Si una palabra define eso que suele llamarse el espíritu de la época es “estandarización”. Esto sólo significa que nuestra época carece de espíritu o que el espíritu carece de época. La estandarización es hija directa de la uniformidad. Uniformar el pensamiento, las creencias y las conductas es una pretensión original del poder, incluidos los gobiernos democráticos, que por eso mismo son escasamente democráticos y nulamente gobiernos.
Durante mucho tiempo se ha hablado de “integración”. Los planes, los programas y las políticas son todas “integrales”. El integrismo de los gobiernos se puede disimular de distintos modos, pero regularmente termina con la intentona de manufacturar una ciudadanía estándar. Con el sustantivo “integralidad” se disfraza un integrismo que intenta borrar las diferencias políticas, morales y culturales de la sociedad. La igualdad ha devenido en igualitarismo y éste en estandarización: ciudadanos cortados a la medida de un lenguaje que reduce los espacios de la pluralidad. Lo que no es integral no sirve, es anticuado. El lenguaje es la puerta por donde se cuela el pensamiento único. La estandarización reduce, simplifica, iguala; pulveriza la diversidad, empaña las diferencias, tiñe de blanco y negro los sentimientos individuales y grupales, desluce la razón, la calumnia, la difama. Las certificaciones de calidad son instrumentos de estandarización. Se puede estandarizar la calidad de un tornillo, pero si se estandariza la calidad moral de la conducta humana, es muy probable que el calificador tenga un tornillo en vez de un cerebro.
Viene al caso un cuento del escritor ruso Daniel Charms (1905-1942). Declarado enemigo del gobierno soviético, murió de hambre en la prisión de Leningrado durante el cerco a la ciudad por las tropas nazis. Fue conocido por sus cuentos infantiles de humor surrealista y absurdo y hoy habita injustamente en la cárcel del olvido. De modo libre y al vuelo, traduzco del inglés su cuento “El pelirrojo”:
Durante mucho tiempo se ha hablado de “integración”. Los planes, los programas y las políticas son todas “integrales”. El integrismo de los gobiernos se puede disimular de distintos modos, pero regularmente termina con la intentona de manufacturar una ciudadanía estándar. Con el sustantivo “integralidad” se disfraza un integrismo que intenta borrar las diferencias políticas, morales y culturales de la sociedad. La igualdad ha devenido en igualitarismo y éste en estandarización: ciudadanos cortados a la medida de un lenguaje que reduce los espacios de la pluralidad. Lo que no es integral no sirve, es anticuado. El lenguaje es la puerta por donde se cuela el pensamiento único. La estandarización reduce, simplifica, iguala; pulveriza la diversidad, empaña las diferencias, tiñe de blanco y negro los sentimientos individuales y grupales, desluce la razón, la calumnia, la difama. Las certificaciones de calidad son instrumentos de estandarización. Se puede estandarizar la calidad de un tornillo, pero si se estandariza la calidad moral de la conducta humana, es muy probable que el calificador tenga un tornillo en vez de un cerebro.
Viene al caso un cuento del escritor ruso Daniel Charms (1905-1942). Declarado enemigo del gobierno soviético, murió de hambre en la prisión de Leningrado durante el cerco a la ciudad por las tropas nazis. Fue conocido por sus cuentos infantiles de humor surrealista y absurdo y hoy habita injustamente en la cárcel del olvido. De modo libre y al vuelo, traduzco del inglés su cuento “El pelirrojo”:
“Había una vez un hombre de pelo rojo que no tenía ojos ni oídos. (En realidad) tampoco tenía pelo, por lo que se le llamó "el pelirrojo", pero sólo teóricamente. No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz. No tenía piernas ni brazos. No tenía estómago, espalda, espina, y no tenía entrañas de ningún tipo. No tenía nada en absoluto. Por lo tanto, no está claro en realidad de qué estamos hablando. De hecho, preferimos no hablar de él nunca más”.
Año de aniversarios redondos, en enero pasado se cumplieron cincuenta de la muerte de uno de los escritores más leídos e influyentes de la historia literaria de la humanidad. Ninguna obra ha sido objeto de tanta publicidad, exégesis y comentarios como 1984 de George Orwell. El escritor estaba seguro de que su novela no se vendería. A la fecha se ha publicado en más de sesenta idiomas y sus ventas alcanzan las ocho cifras: decenas de millones, pues. La terminó de escribir en 1948, año que dio el título definitivo a la novela. La novela se iba a llamar El último hombre en Europa, un título que nos recuerda el de Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad, escrito más de veinte años atrás. Orwell concluyó su obra el 22 de octubre de 1948. Algunos dicen que accidentalmente invirtió los dos últimos números. Así nació el título definitivo: 1984. De este accidente Orwell se apropió de un año: “puso su firma y su derecho de propiedad sobre un fragmento de tiempo”, escribe George Steiner, así como Kafka es el único e indiscutible dueño de la letra K. Si Orwell hubiera terminado su novela el año siguiente, en 1949, la obra se habría llamado 1994. El caso es que alrededor de 1984 se encendieron las alertas culturales.
Durante y después de ese año, son innumerables los estudios, congresos, coloquios y todo tipo de reflexiones acerca de si se habían cumplido las admoniciones de Orwell. La evaluación debe mirar tres aspectos sustantivos: la libertad personal, la autoridad política y la cultura cívica. No puede ni debe faltar la reflexión acerca de si los medios de comunicación de masas controlan el pensamiento. Y la pregunta ha sobrevivido hasta nuestros días: ¿es una realidad el mundo orwelliano? Y si lo es, ¿en qué sentido, en qué actividades públicas y privadas y cuáles son las consecuencias políticas, morales y religiosas? Contrariamente a las visiones de Orwell, las dos últimas décadas del siglo XX constan de sucesos liberadores y de la adopción de la democracia en la mayor parte de los países del mundo. No obstante, nadie tiene derecho a decir con absoluta convicción que no presenciamos y sufrimos embates nuevos contra la autonomía política y moral del individuo o que no subsisten formas de dominio y control masivo que lesionan la libertad y la dignidad de la persona y la de grupos y pueblos enteros. Si de poner un ejemplo cercano se trata, la ley racista de Arizona contra los latinoamericanos es una muestra de que la libertad y la dignidad son aspiraciones atropelladas como lo fueron las exigencias civiles de los negros hace cincuenta años. Se puede agregar que la democracia ha sufrido retrocesos en muchos países y que no podemos asegurar que los autoritarismos y las pretensiones totalitarias se fueron para siempre. No se han ido, sólo cambiaron de piel.
El año 2010 llegó con su cauda de simbolismos y premoniciones. El número es especial, bello, redondo. Los dos ceros alternados le dan al año una tonalidad estética. Junto a la belleza circulada del número, la violencia criminal que sufre casi todo el país le ha producido enormes daños a la sociabilidad humana. Hay miedo, incertidumbre, impotencia, desesperanza. El odio crece como la yerba en la milpa antes del barbecho. El fracaso de la guerra contra la delincuencia organizada nos está dejando un poco más huérfanos. ¿Quién nos defiende de la debilidad del estado?
En este 2010 podemos confirmar la profecía orwelliana del managerialism (la aplicación de las técnicas de gestión empresarial a la política y al gobierno). La sociedad se llenó de managers, de gerentes, de gestores, de traficantes de relaciones. En su mayor parte, los políticos fueron desplazados por los administradores; los líderes religiosos están más preocupados por la caída de los ingresos que por la dirección moral de la feligresía; los líderes empresariales se ocupan de vincularse con el poder político antes que por la producción y el bienestar de los trabajadores; los rectores de las universidades públicas se han estandarizado hasta quedar reducidos a gerentes administrativos, a gendarmes del gasto. Si se miran con detenimiento los liderazgos sociales, la mayoría encaja en la profecía orwelliana del managerialismo. Gestionan pero han dejado de ejemplificar; ya no cumplen con su responsabilidad de fungir como autoridades morales y culturales que hablan, critican y son escuchadas con atención y respeto. Es una verdadera pena que las palabras de un líder académico sean tan huecas como las de un lidercillo de comerciantes o las de un burócrata que informa de los procedimientos del pago a proveedores.
Los gobernantes hablan de finanzas, de estadísticas, de presupuestos, de inversión extranjera, no de calidad de vida. Los gobernantes gestionan, no gobiernan. La gestión ha logrado una estandarización del lenguaje y de las conductas y el liderazgo político está reducido a una función contable. Por eso hablan de reingeniería financiera, de proyectos integrales, de crecimiento económico, de competitividad. Pero no saben para qué. Confunden los medios con los fines. Rendir cuentas es mucho más que rendir números. Rendir cuentas es evaluar el cumplimiento de los grandes fines políticos: justicia, libertades, bienestar colectivo, dignidad humana, equidad, concordia, diálogo, que no son consecuencias automáticas del crecimiento económico. Porque en nuestro caso el crecimiento y el progreso han producido más desigualdad, más pobreza y más inseguridad. Los negocios están arriba, entre unos pocos, no en medio ni abajo, no entre la masa de proscritos, no entre los millones de pelirrojos que somos.
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