El presidente Calderón también se subió al pulman de lujo y desde el último vagón retembló el sonoro rugir del cañón: la justicia en México se vende al mejor postor.
La frase, dicha en el momento en que el país estaba acribillando a las autoridades de procuración de justicia del estado de México –al propio gobernador Peña Nieto, que ha mostrado una novatez política insospechada–, fue oportunista (es decir, inoportuna), sin advertir que lanzaba un escupitajo al breve cielo que lo cubría.
Un hábito político harto socorrido es que el gobernante se monte en el cuaco que, en primer lugar, está por cruzar la meta, pero lo hace a la vista del público, sin pudor. Son las gandulerías del poder.
¿Exagera el presidente Calderón? ¿Es válida la generalización de que en México la justicia se vende al mejor postor? Suele decirse que las generalizaciones son, como las comparaciones, odiosas, injustas, arbitrarias. Van enseguida diez recordatorios que nos pueden ayudar a decidir si la generalización es aceptable:
1) Los compradores de justicia tienen en el mercado del gobierno federal a sus marchantes favoritos. Tres de esos vendedores son las policías federales, la procuraduría general de la república y el ejército. Los tres dependen directamente del presidente;
2) No obstante la infinidad de propuestas, no se ha movido ni un milímetro el camino de la autonomía del ministerio público y la independencia de los servicios periciales;
3) Sería ingenuo creer que la autonomía del ministerio público y la del poder judicial es la solución completa y definitiva para paliar la crisis de la justicia mexicana. El problema es institucional, legal y moral. La inamovilidad vitalicia de los magistrados estatales impide la renovación gradual de los cuadros judiciales envejecidos. No tenemos una selección imparcial y abierta de jueces y magistrados;
4) El Relator Especial de la ONU expuso en 2002 que la independencia del poder judicial, iniciada en 1994, se caracterizaba por su lentitud y concluyó que la impunidad y la corrupción prevalecían. La situación reinante, se lee en el Informe, es de sospecha, desconfianza y falta de fe en las instituciones de administración de justicia;
5) Un diagnóstico del ITAM de 2006 en los ramos civil y mercantil es reprobatorio. Más de un setenta por ciento de las sentencias no se ejecutan;
6) La justicia en México sufre un proceso acelerado de privatización. El dinero y los poderes privados han atraído la competencia jurisdiccional;
7) Si las instituciones de seguridad y procuración de justicia y el mismo ejército controlan la industria del delito en el país, ¿por qué se asombra el presidente de que la justicia se venda al mejor postor?;
8) Los jueces, nuestros pobres jueces, son meros voceros de la voluntad del policía, del procurador, del presidente, de los gobernadores;
9) Si no bastara con eso, los jueces deben cargar con otra voluntad más pesada y grosera, la de los tribunales de apelación. Según estudios y diagnósticos nacionales e internacionales, todo es susceptible de compraventa: el tiempo, los medios, las resoluciones;
10) Que un asunto se resuelva pronto, cuesta; que se resuelva en determinado sentido, cuesta más; que no se resuelva nunca, cuesta mucho más. Jueces y magistrados venden el apremio y la dilación a precios que sólo pueden pagar unos pocos. Nos encaminamos rápidamente hacia un sistema de justicia de mercado. Las instituciones de justicia están convertidas en tenderetes callejeros. Se puede regatear y siempre hay manera de llegar a un arreglo.
El negocio es fabuloso. La industria de la justicia es quizá la que más utilidades deja. Arriba, en medio y abajo cada pedazo de poder y cada policía tienen su propio negocio. Va un ejemplo:
Un par de agentes federales detiene a la medianoche a un jovencito “antrero” y le exigen el pago de cinco mil pesos para no acusarlo de narcomenudeo. El joven, que apenas trae en la bolsa cien o doscientos pesos, lo niega, se deslinda, llama a su casa. Los agentes lo suben al vehículo oficial y dan vueltas por la ciudad. Le muestran un paquete de un kilo de cocaína con el que lo amenazan. El precio sube: diez, cincuenta, cien mil pesos. Según el sapo es la pedrada. Interviene la familia, los padres, los amigos, el abogado. Si no hay “arreglo”, los agentes acaban llevando al jovencito a la agencia del ministerio público federal con la “evidencia” por delante. Más de un año después, el juez federal dicta sentencia: quince años de prisión, sin derecho a fianza.
Son miles de casos “aislados”. Los jueces federales reciben la “evidencia” y dictan sentencia. Cumplen la ley. No tienen los cojones para oponerse a la marea de corrupción que les antecede. O le entras o te callas.
El daño es irreparable. Las familias se quiebran moral y económicamente. La procuración y la administración de justicia van dejando en el camino una estela de humillación y rencor.
No todos los detenidos son inocentes pero no todos son tan culpables como dicen los periódicos. Los peces gordos del delito son intocables. Muchos de ellos son, según los periódicos, personas honorables.
Los encargados de perseguir y juzgar a sus semejantes se defienden. Sus actuaciones –dicen– están apegadas a la ley. Además –agregan–, tienen la conciencia tranquila.
Delito y ley son las caras de la moneda. Es una industria que tiene infinidad de puertas, cuartos, pasadizos, recámaras, sobreentendidos.
En una involuntaria autocrítica, el Señor Presidente lo ha confirmado.
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