Decir que la guerra contra la delincuencia organizada ha fracasado es no decir nada. El encontronazo era inevitable, pero la fuerza tradicional del estado desencaja en una guerra cuyos enemigos no tienen domicilio fijo. Los especialistas han argumentado, con razón, que no se conocía al enemigo. Creo que hay una ignorancia más grave: no se conoce a la sociedad. No se tenía conciencia de la naturaleza y estratagemas de una criminalidad compleja. El gobierno federal ignoraba incluso los nombres de los enemigos que habitaban en su seno. Apenas exagero al decir que la guerra se ha librado a ciegas, en la oscuridad, disparando a los arbustos que el viento menea. El poder económico del narcotráfico está intacto. No ha fallado la estrategia sino la concepción de la guerra.
Se ha ignorado en qué campo se libran las batallas. De hecho, ya no hay campos de batalla ni líneas de frente. El espacio-tiempo de la guerra es otro. Advierto dos suposiciones falsas: la primera es creer que la guerra es entre un estado nacional y las bandas de delincuentes. En el siglo XVIII Rousseau decía que las guerras no eran entre los hombres sino entre los estados. La afirmación fue cierta hasta el fin de la Guerra Fría. La segunda suposición errónea es creer que las guerras son guerras de armas. Y de este error se derivan otros, como el de gastar sumas fabulosas de recursos públicos en la compra de armas y tecnología, en detrimento de la salud, la educación y la infraestructura. Pero el armamento ha tenido un misterioso efecto boomerang: las balas matan y regresan a matar, incluida mucha gente inocente, lo cual no significa que policías y soldados sean culpables por el hecho de vestir uniforme.
La guerra contra la delincuencia organizada no es una guerra de armas porque los frentes enemigos no son simples artilleros. En las sociedades de riesgo contemporáneas un individuo puede causar más daño que una banda organizada. Hace unas semanas un correo electrónico tuvo el poder destructivo de cancelar la vida social, económica y política de Cuernavaca. En la ciudad de Querétaro una bomba casera colocada cerca de una guardería produjo gran alarma. Necesitamos revisar seriamente nuestras nociones tradicionales acerca de la delincuencia y reconocer honrada y cabalmente el estado de vulnerabilidad en el que vivimos. Hay que saber que una bomba doméstica se fabrica con un poquito de pólvora y una fuerte dosis de rencor. La sangre infantil de la guardería sonorense es un coágulo viscoso y macilento que cubre el país, y ahora las guarderías se pueden convertir en espacios perfectamente localizados para producir terror. Pero nos empeñamos en ignorar la más cínica corrupción: las guarderías de Querétaro fueron asignadas a políticos y sus familiares. Esto quiere decir que somos más vulnerables de lo que somos.
La guerra es la guerra del miedo y del odio. Los enemigos utilizan su capacidad de producir alarma y temor como su arma más eficaz. Basta una llamada telefónica, un correo electrónico, una manta en la baranda de un puente. La sociedad es una tierra henchida de rumores. Se esparcen a la velocidad de la luz y logran al instante la huída de la gente rumbo a sus casas. La vida social y comercial puede ser asesinada sin disparar un tiro. Es cierto que los muertos se cuentan por miles, pero el miedo y el resentimiento sembrados exacerban el potencial destructivo de la violencia y matan lenta pero inexorablemente la vida civil y política de una ciudad.
Se ha ignorado en qué campo se libran las batallas. De hecho, ya no hay campos de batalla ni líneas de frente. El espacio-tiempo de la guerra es otro. Advierto dos suposiciones falsas: la primera es creer que la guerra es entre un estado nacional y las bandas de delincuentes. En el siglo XVIII Rousseau decía que las guerras no eran entre los hombres sino entre los estados. La afirmación fue cierta hasta el fin de la Guerra Fría. La segunda suposición errónea es creer que las guerras son guerras de armas. Y de este error se derivan otros, como el de gastar sumas fabulosas de recursos públicos en la compra de armas y tecnología, en detrimento de la salud, la educación y la infraestructura. Pero el armamento ha tenido un misterioso efecto boomerang: las balas matan y regresan a matar, incluida mucha gente inocente, lo cual no significa que policías y soldados sean culpables por el hecho de vestir uniforme.
La guerra contra la delincuencia organizada no es una guerra de armas porque los frentes enemigos no son simples artilleros. En las sociedades de riesgo contemporáneas un individuo puede causar más daño que una banda organizada. Hace unas semanas un correo electrónico tuvo el poder destructivo de cancelar la vida social, económica y política de Cuernavaca. En la ciudad de Querétaro una bomba casera colocada cerca de una guardería produjo gran alarma. Necesitamos revisar seriamente nuestras nociones tradicionales acerca de la delincuencia y reconocer honrada y cabalmente el estado de vulnerabilidad en el que vivimos. Hay que saber que una bomba doméstica se fabrica con un poquito de pólvora y una fuerte dosis de rencor. La sangre infantil de la guardería sonorense es un coágulo viscoso y macilento que cubre el país, y ahora las guarderías se pueden convertir en espacios perfectamente localizados para producir terror. Pero nos empeñamos en ignorar la más cínica corrupción: las guarderías de Querétaro fueron asignadas a políticos y sus familiares. Esto quiere decir que somos más vulnerables de lo que somos.
La guerra es la guerra del miedo y del odio. Los enemigos utilizan su capacidad de producir alarma y temor como su arma más eficaz. Basta una llamada telefónica, un correo electrónico, una manta en la baranda de un puente. La sociedad es una tierra henchida de rumores. Se esparcen a la velocidad de la luz y logran al instante la huída de la gente rumbo a sus casas. La vida social y comercial puede ser asesinada sin disparar un tiro. Es cierto que los muertos se cuentan por miles, pero el miedo y el resentimiento sembrados exacerban el potencial destructivo de la violencia y matan lenta pero inexorablemente la vida civil y política de una ciudad.
En diez apuntes breves y sencillos reflexiono sobre el tema:
1) El poder de las mafias criminales puede ser devastador y no depende tanto del armamento ni de su localización geográfica sino de su potencial para producir incertidumbre, miedo y terror.
La complejidad de la delincuencia trasnacional no se explica con nuestra añeja concepción de policías y ladrones. El problema del narcotráfico, en tanto multinacional, exige asimismo soluciones consecuentes. El mercado norteamericano de consumo de drogas entorpece las luchas de los estados nacionales contra unas bandas interconectadas trasnacionalmente. En el Informe Mundial sobre las Drogas 2010 de la ONU, dado a conocer antier en Washington, se lee que América del Norte (léase Estados Unidos) consume el cuarenta por ciento de la cocaína mundial. Además de la discusión acerca de la despenalización, aparece en el horizonte la propuesta de legislar en materia de negociación con las mafias del narcotráfico. Es una variante de la estrategia colombiana de hace veinte años, pero el tiempo ha mostrado su impertinencia, pues no obstante Colombia produce actualmente, según el informe citado, el cuarenta y tres por ciento de la cocaína que se consume en el mundo. Sin embargo, la negociación con las mafias del narcotráfico ha estado presente en México durante cincuenta años, pero ilegalmente. ¿Qué hacer? El asunto es complejo y escapa a la pretensión de esta breve reflexión.
2) En Ciudad Juárez la violencia desató su fuerza endemoniada cuando se encontraron la delincuencia organizada y la desorganizada. Impedir ese encuentro es la estrategia de seguridad preventiva por excelencia, y ponerla en marcha tiene poco que ver con armas y patrullas.
Si aprendemos la lección, hay que recordar que las autoridades municipales han venido abandonando sus obligaciones más elementales. Urge recobrar la cordura, desactivar los sueños de grandeza, regresar a la realidad. Las autoridades municipales deben concentrar sus esfuerzos y recursos en la atención oportuna de los servicios básicos: alumbrado, vigilancia, dignidad urbana, cohesión comunitaria, vialidades, tránsito, ordenación territorial, recolección de basura, presencia política en ciudades, poblados y comunidades. En la prestación eficiente de los servicios básicos se hunden los cimientos de la legalidad, la seguridad y la justicia. Los municipios deben recuperar su antigua tarea de educar ciudadanos para la civilidad. Sin embargo, los gobiernos municipales se han atiborrado de funciones de fomento y promoción, de burocracias improductivas y costosas. Desde que los alcaldes se conducen como gobernadores de sus municipios, los servicios básicos, el cuidado del medio ambiente y la cercanía de la autoridad con la gente se han deteriorado lastimosamente.
3) Conviene poner en marcha un programa de educación cívica y legalidad que evite la comisión de infracciones y delitos menores y promueva los valores urbanos de cortesía, solidaridad y respeto mutuo. ¿Por qué no restaurar la efectividad del servicio social universitario? La presencia de brigadas de educadores cívicos sería útil y ejemplar. Más armamento y policías son necesarios, pero si en la base de la convivencia no se cultivan las virtudes civiles, de poco sirve que la ciudad se llene de patrullas y sirenas, que producen espanto ahí donde se quiere sosiego.
4) No tenemos un programa vial que eduque a conductores de vehículos y a peatones. Los accidentes es una de las principales causas de muerte y lesiones. En su mayoría son evitables. Aquí empieza la inseguridad.
5) Tenemos especialistas en desarrollo urbano, agua y recursos naturales, sociología, psicología, antropología y derecho pero no los escuchamos. Ellos deben decirnos el qué y el cómo de la civilidad urbana. Necesitamos una carta de derechos y deberes urbanos surgida de la ciudadanía. Bien se dice que nadie lava un coche rentado. Las normas urbanas de convivencia deben emerger de la base comunitaria, de gente convencida de que las cumple porque le conviene, que las aprecia porque son suyas.
6) La legislación urbana se redacta para una sociedad que ya no existe. Si no se vinculan directamente con la seguridad, la cultura, el empleo, los servicios, los derechos humanos, la actividad económica y un transporte colectivo amable, eficiente y barato, de poco sirve contratar más policías e importar tecnología sofisticada de vigilancia. Las normas urbanas deben ser menos técnicas y más formativas. La urbanidad es, primero, un asunto de educación cívica, de valores compartidos, no de medidas y colindancias.
7) La ciudad no se blinda del crimen con retenes y patrullajes. Producen desazón, no tranquilidad. El crimen se ha “desfronterizado” (perdón) y el combate cuerpo a cuerpo derrama mucha sangre pero no decide batallas. El enemigo puede venir de todas partes y también habita entre nosotros: potencialmente está en la desigualdad, en la precariedad del empleo, en el aislamiento urbano, en la falta de ejemplaridad pública, en la servidumbre “empresarial” que se disputa el lavado de dinero.
8) La reforma de la justicia local no debe postergarse. El descrédito de jueces y magistrados aumenta peligrosamente. A nadie le conviene la percepción cada vez más generalizada de que nuestro sistema de justicia estatal es tortuoso. Nuestras normas procesales civiles, penales y mercantiles son del siglo XIX, pensadas para la vida lenta y apaciguada de la sociedad del siglo XIX. ¿Por dónde empezar? Por la justicia civil, recomendaba Norberto Bobbio.
9) La confianza en las instituciones se puede recobrar mediante la ejemplaridad pública. Los corruptos del anterior sexenio se pasean tranquilos, tan ampones los muy hampones. La responsabilidad pública es un discurso, no más. La impunidad mata la esperanza social: la gente se aísla, huye de la vida pública, reniega de la democracia, refunfuña en la antipolítica. La sociabilidad queda seriamente lastimada.
10) Es un suicidio lanzarse a una guerra sin los pertrechos morales, cívicos, legales, democráticos y culturales que amortigüen sus efectos. La condición humana de nuestro tiempo tiene variables que los gobernantes ignoran. Las blindas con que se construyen las trincheras ya las tenemos almacenadas en la conciencia. Pero ¿hay que pasar la vida en trincheras? En algunas ciudades y regiones del país se vive en permanente estado de alarma, que es la peor de las vidas imaginables: se vive sin existir.
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