A Melissa Bernal
El perfeccionismo es quizás el defecto que más produce repudio y rechiflas entre el Respetable. Odiamos a los perfeccionistas, pero esto sólo significa que los caminos de la envidia son inescrutables. Un perfeccionista en tiempos de mediocridad colectiva es como un misántropo en una fiesta en el club campestre. El encumbramiento de la mediocridad ha acuñado frases felices y consoladoras: 1) Se hace lo que se puede; 2) Uno es lo que puede, no lo que quiere o lo que debe; 3) ¿Para qué hacer hoy lo que puedo dejar para mañana?; 4) Ya fue suficiente por hoy; 5) Yo hago como que trabajo porque el patrón hace como que me paga; 5) Ni todo el amor ni todo el dinero (ni todo el esfuerzo). . . y algunas otras que delatan aquiescencia, codicia o cinismo.
El perfeccionismo también ha sido fusilado por la psicología: mecanismo de defensa que encubre un complejo. Pero es muy probable que el psicólogo de turno encubra su ignorancia con una compleja defensa de su mecanismo. Digamos que simple y sencillamente hay gente a la que le gusta el trabajo bien hecho. Estos perfeccionistas son, para situarlos históricamente, personas que se quedaron en el Medioevo. En la Edad Media nacen los grandes maestros y nace también la noción obra maestra, aplicada a un trabajo manual, no intelectual o artístico. El perfeccionista genuino aspira a una pequeña perfección, la de su trabajo del día, y encamina hacia ella todos sus afanes; el perfeccionista impostor venera la perfección absoluta, pero carece de afanes. El genuino es intransigente consigo, con lo que hace. He conocido a algunos. Recuerdo al carpintero don Fausto que llegaba a trabajar a las siete de la mañana y a las once de la noche aún pulía en una puerta unas imperfecciones que sólo él veía. Se iba a la medianoche con un gesto de disgusto; se despedía diciendo: “No se preocupe, ya verá que con el favor de Dios mañana el librero va a quedar bien”. El otro día se molestó conmigo porque moví de un sitio a otro, a lo tonto, uno de sus excelentes libreros. Con su gestudo malestar me dijo que el hecho de que yo hubiera pagado por el librero no me daba derecho a tratar el mueble como una cosa. “Me hubiera llamado”, dijo indignado, y se dispuso a corregir las ralladuras del traslado. Ya no hay carpinteros como don Fausto. Envejeció; tiene ochenta años pero la edad es lo de menos; lo que le impide trabajar como a él le gusta son las lesiones mal atendidas que le causaron tres atropellamientos, dos de Metrobus y una de un currutaco escuchimizado en automóvil de lujo. Sigue pidiendo trabajo: pequeñas composturas, arreglo de sillas, barnizada de puertas y alacenas. Don Fausto me llama a veces para preguntar si tengo trabajo para él. “Trabajo siempre hay”, le respondo con una mentira piadosa absolutamente impía. Don Fausto me recuerda uno de los mejores relatos de Borís Pilniak: Caoba. La traducción de Sergio Pitol es perfeccionista. La pulió durante horas y días y semanas y meses. Tal vez años. El pulido de la traducción fue como el tallado de los maestros carpinteros del relato: “Una caoba oscurecida a fuerza de tallada”. Los hijos de los personajes de Caoba ya no siguieron el trabajo artesanal de sus maestros. Eso ocurrió cuando llegaron a los más apartados poblados rusos las fábricas de muebles. Los nietos y bisnietos de los amorosos de la madera se convirtieron en obreros. Ahora, en México, apenas califican para albañiles.
Veamos el caso de un perfeccionista célebre. La historia la cuenta George Steiner en un ensayo publicado en 1977 en The New Yorker. El tipo se llama James Murray, hijo de un sastre de un pequeño poblado de Inglaterra. La historia comienza el día que Murray, a finales de 1866, redacta una solicitud de trabajo para ocupar una vacante en el Museo Británico:
“Tengo que decir que la filología, tanto la comparativa como la especial, ha sido mi ocupación favorita durante toda mi vida, y que poseo un conocimiento general de las lenguas y la literatura de las clases aria y sirioarábiga; desde luego, no es que las conozca todas o casi todas, pero poseo el conocimiento léxico y estructural general con el cual el conocimiento íntimo sólo es cuestión de un poco de aplicación. De varias tengo un conocimiento más íntimo, como las lenguas romances, italiano, francés, catalán, español, latín y en menor grado portugués, valdense, provenzal y diversos dialectos. En la rama teutónica estoy aceptablemente familiarizado con el holandés (al tener que leer, en mi lugar de trabajo, correspondencia en holandés, alemán, francés y ocasionalmente otras lenguas), flamenco, alemán, danés. En anglosajón y moesogótico, mis estudios han sido mucho más detallados, pues he preparado para la publicación algunas obras sobre estas lenguas. Sé un poco de celta y en la actualidad estoy ocupado con el eslavónico, habiendo obtenido un útil conocimiento del ruso. En las ramas persa, aqueménida y cuneiforme, tengo conocimientos enfocados a la filología comparativa. Tengo un conocimiento de hebreo y siriaco suficiente para leer a primera vista el O. T. y Peshito; en menor grado conozco el arameo, el árabe, el copto y el fenicio hasta el punto en el que lo dejó Gesenius”.
El joven Murray, de veintinueve años, no consiguió el empleo. Piensa y vuelve a pensar: “Sólo es cuestión de un poco de aplicación”, y de esta convicción nació el monumento intelectual más grande de todos los tiempos: el Oxford English Dictionary. Contemos la aventura con la ayuda de Steiner: la historia del OED es una de las aventuras soberanas de la vida de la mente. Murray es un ejemplo espectacular de la capacidad para exprimir la experiencia hasta la médula, para hacer que todas las sensaciones produzcan un conocimiento organizado.
En contraste, en la actualidad impera la enseñanza planificada; el trabajo es una pausa entre llamadas telefónicas y mensajes de texto; la docencia es un molesto paréntesis entre asambleas sindicales, marchas, puentes, festejos, comisiones y el interminable llenado de formularios para el Sistema Nacional de Investigadores.
La cantidad total pagada por el OED fue de nueve mil libras. Con el pago Murray financió a su propio personal y las instalaciones físicas necesarias para reunir millones de fichas de palabras. Tenía una vida y once hijos. Ni él podía imaginar que el OED llegaría a tener más de dieciséis mil páginas, que producirlo costaría trescientas mil libras y que ni él ni sus herederos recibirían un penique de beneficios. Murray pensaba en un lexicón que abarcara literalmente toda la historia formal y sustantiva de la lengua inglesa, desde sus raíces anglosajonas, latinas y anglonormandas hasta las más recientes acuñaciones ideológicas, literarias, periodísticas y científicas.
Hubo que clasificar y almacenar unos cinco millones de fichas de palabras. La jornada laboral duró cincuenta años y la batalla de Murray fue una batalla por la perfección. Nadie le dio una beca, un año sabático, un cargo de investigador, un intercambio académico, un apoyo a la creatividad. Era un simple ayudante de profesor. Para los poderosos de Oxford Murray era un empleado recalcitrante, indebidamente privilegiado. Cuando se le concedió un título de nobleza, en 1908, la universidad mostró una altiva aceptación. Trabajaba setenta y siete horas a la semana: veinte como maestro, cincuenta y siete como lexicógrafo, y escribía, sin taquigrafía, hasta quince cartas diarias. En 1885 llegó a trabajar noventa horas a la semana. Murray murió en 1915, cuando el Diccionario iba en la letra T. El OED fue terminado en 1928, pero semejante trabajo no puede terminarse nunca. La estadística de cincuenta años de perfeccionismo se puede leer en la introducción de A New English Dictionary on Historical Principles, pero ninguna estadística refleja el amor al trabajo de Murray. Los artífices de las letras inglesas (Joyce, Nabokov, Burguess, Updike) están en deuda con Murray. Cuando se pregunta a un inglés cuál libro se llevaría a una isla desierta, no tiene duda.
¿Aún consultan nuestros escritores el Corominas, el Diccionario de doña María Moliner, el Panhispánico de dudas de la Real Academia o el Latino-español etimológico de Raimundo de Miguel? ¿Y nuestros profesores? ¿Y nuestros políticos y gobernantes? ¿Y nuestros líderes morales, religiosos y culturales? ¿Aún tallan la caoba de sus pensamientos y sus palabras?
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