte de ese pago no forma parte del costo del artículo. Si alguien nos pregunta el precio del producto decimos la cantidad que pagamos, sin diferenciar el costo del artículo y el impuesto. En un régimen fiscal civilizado, que no es nuestro caso, los precios de los productos se anuncian sin la inclusión del porcentaje impositivo y la gente que compra una camisa o una computadora sabe a las claras que al precio marcado se agregará el impuesto. De este modo el consumidor está cotidianamente involucrado con el porcentaje fiscal que paga en cada caso.
En México recibimos el comprobante de una compra y nadie se detiene a verificar el precio del producto y el porcentaje impositivo. En general, el comprobante es arrugado y arrojado al primer bote de basura. En los miles de pequeños supermercados que hay dondequiera ya tienen, justo a la salida, el cesto donde el comprador tira la bolsa de plástico con el comprobante aún engrapado; nadie verifica el desglose. No existe conciencia de que se pagó un impuesto. El aspecto educativo de una reforma fiscal podría empezar con la obligación de que los precios de los artículos o servicios se mostraran sin la inclusión del impuesto; sería una reforma cultural. Consistiría en tomar conciencia de que todo el día pagamos impuestos. Esta reforma tendría por objeto la adquisición de un conocimiento que no tenemos o que lo tenemos difuso, el de saber que los recursos públicos no descienden del cielo del Banco de México, de las arcas sagradas de la Secretaría de Hacienda o de la generosidad de los presupuestos aprobados por los diputados, sino del trabajo de la gente común. Pero la reforma cultural iría más allá de este saber, pues permitiría acortar el abismo que existe entre el consumidor y el ciudadano. Por decirlo así, se podría ciudadanizar al consumidor, que es lo mismo que redimirlo de su salvajismo; es decir, civilizarlo. El círculo virtuoso se podría cerrar si el ciudadano se convierte en un buen consumidor, y luego en una fuerza de consumidores, un poder que en otras partes del mundo reduce abusos y regula precios, tal cual lo explica el sociólogo alemán Ulrich Beck, autor de la celebrada obra La sociedad del riesgo.
Es evidente que la voz de la publicidad ahoga la voz del público. El defecto básico de la publicidad es que destruye a los pequeños comerciantes. Y en una sociedad liberal sólo los consumidores pueden remediar, aunque sea parcialmente, la barbarie destructiva de la publicidad. Decía Chesterton que sucumbir a los grandes comercios y monopolios no es una cuestión de leyes económicas sino de voluntad moral. Apoyar al pequeño comercio, sin embargo, produce una consecuencia económica y otra fiscal. La económica es que comprar en un pequeño negocio beneficia a millones, mientras que el consumo en los grandes centros comerciales beneficia a unos pocos; la fiscal es que el pequeño comerciante, aunque su tasa impositiva sea menor, no puede evadirla, en tanto que los pulpos comerciales tienen el poder de pagar menos o de no pagar.
Si el precio de una camisa es de cien pesos el comprador sabrá que desembolsará dieciséis pesos de impuesto. Al precio anunciado sumará mentalmente el porcentaje fiscal correspondiente. A la pregunta de si el precio anunciado incluye el impuesto, el vendedor responderá que obviamente no, que el porcentaje fiscal es por separado. Los malos hábitos fiscales se deben a la ignorancia que no separa lo que es del César (el comerciante) y lo que es de Dios (el Estado). La ignorancia causa terribles consecuencias públicas: al no saber que a todas horas estamos pagando impuestos, desatendemos su administración y gasto. Las ventas deben ofrecerse en sus precios reales, sin incluir el impuesto. Los miles de pequeños supermercados que inundan el país, que venden desde cosméticos y abarrotes hasta cebollas y estropajos, tienen el defecto básico de que pueden funcionar sin entregar el comprobante de la venta. Son legiones los compradores a quienes les da igual si reciben o no el comprobante. Y todavía una parte importante del comercio te ofrece sus productos con la alternativa de si es con factura o sin factura, alternativa de la cual depende el precio, precio del cual depende que se paguen o evadan impuestos. En la mayor parte de los establecimientos comerciales le preguntan al consumidor si va o no a querer factura; caso afirmativo –es una rareza– el procedimiento es lento, desalienta a los pacientes y enoja a los impacientes.
Sabemos que pagamos impuestos al momento de declarar los ingresos y cada vez que recibimos el recibo de nómina o el recibo de retenciones. Sin embargo, la mayor cantidad de impuestos se recaudan en el consumo. Esto último lo sabemos en teoría, no en la práctica, que es lo mismo que no saberlo. Al ignorarlo, nos negamos la posibilidad política de pasar de malos consumidores a buenos ciudadanos y de buenos ciudadanos a mejores consumidores. Cuando una vendedora nos dice “Muchas gracias por su compra”, también podría agregar, amable y sonriente: “Usted pagó cien pesos por la camisa y dieciséis pesos de impuesto”. El consumidor podría llevar al día la cuenta aproximada de lo que paga de impuestos; advertiría que su participación en la vida pública es tan importante –quizá más– que la del miembro de un partido o la de un diputado, que no paga impuestos. Esa conciencia de participación le facilitaría ver los vínculos de la vida económica y productiva con las discusiones legislativas, con la aprobación de los presupuestos y con el gasto público.
Me cuentan de una escuela donde se enseña a los niños a distribuir los recursos disponibles. El niño se ve enfrentado a ciertos problemas elementales que, sin embargo, le ofrecen un panorama que la educación formal no proporciona. El niño quiere dinero para comprar un helado, unas papitas y un refresco, cantidades que se apuntan en el pizarrón junto a las cantidades destinadas a pagar la comida, la ropa, la mensualidad de la casa, los útiles escolares y los servicios. Luego el niño elige de dónde resta para que no desaparezca el costo de sus antojos, y generalmente acaba reduciendo sus pretensiones. Pero descubre, además, que sus padres gastan irresponsablemente, que el padre podría dejar de ser candil de la calle y la madre podría disminuir su compulsión por las ofertas. Es apenas el principio de la formación de una conciencia de consumo que no tenemos, que no tienen los que piensan, planean y programan la educación básica. Millones de niños van a la tienda de la esquina a comprar una chuchería. Nadie les dice que con su compra están pagando un impuesto. El tendero no tiene tiempo, los padres lo ignoran, los profesores no lo consideran importante y los gobernantes están demasiado ocupados en las próximas elecciones. En México se tiene tiempo para todo, menos para educar.
¿De qué cultura fiscal hablamos cuando se conceden privilegios a los peces gordos de la riqueza, a las grandes corporaciones, a los ingresos de los funcionarios públicos? El gobierno puede declarar que confía en que los contribuyentes no evadirán sus obligaciones fiscales, pero el contribuyente no puede confiar, sin más, en que el gobierno los gastará honrada y eficazmente. Se suele decir que los derechos no se ejercen porque no se conocen. Lo que falta decir es que también se desconoce cuando se ejercen. En el mismo sentido puede hablarse de las obligaciones y los deberes: no se cumplen porque se ignoran y se ignora cuando se cumplen.
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