sábado, 5 de junio de 2010

Denunciar los delitos

El teléfono suena siempre ocupado. Cuando se tiene tiempo y paciencia se insiste. Luego de cinco o cien llamadas la curiosidad se convierte en sospecha y ésta se transforma en certeza: no hay tal teléfono; no es que esté ocupado, es que no está activado; y un teléfono desactivado es como un amor no correspondido: no hay nadie en la otra orilla.
Sin embargo, en todas partes el número de ese teléfono se anuncia a la vez que se invita al público a denunciar. Denunciar un delito es considerado como un deber cívico. Lo es, sin duda, pero el cumplimiento de este deber le infringe al denunciante un calvario burocrático cuyo desenlace puede llegar a ser fatal, pues es posible que sea visto como el primer sospechoso, la primera línea de investigación (antes se les llamaba pistas, pero ahora las pistas son vulgares carreteras).
El denunciante debe saber que cumplir con su deber cívico implica tiempo, dinero, esfuerzo y decepción. Esto no es del todo malo, pues la ineficiencia de las instituciones de justicia ha desactivado la posibilidad de que nos convirtamos en una sociedad de delatores, lo que sería la verdadera guerra de todos contra todos, pero sin la presencia de un monstruo-estado que nos atemorice.
El que ha sido víctima de una extorsión o de un intento de extorsión marca el número mágico por cuatro razones: 1) cree sinceramente que la denuncia sirve para algo; 2) no cree que la denuncia tenga alguna utilidad pero llama con la vana esperanza de estar equivocado; 3) no cree que la denuncia sirva para algo pero llama con la malévola certidumbre de confirmar su certidumbre; 4) no sabe por qué llama/no contestó.
Sólo el dos por ciento de los delitos que se cometen en el país son del conocimiento de las autoridades. Esto significa que la actividad delictiva tiene apenas un dos por ciento de riesgo. Ninguna actividad lícita, por generosa que sea, tiene un margen tan amplio de éxito. Si la denuncia de delitos aportara otro dos por ciento, el trabajo de las procuradurías de justicia aumentaría al doble, lo que traería como consecuencia su quiebra absoluta. Pero la quiebra no sería solamente de las autoridades investigadoras, sino de todo el sistema judicial y penitenciario del país.
Nuestra cultura punitiva está profundamente arraigada. Recibe con los brazos abiertos la tipificación histérica de nuevos delitos, el aumento de las penas y promueve la denuncia ciudadana como medio por excelencia de participación, con los siguientes riesgos públicos y privados:
1) los presupuestos públicos tendrían que duplicar, por lo menos, los recursos destinados al pago de salarios y prestaciones de una burocracia también duplicada y a la construcción de oficinas, instalaciones, escuelas de capacitación, juzgados, armamento, patrullas, centros de tecnología criminal, cárceles, institutos de investigación, centros de rehabilitación y un número indeterminado de etcéteras;
2) El arte de gobernar quedaría reducido –todavía más– a la persecución de delincuentes, eficacia que sólo podría mostrarse con la presentación en vivo y a todo terror del mayor número posible de sospechosos, con el consecuente aumento –todavía más– de la arbitrariedad y la injusticia;
3) Las universidades públicas se verían en la necesidad de organizar y ofrecer nuevas opciones educativas, fragmentando las ciencias penales hasta reducirlas a polvo. La especialización de esas ciencias produciría una ramificación inexpugnable, al grado de que se ofrecerían licenciaturas en personas desaparecidas y maestrías en clasificación de delitos;
4) La vida pública sufriría el peor quebranto de su historia, pues la cultura de la denuncia –abrumadoramente anónima– desalentaría la participación libre. La denuncia penal se ha convertido ya en el campo de batalla donde se libra la lucha por el poder;
5) La vida social y las relaciones humanas más elementales se fracturarían –todavía más– hasta reducirse a la fugacidad banal. El amor y la amistad perderían tiempo, espacio e intensidad. Los amigos y los vecinos serían sospechosos de algo, implicados en algo, susceptibles de denuncia;
6) Crecería –todavía más– el mercado de la fe. La competencia por la clientela sería tan brutal que llegaría a las ejecuciones entre mafias clericales. La denuncia de delitos crearía una sociedad de fieles denunciantes e infieles difuntos;
7) Entendida como saber desinteresado, la filosofía sufriría el tiro de gracia. Atrapada en la tautología “Denuncio, luego existo”, la muerte sería objeto de culto y glorificación. ¿Para qué pensar en la vida, en la libertad, en la alegría de vivir, en la moral, en los misterios de la existencia? La filosofía quedaría en manos de los impostores del post modernismo, y la poesía sería patrimonio exclusivo de los que siempre se quieren morir pero carecen del valor de darse un tiro. Los intelectuales serían vulgares plañideras de cortejo fúnebre;
8) El lenguaje quedaría herido de muerte, pues caerían en desuso palabras que expresan confianza en el prójimo, piedad, lealtad y esperanza. Miles de palabras serían arcaísmos idiomáticos, así como en la actualidad se considera anticuado leer poesía, literatura o entretenerse contemplando la inquebrantable paciencia de una hormiguita;
9) Los medios masivos matarían la gallina de los huevos de oro, pues el sensacionalismo dejaría de ser sensacional. Hastiados de tanta carroña, el ciudadano quedaría reducido a su pulsión delatora, y
10) En los hechos, el ser humano sería un ciudadano sin ciudad.
Insisto y vuelvo a marcar para denunciar un intento de extorsión. En la otra orilla no hay nadie. Ha de ser porque la otra orilla no existe. Sin embargo, hay que volver a intentarlo, marcar indefinidamente, pasar la vida llamando, aunque sólo sirva para ahuyentar el pesimismo.

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