martes, 25 de octubre de 2011

Donde todo se sabe

Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas
Andréi Platónov


Un poco antes de llegar al poblado Tepehuanes nos topamos con el quinto retén militar desde que salimos de la ciudad de Durango. Nuestro destino es Guadalupe y Calvo, en el sur de Chihuahua. La revisión es casi obscena. Estamos en la Zona Cero, el territorio más macabro del mundo.
Adam endurece el rostro y desciende de la camioneta con la cara que pondría un polaco frente a un ruso.
Adam es argentino de ascendencia polaca y odia a los rusos, quizás una rebaba de una herencia centenaria de guerras, traiciones, desencuentros, malas lenguas, nacionalismos radicales y olores desencontrados.
Los soldados nos desvían. El rodeo nos toma cerca de tres horas de serpear por caminos pedregosos y angostos, entre precipicios de inextricable belleza pero hambrientos de desvaríos suicidas. Nos queda el silencio. Mi padre me enseñó, sin decirlo, que el silencio protege las palabras del estruendo y de la ociosidad. Para que no se pudran.
Una belleza azul ceniza se abre ante nuestra vista.
Después de la revisión militar, Miguel, el chofer de la pick up, nos dice: “No son soldados. . .son policías federales disfrazados de militares. . . Es gente del Chapo. . . Están limpiando la zona. . . El próximo sábado tienen boda. . . El Chapo se casa en Canelas, no muy lejos de aquí”.
“¿Es gente del Chapo o son policías federales?”, pregunto.
“La misma cosa. Pero no son soldados. El mismo jefe de la zona militar lo sabe. Todos lo saben”. Miguel tuerce el volante y se adentra por un camino terroso y curvado. El polvo olea listones lanceolados.
En la cabina de la camioneta Adam y yo rebotamos como pelotas. Adam aspira una fumada profunda, como queriendo alargar la luz temprana. Miguel trabaja en una institución educativa particular a la que acompañé a Adam a la presentación de un libro de un escritor duranguense. Vino hasta acá desde Buenos Aires porque es amigo del autor. Y yo voy en calidad de amigo del amigo del escritor.
Bamboleamos en las alturas del espanto. La soledad a la intemperie es temible: burbujea murmullos, pestañea sombras. No sabemos dónde estamos. Sin embargo, cientos de miradas esquirladas nos ven y nos siguen.
En realidad estamos perdidos; creo que el lugar no existe; estamos en una nada geográfica donde no se escucha sino la ingravidez de la muerte. El alma en vilo es el no tiempo y el no lugar. Tengo la sensación de que unos metros adelante la tierra abrirá un hoyanco para engullirnos.
No está claro a qué vamos a Guadalupe y Calvo. En realidad mi intención es la barranca La Sinforosa, de 1,830 metros de profundidad. Es una de las barrancas más impresionantes que he visto. La noche anterior se me ocurrió y la ocurrencia se transformó en un banderazo de salida, con chofer incluido. Adam quería conocer los lugares cinematográficos de Durango, pero al escuchar mi propuesta la aceptó sin más, como si la esperara.
El viaje a Chihuahua le resultaba atractivo. Su imaginación vivía preñada de Artaud. No le importó que le dijera que la Tarahumara no se parece al libro de Artaud ni el libro de Artaud a la Tarahumara. Sólo hizo un gesto de color agrio cuando comenté que Artaud visitó la Tarahumara como turista.
Adam es antropólogo y venera a Foucault. No soporta –más bien odia– a Todorov: “Ya no es antropólogo. Es un converso del moralismo”, sentencia como si dictara la pena de muerte a un traidor a la patria.
En un paraje boscoso de Guanaceví nos detenemos a comer. El Cerro de la Iguana es majestuoso. Así lo bautizaron los conquistadores españoles cuando lo avistaron. Miguel voltea a su derecha y fija su mirada en un punto donde se juntan todas las montañas. “Allí está la montaña donde todo se sabe”, habla con una voz punteada por el viento.
El “allí” de Miguel se ve cerca, pero llegar a ese “allí” nos llevaría unas siete horas caminando, entre arbustos esponjados y robles bañados en cafeína. Además, no se puede ir hasta “allí”, pues Miguel nos explica que el lugar está custodiado por agentes de inteligencia de Estados Unidos. “En esa montaña se guardan todos los secretos de la historia de la humanidad”, señala Miguel con el brazo extendido.
El viento gime a tartamudeos; a ratos ruge y brama y en otros murmura y calla. A veces llora. Llora como el plañido intermitente de altos y bajos de una mujer que camina junto al cadáver de su pequeño angelito. La cajita blanca la carga el padre y detrás un pequeño cortejo lo sigue con las quijadas clavadas en el pecho. Los hombres llevan el sombrero apretujado entre las manos y las mujeres se arrebujan en sus raídos rebozos.
Nos ponemos de pie y contemplamos la montaña donde todo se sabe. Adam trae adherido al sobaco Ferdydurke, de Witold Gombrowicz.
“Ya lo leí. . . no me gustó”, digo con arrogancia.
Adam intenta ver lo que hay detrás de la neblina gris de entre las montañas. Luego suelta: “eres mexicano, por eso no te gustó. A los argentinos tampoco les gustó. No le hizo quisquillas a Borges”.
El padre de Adam fue un periodista de La Nación y amigo cercano de Gombrowicz. Adam era un jovencito cuando conoció al escritor polaco. Recuerda las reuniones en un café de la calle Corrientes. Me cuenta que Witold era un manojo de sombras: ácido, sombrío, incisivo.
“¿Qué hay en la montaña donde todo se sabe?”, le pregunto a Miguel.
“Son unos gringos”, dice. “Dentro de la montaña esconden todos los secretos de la humanidad. Es el archivo más grande del mundo. Ahí lo saben todo: de los vivos y de los muertos. Se entra por un túnel y dentro se almacenan los datos de todas las personas que han existido desde que el hombre es hombre. Lo que quieras saber, ahí está. Nadie se escapa: ni yo ni ustedes, ni la pachorra de mi mujer, ni las briznas de la hojarasca”.
Llegamos a Guadalupe y Calvo cuando grisea. Mi amigo Ramón Mendívil nos espera a cenar. En su casa su mujer y sus chiquillos van y vienen con comida y cervezas. Las tortillas de harina hechas a mano, el guisado de carne deshebrada y el asadero cubren la mesa hasta que no queda espacio disponible. Ramón golpea la mesa con un Cazadores reposado y hablamos de política. Ramón no comprende cómo nos atrevimos a cruzar la Zona Cero. “¿Por qué se quieren morir?”, pregunta.
Miguel regresa muy de mañana a Durango porque su hijita cumple cuatro años. Nos abrazamos y nos deseamos buen viaje. Es un buen muchacho este Miguel: durante un día suspendió el hilo de su existencia.
Por nuestro lado, partimos a Parral a donde llegamos a pasar la noche. Temprano tomamos camino a la Alta Tarahumara. El viaje dura doce horas: Balleza, Guachochi, ¡la Sinforosa!, Creel, El Cuiteco, Bahuichivo. . .
Llegamos al Cerro del Gallego con la espalda descuadrada y nos instalamos en una cabaña perdida en un pliegue faldero de la montaña. Nos recibe Victorio, un jovencito que presume ser uno de los cien apaches (“puros”, destaca) que quedan en el mundo. “Los apaches vivimos, dice, dispersos entre Sonora, Chihuahua y Arizona”.
Salimos a saborear la noche. En el silencio se oye el timbre y el olor de los pensamientos. Adam saca de su beliz un libro de Virgilio Piñera, de quien fue amigo. Adam quería estudiar Letras pero Piñera lo desalentó. Estudió etnología en París y cada año visitaba a Virgilio en la Habana. Lee uno de sus cuentos, recostado entre la yerba recién bañada.
El apache Victorio llena los vasos de una bebida preparada especialmente para la ocasión. Es el famoso tizgwin. Frente a nosotros se alza un plumbago de hojas verde pálido, espatuladas y puntiagudas, que trepan sobre el tronco de un enorme cedro cuyas ramas lloronas nos invitan a participar en la ceremonia del llanto. Victorio nos presenta, con la solemnidad que el caso requiere, una guitarra herida de tiempo y dolor.
Adam sumerge sus palabras en tizgwin y salen tambaleando, luminosas y grávidas. Canta –cantamos– el tango más aterrador que se haya escrito:


Vení, acércate, no tenga miedo,
que tengo el puño, ya ves, anclao.
Yo sólo quiero contarle un cuento
de unos amores que he balconeao. . .
Dicen que dicen, que era una mina
todo ternura como eras vos. . .


Pero una noche
que pa’un laburo
el taura manso
se había ausentao,
prendida de otros
amores perros
la mina aquella
se le había alzao. . .


Dicen que dicen, que desde entonces
ardiendo de odio su corazón,
el taura manso buscó a la paica
por cielo y tierra como hice yo.
Y cuando quiso, justo el destino,
que la encontrara, como ahora a vos,
trenzó sus manos en el cogote
de aquella perra. . . como hago yo.


Victorio gime de susto. Seguimos con Rencor, mi viejo rencor . . .
Victorio nació en una ranchería de Casas Grandes. A los ocho años huyó de la miseria y vagabundeó por El Carmen, Madera, Guerrero. . . Llegó a Creel: un sacerdote lo inscribió en la escuela primaria. Ya casi termina la Prepa. Es tarde, la noche sombrea el final. El aroma del sueño es violáceo.


Post Scriptum
1. El viaje por el Triángulo Dorado lo hicimos a finales de junio de 2007.
2. Miguel no llegó al cumpleaños de su niña: durante su regreso desapareció en algún lugar de la Zona Cero.
3. El 17 de febrero de 2010 un comando criminal asesinó a Ramón Mendívil, alcalde de Guadalupe y Calvo.
4. Adam falleció el 30 de junio de 2008, justo un año después del viaje. Yo le había enviado un librito de poemas de Cyprian Kamil Norwid. Un mes después de su fallecimiento, llegó a mi casa, con una nota fechada un día antes de su muerte, un ejemplar de la primera edición de Ferdydurke.
5. El apache Victorio estudia en el Tecnológico de Cuauhtémoc y dedica los fines de semana a compilar el dialecto de sus antepasados.
6. Hace unos días recordé el viaje de 2007 leyendo Enciclopedia de los muertos del escritor serbio Danilo Kiš. Se publicó en 1981. Es una pesadilla. El personaje sueña que existe una enciclopedia en la que está escrita la historia absoluta de todos los seres humanos que han habitado nuestro planeta. Un año después de la publicación del relato de Kiš, la persona de la pesadilla leyó que en una montaña de granito de las Rocosas, en Salt Lake City, Utah, se encuentra uno de los archivos más asombrosos del mundo. En él se almacenan dieciocho mil millones de personas, vivas y muertas, cuidadosamente registrados sobre un millón doscientos cincuenta mil microfilmes reunidos por la Sociedad Genealógica de la Iglesia de los Santos del Día del Juicio. Esa montaña monstruosa fue descrita en un reportaje de The New Yorker en 1982.
Desde entonces han transcurrido casi treinta años. Supongo que la tecnología informática de tres décadas ya lo ve y lo sabe todo, incluidos los gestos del primer trago de tizgwin, la hoja que se ruboriza cuando el otoño le anuncia el final, la fiebre del heno que postra a los braceros, el secreto de la invisibilidad de los moyotes, los ojos entornados de Ulia, la piel sonriente de Mirjana, el silencio misterioso de los poetas.
6. En la Zona Cero hay algo peor: olor amortajado, fantasmas que asesinan, resuello reprimido por el fulgor de la nada. Donde todo se sabe, la muerte impregna su sombra en los campos y en las personas.


Despedida
Con este articulito concluye un ciclo de casi veintisiete años de colaborar en el periódico queretano Noticias. Va mi gratitud a los directivos, a mis compañeros y a los cinco lectores que me han acompañado en la travesía.



miércoles, 19 de octubre de 2011

¿Puede México salvar a este poeta?

¿En un artículo reciente, generoso y justo a la vez, Enrique Krauze vuelve al tema del poeta Javier Sicilia y su perseverancia a favor de una serie de cambios jurídicos y políticos que contengan el desenfreno de la violencia criminal que se ensaña sobre miles de mexicanos. El artículo lo leí en The New York Times. Es una pregunta: ¿Puede este poeta salvar a México? Krauze tiene el hábito intelectual de la claridad, admirable en un pensador que no se conforma con lo que dicen los hechos (a veces dicen casi nada), sino que, tomados como puntos de partida, busca la verdad y expresa con honradez el resultado de esa búsqueda. Algunos puntos sobre las íes son:
1. La caravana encabezada por el poeta Javier Sicilia es una protesta por la andanada de violencia relacionada con las drogas que le ha costado a México 40 mil muertos y al menos 9 mil desaparecidos;
2. El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad es, en el despertar ciudadano, el que ha captado la mayor atención. En sólo cinco meses ha organizado marchas pacíficas a lo largo y ancho de México, agrupando a decenas de miles de personas que de otra forma nunca se habrían atrevido a alzar la voz;
3. El poeta Javier Sicilia ofrece más que solidaridad emocional. El Movimiento tiene ideas concretas sobre cómo ha de transformarse el gobierno, que hasta el momento se ha mostrado incapaz de contener los horrores de estos cinco años de violencia. Se reunió con el presidente Felipe Calderón y con altos funcionarios del Senado y de la Cámara de Diputados. Las reuniones tienen un valor simbólico indiscutible, pero también un significado histórico: la sociedad se agrupa en un movimiento activo contra la violencia;
4. No habíamos visto en México, desde 1968, una movilidad ciudadana tan significativa como simbólica, en la que el gobierno no es organizador, instigador o beneficiario. Ha regresado la verdadera protesta. La gente no le tiene miedo al gobierno a la hora de exigirle al poder que rinda cuentas. La frágil democracia mexicana está logrando progresos;
5. Una atmósfera casi religiosa rodea el Movimiento, y el mensaje de Sicilia tiene fundamentos religiosos directos. Krauze advierte el influjo del Segundo Concilio Vaticano y de su maestro Iván Illich, y lo ve cercano a Tolstoi y a Gandhi;
6. El Movimiento tiene propuestas concretas. Llama a la creación de una comisión de la verdad y la reconciliación y un registro nacional de desaparecidos, pero pone énfasis en la legalización (quieren decir “despenalización”) de las drogas y la reconstrucción del tejido social en los lugares afectados por la “guerra contra el narco”;
7. La presión cívica es un signo de madurez prometedor para nuestra joven democracia y es absolutamente necesaria si queremos dejar atrás nuestros abrumadores niveles de violencia. Primero Colombia y luego España lograron contener la violencia (criminal y terrorista) con un vasto consenso nacional: las multitudes españolas marcharon en las calles para manifestar su rechazo al terrorismo;
8. El punto crítico, el que Sicilia no debe perder de vista, es que su movimiento no puede estar totalmente contra el Estado. Ha de conformar sus ideas y actitudes políticas a las necesidades elementales de éste, ayudarlo a recobrar el monopolio de la fuerza necesaria. Las pandillas criminales que azotan a los estados del norte de México no se conmoverán sólo con el mensaje de Sicilia;
9. El poeta ha desdibujado su pacifismo gandhiano a partir del conocimiento de la crueldad de los criminales, y
10. Sicilia ha adherido a su propuesta fundamental del perdón la de acciones concretas para combatir los males de la violencia criminal.
Creo, por mi parte, que la estrategia del presidente Felipe Calderón nació ciega. Se llevó a cabo sin que el presidente imaginara siquiera las proporciones de la corrupción policial, política y empresarial relacionada con el narcotráfico. Aún hoy, las dimensiones de esa corrupción son ignoradas por los que deciden.
El Movimiento de Sicilia ha venido adquiriendo rasgos más civiles y ha desvanecido con ello la religiosidad de los primeros días. Es una buena señal. El tránsito debe ser más decidido para que los fines no se pierdan de vista. Uno de tales fines es, a mi juicio, restaurar la noción de justicia.
Es mala señal acercarse demasiado a Tolstoi y a Gandhi. Las épocas son completamente diferentes y las doctrinas de ambos tienen una base pantanosa que puede atascar las reformas democráticas.
Cuando le preguntaron al escritor Primo Levi si ya había perdonado a los culpables de Auschwitz, respondió que el problema no era de perdón sino de justicia. En nuestro caso, se comete un grave error al creer que la justicia es solamente de tipo penal. Es urgente una reforma civil a fondo que reduzca las injusticias civiles, mercantiles, bancarias y familiares.
Las ineptitudes gubernamentales son evidentes, pero señalar al Estado como el culpable de la barbarie criminal sólo muestra la irracionalidad política a la que hemos llegado. El efecto de esta irracionalidad puede ser devastador: la antipolítica.
Formulo una pregunta complementaria a la de Krauze: ¿Puede México salvar a este poeta? Es decir, ¿puede la sociedad mexicana salvar su cultura y cuidar lo mejor que tenemos en ciencia, arte, literatura y racionalidad?

martes, 11 de octubre de 2011

El libro de José Emilio

Dos veces: una vez de más.
Ambrose Bierce. Diccionario del Diablo

“Por todas estas tierras anduvo mi abuelo con el señor Ambrosio”, lanza al aire Ladislao, un amigo de sesenta y cuatro de edad, huesudo y fibroso, que me lleva a la tumba de Ambrose Bierce, en Sierra Mojada, Coahuila.
Ladislao responde con evasivas y no de inmediato. No mancha el silencio con cualquier palabra. Piensa o parece que piensa; mira por la ventana lateral de la camioneta el verdor de octubre que empieza a amarillear; su rostro ausente refleja un nadeo imposible de descifrar, como si la nada le subiera del corazón al cerebro como asciende la sangre que aviva el recuerdo.
Luego, de repente, habla de su abuelo. Fue un dorado de Villa que participó en la Toma de Ojinaga en enero de 1914 y luego, por razones que no sabe Ladislao, se fue por su lado a combatir a los últimos soldados huertistas que, desbalagados, rondaban por esos pueblos de Dios del sur de Chihuahua.
Antes de tomar camino a Sierra Mojada comemos en una casucha de adobe a la vera de un inmenso bosque de nogales. Ladislao es el responsable de la nogalera; es campesino que cultiva y vigía del infinito.
De eso vive, pero no parece que quiera seguir viviendo cuidando los miles de nogales donde se protege de los malandros que le exigen el pago de la cuota de ley. Por eso Ladislao anda siempre armado. Sabe que es inútil, pero no está dispuesto a pagar a los extorsionadores ni un peso de los cincuenta mil mensuales que le exigen a cambio de no destrozar los nogales. “Que lo vean con el patrón”, dice. Luego murmura: “Ni así. Que sean las balas las que decidan la suerte de cada quien”.
Es un solitario. Su única hermana vive en un pueblecito de Arizona, a casi nada de Tucson. Su padre murió a mitad del Bravo hace ya cincuenta años. Se ahogó. “Un calambre”, remilga Ladislao. Se llamaba Remigio. Antes de coger su gabán y cruzar el río, Remigio trabajaba de mesero en el Hotel Victoria de la ciudad de Chihuahua. Ladislao me muestra, muy de pasada, una foto de su padre en el hotel. “El que está junto a él era un escritor famoso”, presume, y casi al instante aparta la foto y la vuelve a meter en una carpeta de cuero vieja y desteñida donde palidecen sus recuerdos. Ladislao no sabe quién es el escritor famoso que abraza a su padre en el Hotel Victoria. Yo lo reconozco a la primera: ¡Steinbeck! Sus ojos vidriosos delatan su estado espiritual.
A Ladislao lo atiende una señora que vive en una casucha donde vende jugos, guisos, quesadillas y un caldillo arriero como no he probado otro. Se niega a decir su nombre. Responde “¿Y eso a qué viene? ¿Qué importancia tiene llamarse como sea en esta soledad a donde muy de vez en cuando vienen algunos campesinos a almorzar y a ver mis libritos viejos?”
Ladislao suelta al aire su nombre: María Casavantes. Es, dice, una mujer que ha leído todos los libros y escuchado todas las voces. Un buen día llegó e instaló su negocito en la casucha abandonada. No se sabe de dónde vino.
Después de comer Ladislao vuelve a abrir su carpeta vieja de cuero y me muestra otra foto, arrugada pero clara. “Mire, es mi abuelo con el señor Ambrosio”. Mis manos nerviosas toman la foto. Me fijo: Ambrose Bierce tiene las manos adheridas a sus flacuchas piernas. En el cinto lleva una pistola que le desnivela la cintura. Desde luego, no se parece nadita a Gregory Peck. No importa. De cualquier modo la novela Gringo viejo es apenas regular y la película desmerece, si exceptuamos a Jane Fonda.
Ladislao guarda en su carpeta de cuero papeles y fotografías. Conserva los últimos apuntes que Ambrose Bierce escribió un poco antes de su muerte. La foto del escritor con el dorado de Villa es, afirma, la última que le tomaron: unos minutos más tarde lo mataron. No sin rubor, le pido que me deje ver los papeles. Ladislao calla. Una hora después, caminando entre cientos de nogales a punto de la cosecha, Ladislao dice, contemplando los rayos luminosos que emergen del suelo y se cuelan en la arboleda hasta llegar al sol, que un día de estos me llegarán a mi domicilio los escritos y las fotografías.
“Pero no le he dicho mi domicilio”, respondo.
“Un día de estos le llegan”, dice mientras escarda en derredor de un arbolillo triste y derrengado. “Le falta oxígeno”, susurra para sí mismo. El nogal tiene su chiste; es decir, su ciencia, su arte, su tierra, su hondura, su distancia, su riego, su oxigenación. Es un árbol civilizado: puede vivir muy a gusto junto a sus semejantes pero exige una geografía que marque la distancia de cada quien, sin gregarismos que los confundan o los anulen.
“¿No murió el señor Ambrosio en el sitio de Ojinaga?”, pregunto.
“El señor Ambrosio, dice Ladislao, se juntó con el grupo de mi abuelo y se fueron a perseguir a los huertistas que se escondían en haciendas y casas de toda esta región de Chihuahua. Allá por 1945, mi padre, que era un visionudo, contaba que lo veía sentado en una piedra a la orilla del Conchos. A lo mejor todavía anda por ahí buscando a ver quién lo mata. Pero mi padre tenía visiones de muertos y aparecidos y todos lo tomaban por loco. A lo mejor por eso se fue a Chihuahua. Ya le digo, fue mesero en el Hotel Victoria. Mi padre tenía el defecto de la lectura. Su problema era que no podía olvidar lo que leía. Y cuando uno no olvida lo que lee, se enferma de tristeza y la tristeza hace que las piernas se acalambren. Por eso se ahogó cruzando la frontera”
Regresamos de Sierra Mojada al mediodía. Ladislao le dijo a María Casavantes que una gallina estaba cantando. “Si la gallina canta, al caldo”, le recordó, y señaló a la primera que pasó entre sus botas picudas.
María Casavantes, antes que los malos espíritus emponzoñaran los perones que brotaban del muro de adobe, la agarró de un manotazo y le retorció el pescuezo. Ese era el truco de Ladislao cuando quería caldo de gallina: inventaba que la había oído cantar: “Si una gallina canta, al caldo”.
Después de la suculencia, Ladislao montó en su yegua de ojos tristísimos y a ambos se los tragó la nogalera.
A un lado del mostrador María Casavantes tiene apilados un montón de libros a los que llamaba “La Librería”. Me cuenta con tristeza: “La última vez que vendí unos fue hace como dos meses, a dos campesinos que se detuvieron a tomarse un jugo”. Y me contó el suceso:
“Se veía a las claras que eran esposos. Esto se adivina de inmediato porque su medio de comunicación es el silencio. Él vio de reojo los libros, no a mí, ni a la tiendita; vio los libros, con la misma mirada con que un hombre del campo ve un borrego, una cócona, un limón que despunta o un aguacate maduro, es decir, con mirada temblorosa de amor, silenciosa de incredulidad hacia lo mil veces visto, una mirada de deseo temeroso de expresarse por si acaso se esfumara. Dos y tres veces pasó acariciando los libros con el mismo ritual y fue a acomodarse al lado de su mujer que no preguntó nada”.
“¡Ay! Las mujeres del campo, ¿cuánto les habrá costado callar, intuir, esperar, entender el significado de un suspiro o un parpadeo?”
“El campesino no sabía qué libros eran o de qué hablaban. Podían ser de mecánica o de magia, pero algo le decía que aquellos libros eran historias profundas como su propia vida, por eso los deseaba, como quien quiere un espejo para verse a la luz del sol las arrugas, como quien quiere una fotografía para verse cómo fue de niño, y cómo sus padres, y cómo sus abuelos y todos los que él sólo conoció por pláticas”.
“¡Siéntate!, le dijo a la mujer, ¡Tómate un jugo! Se detuvo frente a los libros y comenzó a mirarles la portada”.
“La campesina saboreó el jugo y permaneció en silencio mientras su esposo no quitaba la mirada de los libros. Estaba como ido”.
“Le dije de qué trataba uno que otro libro, los que me sabía, los que pensaba que le gustarían. Viendo que me escuchaba interesado, le mostré y hablé en forma teatral sobre La Rebelión de los colgados, El Viejo y el mar, Ana Karénina. Cada uno lo iba tocando, sopesando, acercándolo más a su cansado torso hasta pegárselo al corazón. Cogió entre sus callosas manos cinco libros y con la voz quebrada por la vergüenza preguntó cuánto sería de esos, angustiado, pero con los libros apechugados”.
“Su señora por fin volteó a mirarlo con la pena de quien sabe que no tendrá para pagarlos. ¿Y luego el jugo y luego el camión de regreso al rancho?”
“Les dije: son quince pesos de todo. Ambos se miraron sorprendidos y antes de que reaccionaran, me adelanté: en estos tiempos los libros son muy baratos, mucho muy baratos, y las naranjas también”.
“Puse los libros en una bolsa y él la cargó con una mano y con la otra abrazó a su señora, diciéndole con una complicidad en ese momento descubierta: Me van a alcanzar para todo el año. . . el que viene Dios dirá”.
Paso a ver los libros y también compro cinco. Yo decido el precio. Uno de ellos es el tomo IV de una edición argentina de Poesía francesa moderna. En el borde superior derecho de la primera página está escrito: “JOSE EMILIO PACHECO. AGOSTO 1957”.
El sotol nos da permiso de mirar los rayos luminosos que brotan de la tierra y se cuelan entre el ramaje de los nogales hasta llegar al mismísimo sol.
Duermen las voces en la tarde que pardea. Ya no se distinguen las sombras de Ladislao que aprovecha la grisura del aire para marcharse para siempre.

jueves, 22 de septiembre de 2011

El oso de Kafka

Recordé, a propósito de alguna cháchara igualitaria, el relato del escritor polaco Sławomir Mrożek (Borzecin, 1930), titulado El nuevo ajedrez.
Es ficción. El nuevo ajedrez de Mrożek es tan irreal como la oronda nariz de Gógol o el elefante volador de Chesterton.
Pero cuidado: los cuentos de hadas suelen ser más reales que el realismo. Ciertos relatos son de la misma textura que las nubecillas delgadas y juspias que entornan el cielo azul- negro de las tardes de otoño.
Va mi traducción-adaptación del relato de Mrożek:
Durante un torneo de ajedrez, un jugador joven y fuerte, al ser derrotado, perdió el dominio de sí mismo y le propinó una brutal madriza a su oponente. El público aplaudió y celebró histéricamente la salvajada.
También sociólogos, psicólogos, estetas y filósofos tomaron partido por el vehemente joven y admiraron su espontaneidad.
Coincidieron en que la golpiza era buena para la salud psíquica y previene la neurosis (no quedó claro para quién).
Los analistas políticos criticaron el represivo sistema de torneos de ajedrez, el cual “favorece a unos y causa traumas insuperables a otros”.
Los profesores de las universidades públicas protestaron contra la norma de eliminación a través de la competencia, por antidemocrática y conducir a la formación de élites.
Los colectivos de artistas subrayaron el valor estético de la conducta del joven como un puro acto de arte situacional.
Los devotos de San Jaques Lacan y unos filósofos llamados postmodernos exaltaron los logros de la física moderna, que había descubierto la imprevisibilidad de la materia elemental.
Los estructuralistas recordaron que la imagen del mundo como sistema rígido de leyes y normas, de causas y efectos, era una antigualla y exigieron reformas radicales en los torneos de ajedrez, puesto que este juego era el último residuo de aquella obsoleta filosofía. (Los estructuralistas era un colectivo de albañiles laputienses que empezaban la construcción de las casas con el colado de los techos y sólo al final hundían los cimientos, método al que llamaban eje paradigmático).
Fue entonces cuando surgió el ajedrez de vanguardia. Los pedagogos lo llamaron educación por competencias.
En lugar de afanarse frente al tablero, los jugadores, primero, se llenaban de insultos, y después intentaban sacar las figuras del contrario a patadas, asaltos insidiosos e, incluso, con certeros escupitajos, aunque este método sólo llegaron a dominarlo los mejores.
La estrategia más eficaz consistía en reducir al contrario e inmovilizarlo cortándole las extremidades. Y ya sin ningún impedimento, eliminar todas las figuras del tablero, entre las manifestaciones de entusiasmo del público.
El nuevo ajedrez se convirtió en un espectáculo popularísimo.
El campeón de todos los torneos fue llamado “Maestro”, e incluso varias universidades públicas le otorgaron doctorados honoríficos.
Los intelectuales lo citaban y los colectivos de artes escénicas lo recitaban. El Maestro se hizo rico y famoso. Algunos decían que era poeta.
Abro un paréntesis para decir que el nuevo ajedrez surgió en una época de furor vanguardista. La época ya cumplió cien años. Su incubación es vieja, pero el futurismo la desparramó a principios del siglo XX. Ocurrió cuando los escritores –luego los militares y después todos– hicieron estallar la casa del lenguaje hasta reducirla a escombros.
Todavía a mediados del siglo pasado la fiebre producía situaciones chistosísimas. Por ejemplo, en Buenos Aires, el escritor polaco Witold Gombrowicz subió al escenario en medio de un concierto sinfónico y se puso a teclear al piano, sin haberlo tocado nunca. Manoteó, sus dedos cayeron sobre el teclado como plastas de cemento. El público aplaudió rabiosamente. Durante un tiempo la gente creyó que Gombrowicz era pianista. En el café Rex de la calle Corrientes sus amigos y admiradores celebraron la ocurrencia de este escritor genial. Cierro el paréntesis.
El público se aburrió pronto, a pesar de que el gobierno subsidió el nuevo ajedrez para salvarlo de la ruina. Decidieron que los torneos se celebraran en arenas de lodo. Nada: el público necesitaba algo completamente nuevo.
Los organizadores, aprovechando la experiencia de la industria circense de la Roma antigua, concibieron la idea de ofrecer una partida entre el Maestro y un oso. Los boletos se agotaron en menos de una hora.
El Maestro empezó la competencia gritando al oso “Bestia apestosa”.
Sin embargo, el oso se sentó tranquilamente ante el tablero y, después de un rato de reflexión, movió un peón de la casilla C3 a la B3.
La sala se estremeció. El Maestro, queriendo espabilar al indolente oso, le mentó la madre y lo acusó de neoliberal. El oso miró a su alrededor, se levantó y dijo: “Disculpen, pero no puedo concentrarme en estas condiciones”. Y se fue. Se perdió en la densa niebla de la soledad.
Se organizó una batida policial contra el oso. Incluso se echó mano del ejército, la marina y la fuerza aérea. Y de una estrategia, claro.
Los organizadores contabilizaron pérdidas y emprendieron diligencias judiciales contra el oso, pidiendo una indemnización de quinientos millones de dólares. El gobierno la pagó y la sumó a la deuda pública. Las organizaciones no gubernamentales obtuvieron jugosos subsidios para defender a la sociedad civil de la inequidad que causan los osos.
El oso fue capturado entre las boscosas montañas, pero no fue juzgado. Pesaron más las voces que afirmaban que no era su culpa, pues no era sino un animal. El oso fue internado en un manicomio.
Nadie quiso ver que el oso había experimentado una alrevesada metamorfosis kafkiana: se había transformando en un ser humano. Afortunadamente para la igualdad, el peligro fue conjurado.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El secreto de todo

A Dunia, por todo lo que me ha contado


El abuelo del escritor israelí Amos Oz descubrió los placeres del sexo a los 77 años. El milagro ocurrió unos meses después de la muerte de la esposa de Alexander Klaussner, que así se llamaba el sabio abuelo del sabio escritor.
El abuelo Alexander y su prima Shlomit se prendaron amorosamente en su natal Odesa, allá a principios del siglo XX. El amor de los jovencitos desató una terrible pelea entre las familias, como en Romeo y Julieta.
En una de las oleadas migratorias de judíos de Europa del Este la pareja se embarcó con destino a Nueva York, donde pensaban casarse y hacer su vida. Durante la travesía, tal vez cuando el barco bamboleaba las aguas misteriosas de la Atlántida, el novio se enamoró apasionada, perdida y desesperadamente de otra pasajera. La novia Shlomit lo arrastró de la oreja todo el camino y no lo soltó hasta después de la boda. ¿Cómo que hasta después de la boda?
En realidad ella no lo soltó nunca. Al poco tiempo volvieron a Odesa. Años más tarde, partieron a Israel de manera definitiva, supongo que para que pudiera nacer Amos Oz, un excelente escritor.
¿Cuál era el secreto del atractivo viril del abuelo?, se pregunta Amos Oz.
El abuelo Alexander tenía una cualidad muy rara en los hombres, posiblemente la cualidad más sexy para las mujeres: sabía escuchar.
No simplemente hacía que escuchaba, por educación.
No interrumpía las frases de su interlocutora.
No la interrumpía ni se inmiscuía en lo que estaba diciendo la mujer en turno para concluir y pasar a otro tema.
No dejaba que ella le hablase al vacío mientras él preparaba su respuesta para cuando por fin terminase.
No fingía que le interesaba o disfrutaba sino que le interesaba y disfrutaba de verdad.
No era impaciente. No aspiraba a llevar la conversación de los insignificantes argumentos de ella a los importantes de él.
Todo lo contrario: le gustaban esos argumentos. Le agradaba esperarla y, aunque se alargase, la esperaba y se deleitaba mientras tanto en sus rodeos.
No metía prisa. No apremiaba. Esperaba a que ella terminase e incluso cuando acababa no se precipitaba, sino que le gustaba seguir esperándola: a lo mejor tenía algo más que añadir. A lo mejor se le ocurría otra feliz idea.
Le gustaba dejar que ella le cogiese de la mano y, a su ritmo, le condujese a sus sitios favoritos. Le gustaba acompañarla como una flauta acompaña una melodía.
Le gustaba conocerla. Le gustaba comprender. Saber. Le gustaba llegar al fondo de su mente, e incluso más allá.
Le gustaba entregarse, deseaba entregarse más que deleitarse con la entrega de ella.
Ellas hablaban y hablaban hasta que no podían más, hablaban incluso de las cosas más íntimas, secretas y sensibles, y él escuchaba con sutileza, con ternura, con empatía e indulgencia.
No, no con indulgencia sino con placer y sentimiento.
Hay un montón de hombres a los que les gusta muchísimo el sexo, incondicionalmente, pero odian a las mujeres.
Al abuelo Alexander le gustaban ambas cosas.
Y con delicadeza: sin echar cuentas, sin pedir nada a cambio. Nunca apremiaba. Le gustaba zarpar y no apresurarse a echar el ancla.
Muy seguido se iba con alguna de ellas a un “centro de veraneo” (así los llamaba el abuelo, influido sin duda por Chéjov).
En una ocasión, cuando el abuelo Alexander tenía ya unos 89 años, avisó que emprendería un viaje importante de uno o dos días.
Al cabo de una semana de ausencia todos estaban inquietos.
A punto de llamar a la policía y a los hospitales, el abuelo regresó: satisfecho, alegre, divertido y contento como un niño.
- Abuelo, ¿dónde te habías metido?
- ¿Qué pasa?, he estado viajando un poco.
- ¿No dijiste que volverías en dos o tres días?
- Y qué si lo dije. Bueno, he estado con la señora Hershkovitz.
- ¿Y a dónde fueron?
- Ya lo he dicho: a divertirnos. Encontramos una pensión tranquila. Una pensión muy civilizada. Una pensión como las de Suiza.
- ¿Una pensión? ¿Dónde? ¿No has podido al menos llamarnos por teléfono para que no nos preocupásemos?
- No había teléfono en la habitación. ¿Qué pasa? ¡Era una pensión extraordinariamente civilizada!
Cuando el abuelo cumplió 93 años decidió que había llegado el momento de hablar con su nieto “de hombre a hombre”: sobre las mujeres.
“Las mujeres, dijo el abuelo, en algunos sentidos son exactamente igual que nosotros. Exactamente igual. Del todo. Pero en otros sentidos las mujeres son completamente distintas. Muy, muy diferentes”.
Amos Oz, el curioso nieto de 36 años, preguntó: “¿Pero en qué sentido las mujeres son completamente igual que nosotros y en qué sentido son muy diferentes?”
El abuelo respondió: “Bueno, en eso estoy trabajando”.
Amos Oz reflexiona: “También yo sigo trabajando en ello”.
El abuelo conoció los placeres del sexo a los 77 y murió a los 95. Durante casi veinte años las hizo felices a todas y no volvió histérica a ninguna.
Comentó que la muerte de un joven de veinte años es una desgracia, pero que la muerte a los 95 es una tragedia: el abuelo Alexander ya se había habituado a la vida.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Parábola del carterista y los bolsillos

Es evidente –decía Chesterton– que el carterista es un defensor de la empresa privada, pero sería exagerado decir que es un defensor de la propiedad privada. En el capitalismo/mercantilismo –agrega– se adorna a los carteristas con las virtudes del pirata, mientras que en el comunismo se reforma al carterista reformando los bolsillos.
Cuando se discutía la aprobación de casinos (1994-2000) se argumentaba que favorecerían el turismo; en contra se alertaba que serían fuente de lavado de dinero y propiciarían la delincuencia. La experiencia da la razón a los que se manifestaron en contra: los casinos no favorecen el turismo, la clientela es local, su autorización es oscura y su funcionamiento es, por decir lo menos, irregular. Los casinos son legales, pero sería exagerado decir que son defensores del patrimonio familiar o que los permisos se otorgan con transparencia. Tenemos pruebas de sobra para sospechar que su autorización y funcionamiento son asuntos que el poder público decide arbitrariamente, fuera de las reglas de la competencia económica; no hay licitaciones públicas y por tanto no hay transparencia; las decisiones se toman en medio de una competencia de traficantes de influencias y la corrupción gubernamental no es sino el eslabón que cierra el círculo de oscuridades. La paradoja es que la competencia entre personas y grupos, al escapar al marco normativo de las convocatorias y las licitaciones, se lleva al plano de la brutalidad del mercado, es decir a la ley del más fuerte, y la extorsión y el asesinato no son sino los desenlaces fatales de una cadena oxidada por el clientelismo de alto nivel, la corrupción pública, la exacerbada ambición privada y la estupidez de los consumidores (en este caso, los clientes de los casinos).
Dos fenómenos contrapuestos se observan en la espesa oscuridad de la inseguridad y la violencia en México: de un lado, se exalta la punibilidad a niveles nunca antes vistos en la historia de México (ni siquiera comparables a los tiempos del bandidaje del siglo XIX); del otro, se exalta la cultura de la legalidad como la panacea educativa que erradicará el clima de violencia y criminalidad que vivimos. Una cosa tiene que ver con la otra, pero sólo en apariencia: escribir libros y proponer programas de cultura de la legalidad y de aprecio a la ley es como creer que el carterista robará lo estrictamente necesario para alimentar a su familia. Como tantos otros asuntos que nos preocupan, el problema está mal planteado.
En un artículo reciente (Consenso contra el crimen, Reforma, 4/09/2011) Enrique Krauze escribe que no existe un consenso nacional de repudio al crimen organizado. Sin duda tiene razón; es cierto que nadie en México está a favor del narcotráfico y del crimen organizado, pero en la vida cotidiana nos conducimos favoreciéndolo. A sabiendas de que una actividad funciona de manera irregular o bordea los lindes de la legalidad, la gente participa en esa actividad (clientes, proveedores, consumidores, aduladores) y con eso forma parte de la cadena de ilegalidades que doquier se cometen, desde infracciones menores hasta tragedias mortales. Si a los ciudadanos-consumidores nos da lo mismo que el negocio a donde entramos es legal, no veo por qué el problema lo formulemos desde la legalidad y no desde la ilegalidad. En este aspecto se puede tomar la punta de la hebra de lo que Krauze llama consenso contra el crimen como un rechazo sistemático a las miles de ilegalidades que vemos cotidianamente, casi siempre con indiferencia, pero en miles de ocasiones participando en la bonanza de esas actividades irregulares. El casino de Monterrey donde murieron cincuenta y dos personas había sido clausurado por la autoridad municipal, pero seguía funcionando gracias a la tramitación de un amparo que concedió la suspensión provisional de la clausura. Este hecho bastaba por sí mismo para que la gente desconfiara. Me parece que una medida preventiva que tiene la autoridad es de carácter informativo. Por ejemplo, si esa autoridad clausura un negocio por no cumplir las normas de seguridad, de higiene o de calidad, pero no puede impedir que siga funcionando por estar en curso un recurso procesal, la autoridad bien puede informarlo objetivamente. Bastaría un letrero que señalara lo siguiente: “Este negocio fue clausurado por no cumplir las normas de seguridad. Sigue funcionando porque el dueño de la empresa interpuso un amparo. Usted decide”.
Arriba, en efecto, se requieren acuerdos y pactos nacionales que deslinden responsabilidades y establezcan compromisos. Pero de poco sirven esos acuerdos y pactos si no se forma una sociedad civil que utilice el no consumo como una forma útil de participar contra la ilegalidad, es decir, mediante la abstención. No es contradictorio participar absteniéndose; la formación cívica de personas y agrupaciones organizadas en torno al objetivo de abstenerse de acudir o consumir en aquellos lugares de dudosa legalidad es más útil que marchar al Zócalo de la ciudad de México o a la macro-plaza de Monterrey para exigir la renuncia de las autoridades. Como sea, la abstención y la acción no se excluyen. La abstención debe ser razonable y razonada; un cierto escepticismo siempre es conveniente cuando el ciudadano recela de una autoridad o un negocio; la perspicacia ciudadana es una virtud si es capaz de elegir; la suspicacia es siempre positiva cuando se trata de cuidar la propia integridad; no hay cautela exagerada cuando se cuida el bolsillo. ¿No tenían los clientes del Casino Royale de Monterrey información suficiente como para tomar la precaución de esperar a que se resolvieran los recursos legales interpuestos por los dueños? ¿No somos todos un poco culpables de que la ilegalidad prospere? La cultura de la legalidad puede empezar por un recorrido porfiado y persistente por la diversidad de lo ilegal. En la cuantiosa maraña de leyes y reglamentos es muy difícil conducirse legalmente. Quizás el primer consenso nacional contra el crimen organizado deba empezar con el acuerdo de no resolver los problemas sólo con leyes y burocracia. El poeta Javier Sicilia ha conseguido muy poco con el decreto que crea la Procuraduría Social de Atención a las Víctimas de Delitos. Lo valioso de la pelea civil de Sicilia está en su actitud y en su recorrido, no en el resultado. De leyes y burocracia está empedrado el camino del infierno. En el país existen cientos de organismos y dependencias públicos y otras tantas agrupaciones privadas y civiles que dedican sus esfuerzos a proteger a las víctimas y apoyarlas. Sin embargo, el hecho de que el Estado sea el responsable único de atenderlas equivale a dejar intocados los adornos de los carteristas, cuando en realidad se requiere una reforma a los bolsillos de los delincuentes más que a los recursos de todos.
El ilustrado humanista Cesare Becaria decía en el siglo XVIII que la lucha por el poder se reducía a ver quién prometía los peores castigos. En México se penaliza lo civil y no se civiliza lo penal. De ello son responsables los abogados y unas instituciones de justicia asustadas. No hemos iniciado la reforma de la justicia civil. Los procedimientos para la reparación de daños son del siglo XIX. No tenemos juicios civiles contra la delincuencia organizada. El dueño del casino de Monterrey debe afrontar sus responsabilidades laborales, administrativas y penales, pero también debe ser sujeto de demandas millonarias por daño moral y civil. La responsabilidad de los servidores públicos no es solamente política, administrativa y penal: también debiera ser civil; es decir, quedar sujetos, de manera personal, al pago de los daños que su incompetencia, corrupción o negligencia produjeron. Independientemente de las responsabilidades públicas, los ciudadanos debieran contar con acciones civiles de carácter económico contra los delincuentes y los malos gobernantes.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Una muralla alta

A la memoria de RGR
En los totalitarismos no se tenía el sagrado derecho de pensar contra uno mismo, acaso porque en una dictadura totalitaria no existe uno mismo o no conviene que exista; sólo el individuo puede pensar contra sí mismo: es su derecho, su obligación, su necesidad de sobrevivir con dignidad en un ambiente donde las culpas tienen un solo nombre y un solo domicilio; pensar contra uno mismo forma parte de la libertad de pensamiento y, de modo similar a como se ejerce cualquiera de las libertades democráticas, se piensa contra uno mismo en silencio o en voz alta, así como el creyente tiene derecho a la religiosidad íntima y a su pública manifestación; cuando los jerarcas católicos escupen contra el “individualismo”, una parte del escupitajo les cae en el rostro, tal vez en la boca que abrieron para gritar y luego no tuvieron tiempo de cerrar; no debieran ignorar que fue la teología católica la que instauró la soberanía ética del individuo, y menos debieran ignorar que nada hay más cristiano que pensar contra uno mismo: el examen de conciencia, la contrición, la confesión, el propósito de enmienda; pensar contra uno mismo remonta al creyente al pecado original; los no creyentes nos limitamos a experimentar el asombro ante la complejidad de la condición humana. Llama la atención el texto de Ramón Alberto Garza publicado en Reporte Índigo el 26 de este espantoso agosto (No tenemos derecho a llorar) en el que nos invita, a propósito de la conmoción que ha causado la catástrofe humana en un casino de Monterrey, “a confrontarnos con los demonios a quienes con nuestro silencio cómplice les expedimos un pasaporte en blanco para que se adueñaran de lo que solía ser un oasis empresarial, cultural y social”. Pero piensa contra sí mismo cuando escribe: “Porque antes de reprender con toda justicia a las autoridades que por incompetencia o complicidad autorizaron la proliferación de los casinos y no los vigilaron, tendríamos que condenarnos a nosotros mismos”. Y sigue pensando contra sí mismo: “A todos los regiomontanos que tomamos por asalto las decenas de casinos, los cientos de mesas de bingo, las miles de máquinas tragamonedas, con la esperanza de ganar en una sentada, con unos cuantos pesos, lo que solíamos recibir en un mes o en un año con el sudor de nuestra frente”. No se tome a la ligera el comentario de Ramón Alberto Garza; no ahora que el presidente Calderón es utilizado como bote de basura donde se depositan los males y las culpas de los mexicanos; no ahora que la sucesión presidencial está desbordando los lindes de la cordura; no ahora que el país se enfila hacia divisiones categóricas. En el casino de Monterrey murieron sobre todo mujeres: empleadas y clientes; en los casinos del país la clientela es principalmente femenina; he visto viejecitas de más de ochenta años en las maquinitas, a señoras de clases medias altas y altas que sudan sus afeites aceitosos durante horas esa esperanza-adicción de ganar, como dice Ramón Alberto Garza, lo que una persona normal se gana en un mes o en un año, y también he visto a muchachas de clases medias bajas perder cien o mil pesos en una sentada. Pensar contra uno mismo no es un flagelo indiscriminado por las cosas malas que pasan en el mundo; no es un mea culpa servil o gratuito; es, por el contrario, un acto de libertad que le exige a uno mismo no engañarse del todo acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor; es, por decirlo así, ponerse en tela de juicio y aprender a deslindar responsabilidades, pues es un simplismo culpar a una sola persona o institución (o al Estado) de todo, y ni siquiera se podría culpar en términos absolutos a los delincuentes, al menos no si antes no ponemos sobre la mesa la red de complicidades públicas y privadas que allanan el camino a la extorsión y al asesinato. Si vale el término “mesianismo” utilizado por el escritor de Lyov Adam Zagajewski para definir el fenómeno de colocar todo el mal del mundo en el adversario, entre nosotros, en este México de 2011, es mesiánico situar al enemigo en un solo lugar y con un solo nombre. Pensar contra uno mismo es, por definición, un acto reflexivo; intenta escudriñar los vicios privados como tierra fértil donde crece el yerbajo de la maldad criminal; se propone apuntar los yerros evidentes de los gobiernos y el alto grado de corrupción policial y política que trafica con la ilegalidad y abre las puertas de los grandes negocios a los amigos, a los parientes, a los leales; busca enfocar la luz en la hipocresía de ciertos sectores privilegiados que hacen negocios con delincuentes y lavan dinero. No se debe pasar por alto que la buena sociedad regiomontana no ha tenido pudor en emparentar con los jefes de la delincuencia; viven entre ellos, de ellos y con ellos; eso mismo se puede ver en muchas partes del país; el dinero ha corrompido a legiones de policías y políticos, pero en el camino ha corrompido a sectores influyentes de la vida social y religiosa del país; porque no son inocentes de la corrupción los obispos, uno de los cuales dijo que el dinero sucio se purificaba al entrar a las arcas de la diócesis; no son inocentes los medios de comunicación, que han contribuido a categorizar la realidad en dos partes: gobiernos ineficientes y ciudadanos inocentes. El mal es muy democrático. Con todo, pensar contra uno mismo nos conduce a concluir que en México hay por lo menos cien millones de mexicanos que trabajan y viven la vida como se puede y con lo que se tiene, viendo el espectáculo de la muerte que nos bordea y amenaza. En los totalitarismos se consideraba contra revolucionario pensar contra sí mismo; de un modo parecido, hoy es impopular la autocrítica o insinuar la hipocresía; lo políticamente correcto es culpar al presidente, a los gobernadores, a los policías, al modelo económico; poco se dice de los delincuentes y casi nada de sectores y familias que, a sabiendas, los tienen de vecinos, hacen negocios con ellos, los admiran y, llegado el caso, despotrican contra el gobierno por su ineficiencia. Dice Zagajewski en su ensayo Una muralla alta: “Hay que pensar contra uno mismo. Si no, no somos libres”.

martes, 16 de agosto de 2011

El poeta o de la injusticia

A veces pienso que el mártir es el tirano perfecto.
Imre Kertész

El poeta Javier Sicilia, con su voz enhebrada de verdad, honradez y amor, ha dirigido su mirada y su palabra a los malos gobernantes y ha desnudado la injusticia activa y pasiva de los mexicanos, injusticias ambas sufridas y causadas, en medidas distintas, por los mexicanos. El verso del poeta polaco Cyprian Kamil Norwid (1821-1883) nos queda a la medida: “Uno pinta un tanto por ciento de lo que contempla”. Como dice la politóloga letona Judith Shklar en Los rostros de la injusticia todos somos potenciales víctimas, primera regla para diferenciar desventura e injusticia. La maldad que nos encarna es que tratamos la injusticia como si fuera una sorprendente normalidad. La paisana nativa y teórica de Isaiah Berlin, estudiosa de la justicia negativa, formula la necesidad de tener un sentido de la injusticia: indignarnos mediante una propuesta democrática y no a través de una reivindicación enconada.
El poeta Sicilia declaró hace unos días que él es un poeta que hace política. Mala señal y pésima autodefinición. Es preferible su voz de ciudadano racional que de profeta de la desventura.
El mayor riesgo que corre el poeta es que la política lo devore y que sea cada vez menos poeta. La indignación que le produjo su tragedia familiar lo tiene encaramado en el templete del aplauso y la fama, un peligro del que nadie sale indemne El inicio de su movimiento cívico fue, por decir lo menos, esperanzador. La desobediencia civil era y es el camino menos farragoso; es, por el contrario, el terreno apisonado donde podemos movernos sin caer en la tentación del heroísmo. Pero muy pronto lo abandonó y fue conducido a la plaza de los aullidos a decir lo que piensa y a pensar lo que dice. Lo suyo es la palabra y exige que la palabra del político deje de ser una mentira sistemática. Al poeta le va la vida en la palabra, pero no en cualquier palabra, pues el siglo XX nos enseña cientos de lecciones de escritores que hicieron de la palabra un fusil y de su poesía un llamamiento al asesinato. La paradoja de Sicilia se hace cada vez más clara: es un buen poeta y un ser humano sencillo, honrado, amoroso; no se le da el odio; sin embargo, sus palabras pueden avivar el odio que se palpa en la marrullería de resentidos y oportunistas, entre los miles que le aplauden rabiosamente y entre quienes le aconsejan y asesoran. El caso es que un poeta sin odios –Oh Dios– tiene el poder de henchirlos.
Al poeta Sicilia se le aplaude por un lado y se le fustiga por el otro. Ambas actitudes no son fiables. Su tono mesiánico es poco cuerdo, de acuerdo, pero su voz ha logrado abrir un debate que aún tiene mucho que ofrecer. En el trayecto a Ciudad Juárez se fueron agregando voces antes apagadas por la impotencia o el anonimato, pero también se colgaron delincuentes, rémoras del activismo social e intereses partidistas. Su regreso a la ciudad de México fue triunfal. Contra las voces radicales que rechazaban el diálogo, tomó la decisión de acudir a la cita con el presidente Felipe Calderón. La democracia nos permitió darnos cuenta del contraste de intereses y puntos de vista. En la reunión se habló de los muertos, de las categorías de los muertos, del número de muertos. Erró el poeta: dejó la poesía e hizo de la estadística su argumento. Pero ¿de qué tenía que hablar el poeta? ¿Cuál es la voz, la palabra y la sustancia con las que debe dirigirse al presidente y a los mexicanos?
Recordé a propósito una de las más célebres llamadas telefónicas de todos los tiempos. En 1937 el poeta Borís Pasternak habla por teléfono con Stalin para interceder por la vida y la libertad del poeta Ósip Mandelstam. El tirano le reprocha su actitud en relación a Maldelstam. Pasternak insiste. Stalin cambia bruscamente de tema. Entonces Pasternak le solicita una cita para hablar.
Stalin: ¿Para hablar de qué?
Pasternak: De la vida y de la muerte.
El “montañés del Kremlin” le colgó al poeta.
La URSS de 1937 no se parece en nada al México de 2011: Calderón no es Stalin, Javier Sicilia no es Pasternak y yo no soy poeta y nada sé de poesía o de lo poético. Sin embargo, el tema de la vida y de la muerte sigue siendo el tema del poeta. No tenemos derecho a juzgarlo de manera simplista, pero él no es inocente de las simplificaciones. Para explicarme me auxilio de la reflexión de Imre Kertész (sufrió los campos de concentración del nazismo): el asesinato, cuando supera cierta intensidad, cierta duración y cierta cantidad y cuya continuidad no depende de las ganas o la desgana de los participantes, ni de su llameante afán o su repentino hartazgo, ni de su entusiasmo o su repugnancia, en una palabra, no depende del estado de ánimo momentáneo de los individuos, ni siquiera de su constitución psíquica, sino de la organización, del funcionamiento de la cadena de montaje, de una maquinaria cerrada que no da tiempo para respirar. Además (sigue Kertész), no cabe la menor duda de que esto también le ha dado el golpe de gracia a la representación trágica. En México la muerte se ha convertido en normalidad cotidiana, en un hecho de la naturaleza, como la desnudez de los árboles en otoño.
La maquinaria de asesinatos no puede lanzarse a la cara de los gobernantes si no se le identifica con la infernal maquinaria de avaricia, fuego y corrupción que ha producido la delincuencia organizada y el narcotráfico. En México el deseo de la muerte se castiga con la muerte y se mata del mismo modo espantoso a los que no quieren morir.
El poeta Javier Sicilia hace política y ha tenido que dejar lo que es suyo o reducir el tiempo que antes de su tragedia le dedicaba a leer y escribir. El daño es inmenso. Ya le mataron a su hijo y ahora lo están matando a él. Escribe Kertész: “Dejé de leer: he aquí la sangre, el placer y el demonio condensados en una sola figura e incluso en una sola frase”.
Sicilia dice que es un poeta que hace política. Es un contrasentido. En realidad es un ciudadano que pelea limpiamente porque en este país la muerte no sea esa maquinaria infernal de dinero, éxito y barbarie. Cuando Sicilia habla de paz emerge el poeta, pues la pregunta es la misma de un personaje del escritor rumano Vintila Horia en Dios ha nacido en el exilio: ¿acaso no es tarea del poeta explicar el verdadero sentido de la palabra paz? El poeta sabe que la poesía es más intensa que el mundo, y por eso podría preguntar, como lo hace la campesina geta al poeta Ovidio en la obra de Vintila Horia: “Me han dicho que ustedes no aman más que el amor. ¿Pero qué es el amor sin la muerte?”. La misma campesina opina y vuelve a preguntar a Ovidio: “Podríamos vivir en paz si no tuviéramos miedo los unos a los otros. El miedo nos hace hablar idiomas diferentes. Se fabrican armas en vez de inventar palabras de paz. Usted, que trabaja con palabras, como yo trabajo la tierra, ¿por qué no inventa palabras de paz?
No vive México en La Hora 25 de Virgil Gheorghiu puesto que los mexicanos vemos que el poeta Sicilia –el ciudadano Sicilia– es la voz de miles de víctimas condenadas a no tener voz. Un poeta habla de la vida y de la muerte, del amor y de la muerte, de la pesadilla que nos impone esa temible verdad de que todos somos potenciales víctimas; como ciudadano es un peticionario privilegiado: sus peticiones pueden ser justas o no, factibles o quiméricas, pero los riesgos en uno y otro caso son formidables: el poeta puede tener cien o doscientos lectores en un país de 111 millones de personas; el riesgo es que, repentinamente, diez mil o cien mil consumidores compren sus poemas y el poeta quede cosificado por el mercado. Javier Sicilia es un buen poeta y no tengo duda de que diez buenos lectores valen mucho más que cien mil consumidores.
El poeta no es el demiurgo de una humanidad envidiosa y mezquina. El poeta jaspea palabras en el arcoíris que se alza en el horizonte cuando ha pasado el diluvio. Quizá a eso se deba que el poeta, si se erige en representante moral de la sociedad, oficie la bendita división del mundo en buenos y malos. La belleza poética queda desbrozada en simplismos políticos. Es probable que para entonces el poeta decida descansar de las palabras y acabe de candidato o de líder fulguroso de jaurías rencorosas.
Levantar la propia desgracia hasta las alturas es un privilegio de unos pocos. Sicilia es por eso un privilegiado. Su voz truena y se oye en todas partes. Su obligación como poeta, diría Brodski, es una sola: escribir bien. Metido a la política –como poeta o como lo que él quiera– debe saber que el ser humano, como dice el escritor serbio Danilo Kiš en El reloj de arena, es lo más parecido a una patata: no fue creada por Dios sino por un chamán estéril-fértil demente. La papa es feísima; es un tubérculo abultado, imperfecto; las patatas más horrendas crecen en la política; su imperfección es vistosa y viscosa, indecorosa y deforme; es resistente, de piel rugosa; su sabor es desagradable y su aroma, cuando se pudre, es como un caño coagulado. Kiš cree que la manzana del Edén era en realidad una patata.
Para Sicilia no ha sido difícil levantar la propia desgracia a las alturas. La tentación del heroísmo no le es ajena. Es quizá el riesgo más tenebroso: el heroísmo. Antes, sin embargo, el poeta ha despostillado la abulia y ha puesto en la mesa la imagen de la maquinaria de la muerte. En el camino puede causar más mal que bien, sobre todo si lo arrastran los profesionales del resentimiento; él, el poeta que sonríe como poeta; él, el poeta que sueña como poeta; él, el poeta que abraza y besa las patatas a las que llamamos políticos; él, el poeta que ha tornado en acción una herida profunda y eterna. La voz del poeta puede ser bella, no necesariamente verdadera; sus apremios no son los de la política y sus palabras no representan a las verdaderas víctimas del país, siempre invisibles y siempre apagadas.

viernes, 12 de agosto de 2011

Curiosidad y azar: un encuentro afortunado

Que la lengua sea flexible
Y capaz de decir lo que piense la cabeza
Teodor Parnicki

Gracias a Carolina Rebollo de Editorial Ciudadela (comunicacion@ciudadela.mx) llegó pronto a mi mesa la Trilogía de Henrik Sienkiewicz. Un lector busca libros y a veces los encuentra; sin embargo, es más correcto decir que la mayoría de las veces son los libros los que buscan al lector y, sin importar el tiempo ni la distancia, siempre lo encuentran. Pero este es el final de una pequeña historia cuyo principio no tiene fecha de nacimiento ni puede localizarse en un momento y lugar determinados. El principio de la historia, por llamarlo así, ocurre cuando la curiosidad y el azar se encuentran en una comunión aderezada de misterio. Un lector devoto debe estar atento al milagro.
Por situar arbitrariamente un comienzo, fijémoslo en la lectura de En tierra inhumana del escritor polaco Jósef Czapski (1896-1993). Es un libro estremecedor. Polonia, invadida por soviéticos y nazis en 1939, es el punto de partida de la historia de Czapski. Cuando un año después Hitler invade la Rusia soviética, miles de oficiales y soldados polacos sufren y mueren en tres campos de concentración rusos. El pacto ruso-polaco (Pacto Stalin-Sikorski) da por terminada su guerra y establece una alianza para enfrentar juntos al ejército nazi. Al autor de En tierra inhumana se le encarga la tarea de investigar el paradero de esos oficiales y soldados polacos hechos prisioneros por los soviéticos. Muy pocos sobrevivieron. La travesía de Czapski lo lleva finalmente a Irán y a la nada; es decir, a la verdad: Stalin traicionó el pacto y miles de polacos “desaparecieron” sin dejar rastro. En la espesura de la noche, en cualquier lugar de la inmensidad del territorio ruso, con el hambre de meses y años, con temperaturas de menos cuarenta grados centígrados, alguien lee fragmentos de la Trilogía de Sienkiewicz y esa lectura épica devuelve la esperanza, anima el espíritu, desentume la tristeza. En medio de la peor de las desgracias –el exilio, el hambre, el recuerdo de los muertos, la nostalgia de la patria, la memoria de padres, hermanos e hijos, la tierna imagen de la novia que espera– un libro es consuelo que alivia por unos momentos la fatalidad que por todos lados trasmina su mortaja maloliente. Tomo nota de Sienkiewicz y cierro el libro de Czapski. El nombre no me es desconocido. Consulto y “descubro” al autor de la Trilogía polaca. Es cierto, leí Quo vadis? allá por 1970, luego de haber visto, a mediados de 1960, la película estadounidense de Mervyn Le Roy, con Robert Taylor, Deborah Kerr y un excepcional Nerón interpretado por Peter Ustinov. Sin embargo, la Trilogía polaca es el mérito que le valió a Sienkiewicz el Premio Nobel de Literatura en 1905. La Trilogía (A sangre y fuego, El diluvio y un Héroe polaco) fue publicada por la editorial española Cudadela en 2007, luego de no sé cuántas décadas de ser una rareza en nuestro idioma. El rescate de la Trilogía por Ciudadela es quizá uno de los acontecimientos literarios más importantes de la primera década del siglo XXI. El historiador Jean Meyer me dice que él la leyó en una edición española del siglo XIX de la biblioteca de una tía. Aquí hay que hacer un paréntesis para mencionar la propia trilogía de Jean Meyer sobre un tema tan cercano. Meyer ha publicado tres libros sobre la iglesia católico-romana y la ortodoxa y los distintos encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente desde la caída de Constantinopla (año 1054): Rusia y sus imperios, La gran controversia y El Papa de Iván el Terrible. Meyer empieza sus búsquedas en el presente. Mejor dicho: desde el presente; es decir, con problemas de hoy. No basta la contemporaneidad en la que suelen encerrarse los académicos para conocer las dolencias actuales. No nacimos ayer. Lo mismo puede decirse de la literatura, pero es momento de cerrar el paréntesis.
Leí de Sienkiewicz Quo Vadis? en 1970 y luego olvidé al autor. Como un remolino de hordas tártaras, el llamado boom latinoamericano nos trajo el viento fresco de excelentes libros y una ola gigantesca de mala literatura. El mal es más grave en nuestros días: con excepciones notables, las librerías rebozan basura. Conviene volver la mirada a los clásicos; pero antes debemos ser capaces de prescindir de los fórceps académicos que exaltan la técnica literaria por encima del gusto sencillo de la buena lectura, mandar a paseo las etiquetas que imponen los críticos literarios y no escuchar las febriles recomendaciones de libros de autoayuda y superación personal. La buena literatura es buena en sí misma y lo es porque es la más fiel consejera de otra buena literatura.
Sienkiewicz escribe su Trilogía entre 1884 y 1888, una época en que Polonia no existe como estado, pues acumula un siglo de ocupación de los tres imperios colindantes: Rusia, Prusia y Austro-Hungría. Las tres novelas de la Trilogía sitúan la historia en el siglo XVII, cuando el Reino de Polonia es invadido por los tártaros. La Trilogía está considerada como la epopeya polaca, algo similar a Guerra y Paz de Tolstói o Vida y destino de Grossman. Pero las novelas de la Trilogía no son marcadamente épicas; en cada una de ellas hay rostros tan humanos como la intriga, el odio y la bondad. Los expertos pueden clasificar la obra de Sienkiewicz como les venga en gana (épica, romántica, realista). El buen lector sabe que, en principio, hay buena y mala literatura. Pero hay algo más y lo dice Marcin Kazimierczak en la Introducción de la Trilogía: el paralelismo entre las historias polaca y española, naciones ambas que durante siglos fueron baluartes de la cristiandad. Las analogías son muchas y en ellas podemos encontrarnos los mexicanos en el recorrido de quinientos años de historia.
Jósef Czapski me llevó a la Trilogía: un asomo a Internet me permitió descubrir la edición de Ciudadela. Creo que el libro me encontró en buena forma: las 1,161 páginas de la Trilogía son una invitación amable a leer buenos y grandes libros. Es la memoria y el ejercicio de la memoria un acto de resistencia contra la injusticia y la violencia. Las adversidades de la actualidad no se explican sólo con la actualidad. De hecho, el presente puro es puro presente. Si la indignación y la desesperanza se reúnen para escuchar el fragmento de un libro y eso alivia por unos momentos la incertidumbre, no significa sino que el libro es insustituible. La técnica no puede ir a todas partes; en cambio el libro viaja con el lector con una fidelidad misteriosa. Se abre el libro y refulge el milagro. Es una desgracia que ya no se lea en grupo (en familia, con los amigos, en el aula). Es una desgracia que ya no se lea en voz alta (en soledad o con el ser amado).
En su artículo del pasado 31 de julio (Más información, menos conocimiento), Mario Vargas Llosa, basado en el libro de Nicholas Carr ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011), escribe que los alumnos han perdido el hábito de leer para contentarse con un mariposeo cognitivo. La robotización de la humanidad es el tema del libro de Carr y la preocupación intelectual de Vargas Llosa. No se requiere de mucha ciencia para observar el desvanecimiento de la memoria. Gracias a Internet se tiene acceso a millones de toneladas de información. La computadora puede almacenar buena parte de esa información sin necesidad de leerla ni de detenerse en sus contenidos, menos en sus significados. Una de las quejas de hoy es que la gente ya no lee. No estoy muy seguro de que la gente de nuestro tiempo lea menos que la de hace cincuenta años. La diferencia es que la gente de hoy lee mal y malos libros. Es preferible que un joven lea Don Quijote en Internet a que lea una mala novela impuesta por el mercado editorial. Como no creo que nadie lea por Internet Don Quijote, los malos libros forman una marejada incontenible.

lunes, 8 de agosto de 2011

Marqueses y Atamanes

El autoritarismo en México es, a pesar de los partidos, la alternancia, la transparencia y la rendición de cuentas, un pantano farragoso donde se hunde la urgencia de buenos gobiernos. Sólo convencionalmente se puede conceder que la Presidencia Todopoderosa llegó a su fin con la organización imparcial de elecciones y con gobiernos bordeados de equilibrios y contrapesos, pero el principio del fin del autoritarismo se puede vislumbrar arriba, en el funcionamiento cotidiano de los poderes federales, en un poder judicial que ha despercudido la toga de su histórico servilismo; pero conviene seguir la pista del autoritarismo fragmentado en esos poderes y en los gobiernos estatales y municipales. El autoritarismo político, esa montaña rocosa que parecía indestructible, se partió en cientos de piedras brozadas de herrumbres y azolves duros como el concreto.
El presidente de México ya no es el presidente imperial de México. Cosío Villegas no exageró al calificar el sistema político mexicano como una monarquía absoluta sexenal. Ya no hay tal: la competencia política y los muchos ojos que ahora escudriñan el telón de fondo del poder han convertido en una masa calcárea la base del poder absoluto; sin embargo, la arbitrariedad pública permanece, con faces y fauces distintas, adherida a los apeos de las prácticas políticas. Mi hipótesis es que el autoritarismo fragmentado no significa el fin de su historia, sino el inicio de otra. Se ha diluido su unicidad y se han diversificado sus agentes. El reparto del gran poder en treinta y dos poderes estatales y en más de dos mil poderes municipales no ha desenredado la madeja del capricho, la corrupción y el gasto abusivo. El autoritarismo se ha federalizado y también se ha municipalizado. Los gobernadores son presidentes de los estados y los alcaldes se conducen como gobernadores de los municipios.
Los poderes legislativos locales, no obstante los partidos representados, obedecen acríticamente las órdenes e intereses de cada gobernador y los poderes judiciales locales mantienen su vocación servil. En el país retoña, como serpea la hiedra entre las piedras, la cultura de los jefes políticos del centralismo del siglo XIX. En su mayor parte, los alcaldes del país ascendieron a gobernadores de sus localidades. Herederos de los atamanes que asolaron los campos mexicanos durante doscientos años, los actuales presidentes municipales pasaron en poco tiempo de la pobreza casi extrema al dispendio casi monárquico. Un puñado de buenos alcaldes y gobernadores son la excepción que confirma la regla.
El voto libre no ha construido estados libres y soberanos sino gobernadores arbitrarios y libertinos. La autonomía municipal no ha restaurado comunidades libres que eligen a sus alcaldes y deciden sus necesidades, sino en presidentes que reproducen el esquema burocrático de los gobiernos estatales. La empleomanía que criticaba el Doctor Mora como uno de los defectos públicos de los primeros años del México independiente, en la actualidad es un vicio que gangrena la política y entumece la esperanza de los ciudadanos.
En la ciudad-estado donde vivo los municipios gastan alrededor del ochenta por ciento de sus presupuestos en gasto corriente, quedando una nadería para prestar servicios y ayudar un poco a la tanta miseria de pueblos y comunidades municipales.
En un municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo el contraste entre la pobreza y una burocracia untuosa y engominada puede ser tomado como muestra representativa de lo que ocurre en los municipios del país. Se ve a las claras ese contraste, a la pura pasada. Es curioso que este municipio conurbado a la ciudad-estado donde vivo lleve por hombre un título monárquico: El Marqués. Su cabecera municipal, La Cañada, fue el lugar preferido de Venustiano Carranza para descansar, comer, gozar de los manantiales y contemplar una arbolada tan alta que apenas dejaba entrever las chispas soleadas del día o los fulgores misteriosos de la noche.
El nombre se le dio en honor a don Juan Antonio de Urrutia y Arana, Marqués de la Villa del Villar del Águila, que en el siglo XVIII aportó el dinero para la construcción del acueducto que condujo agua de La Cañada a la ciudad-estado. En El Marqués el contraste indigna: de un lado, gente pobre, modesta, tradicional; del otro, una burocracia de cuello blanco montada en autos de lujo y sueldos que ya quisieran en la Cámara de los Lores. En La Cañada ya no hay agua: ahora es una hondonada de estío y estrío. Las comunidades son muy pobres y por todas partes ruge la voracidad de poderosos constructores aliados con atamanes avariciosos. Los campesinos, cimbreando su pena entre los matorrales, toman el camino del norte. Ya ni el tamo del maíz desgranado queda en el aire. Las estragadas milpas hieden a hojalata oxidada. El color de las madrugadas, antes turquesa, ahora pandea entre el tono manfla y el manflorita.
Hace poco se discutió el gentilicio de los habitantes de El Marqués. “Pues marqueses”, pensé yo con implacable lógica gramatical. Descarté por feos “marqueños” y “marquetos”. Parece mejor “Marquenses”, pero se oye horrible “Marquensas”. Recordé que Vicente Fox se dirigió a los habitantes de Cuauhtémoc, Chihuahua, como “Cuauhtemenses y Cuauhtemensas”. La rechifla ruborizó a los manzanos en flor. Ignoro el gentilicio de los habitantes de Nuevo San Juan Parangaricutiro o Parangaratirimícuaro. ¡Es el colmo de las microidentidades! ¡Como si a los parangaratirimicuarienses les importara un bledo el asunto!
El atamán autoritario de El Marqués se decidió por “marquesinos”. Sin embargo, a las tantas mujeres hermosas color malva de El Marqués yo prefiero llamarlas marquesas y no marquesinas.
Le pregunté a una buena mujer su opinión. Alzó los hombros y dijo: “No sé, no se me había ocurrido, yo siempre he sido de los Socavones”.

jueves, 4 de agosto de 2011

La democracia de los simples

Hitler decía: “No soy un tirano, sólo he simplificado la democracia”. En realidad no la simplificó: la desapareció del mapa alemán por completo.
El nazismo y el estalinismo no son comparables con ninguna otra época política. Ni antes ni después la humanidad ha conocido esas formas monstruosas de ejercer el poder absoluto, y, sin embargo, las secuelas de su monstruosidad no las han podido borrar del todo las democracias. La conciencia democrática es el dique que las ahuyenta; los principios, reglas y procedimientos democráticos son los más eficaces antídotos contra cualquier forma de tiranía; la aceptación universal de principios y derechos humanos son barreras que impiden a los gobernantes transitar de una elección ciudadana al autoritarismo y luego a la dictadura. Sin embargo, conviene detenerse en las vísperas, en ese entramado de frustración, odio, racismo e ideología que antecedió el ascenso de los totalitarismos.
La simplificación de la democracia es una realidad mexicana cada vez más visible. De por sí compleja, la democracia está resultando demasiado engorrosa para la clase política del país y para no pocos intelectuales y ciudadanos. Hacer que la democracia sea fácil es el mejor camino para hacerla más difícil, lo que en México significa “ahorrarle” al ciudadano una participación más atenta, enterada y crítica de lo que ocurre en los partidos y en el gobierno. Ese “ahorro” está resultando costosísimo, pues la distancia entre la clase política y la ciudadanía es cada vez más lejana y difusa. Cuando un candidato dice que gobernará cerca de la gente, entiéndase que hará precisamente lo contrario.
Tengo algunos argumentos lógicos y empíricos contra las candidaturas independientes. El primero de ellos es que sus promotores y defensores exageran las expectativas. Creo que no hemos superado la tentación heroica de la política. Se mantiene, a veces disfrazada de apertura ciudadana, la creencia básica de que los muchos defectos de nuestra democracia tienen una solución más o menos suprema y hasta milagrosa.
Es cierto que nadie en su sano juicio puede sentirse complacido con los partidos políticos, pero las candidaturas independientes no son, ni en el colmo de la desesperación ciudadana, la solución y ni siquiera una solución digna de tomarse en serio. Es muy probable que en el poder legislativo federal o en el Constituyente se apruebe el ingreso de candidatos independientes a todos los puestos de elección popular, desde regidores y alcaldes, pasando por diputados locales y gobernadores, hasta diputados federales, senadores y el presidente de la república. De aprobarse, hay que ensayar y tener paciencia para evaluar sus resultados; hay que examinar paso a paso sus bondades y maldades, sus méritos y sus defectos; hay que fortalecer los primeros y corregir los segundos; hay que darle tiempo a una reforma de esta importancia y no sentenciar, a la primera, que no sirve. Ya se sabe que en México tenemos la tara cultural de pretender que una reforma funcione a partir del día siguiente de su entrada en vigor. No sabemos de ensayar, errar, corregir y volver a ensayar.
Uno de los focos de contaminación política más pestilente lo podemos advertir sin ninguna dificultad en los partidos políticos. En general, carecen de vida propia, de la autonomía suficiente para cumplir su naturaleza democrática. No hay discusión ni debate internos. Los problemas del país no se deliberan y no existe competencia interna. En general, el debate, la crítica y la competencia causan terribles divisiones internas. Por eso se ha generalizado la práctica de designar candidatos de unidad, que debiera ser una excepción a la regla general de contiendas internas. A nadie se le ocurriría decir que José López Portillo (candidato único a la presidencia) fue electo democráticamente. En los partidos hay, qué duda cabe, competencia, a veces feroz y trapera, otras matizada de buenas formas y mediatizada; pero esa competencia es soterrada, como una pelea de campeonato en un auditorio cuya entrada se veda al público.
Cuando la dirigencia de un partido anuncia con orgullo que elegirán candidato de unidad, es un deber cívico formular tres conclusiones: 1) no hay unidad, pues si una contienda interna divide a dirigentes y militantes, ese partido es apenas una expectativa de partido; 2) no hay en realidad una elección, pues una elección es necesaria y suficientemente el contraste entre propuestas y el debate entre aspirantes; 3) no hay identidad partidista, pues si se proclama con orgullo que se ha logrado “elegir” a un candidato de unidad, eso no significa sino que no tuvieron la madurez de competir democráticamente sin acabar divididos y a trompadas. El anuncio de un candidato de unidad puede interpretarse del modo siguiente: “En vista de que no pudimos ser democráticos, nos da mucha vergüenza informar que la decisión fue la candidatura de unidad”. Eso sería sinceridad política. Pero como a los políticos no podemos pedirles sinceridad, los ciudadanos haremos bien en entender el verdadero significado de la decisión.
El punto es que la democracia mexicana ha sido simplificada y cunde en el país la anti política y el peligro de la violencia. El PAN, el partido con experiencia democrática, se ha desmemoriado; el PRI, que nunca tuvo competencia interna con reglas y procesos claros, apuesta por la debacle de los gobiernos panistas; el PRD, que nace democráticamente y con un proyecto de justicia distributiva de grandes alcances, ha reciclado sus orígenes dogmáticos; su trauma asambleísta los tiene de la greña; no tienen experiencia democrática y cada convocatoria a elecciones internas es una declaración de guerra.
La simplificación de la democracia es un engaño político que sólo engaña a los políticos y a algunos analistas que exaltan la capacidad de un partido o de un gobierno de “operar” (sic) unas elecciones, pero nada dicen de los principios, las reglas y los procedimientos democráticos.

martes, 26 de julio de 2011

Un Gurú en la Universidad

El yo es un caballo de carreras en un ascensor
Roberto Matta
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Un chiquillo de rostro pajizo reparte volantillos fotocopiados en una de esas calles donde la gente camina arrebujada en sus sueños. Es una suerte vivir en una ciudad donde hay un bote de basura cada diez metros: se pueden tirar de inmediato y con decencia los volantes y folletos que ofrecen ventas nocturnas, casas en fraccionamientos de ensueño, préstamos instantáneos, licenciaturas ejecutivas, proclamas para que la gente viva la cultura emprendedora y un oleaje descomunal de productos y servicios para adelgazar o para aumentar (hasta en un setenta por ciento) el vigor sexual. Una señora arrebolada de enjambres faciales camina, como dicen en Rusia, con todos los ojos; de su vestido penden ristras moradas que hienden el aire; empelota los folletos y los arroja al momento al bote de basura, a la vista de todos. Yo hago lo propio (menos impropio) y me deshago del papelerío un poco más adelante, con un disimulo ridículo.
Pero el papelillo que reparte el chiquillo de rostro de atonía intestinal no es cualquier oferta: es el anuncio de una conferencia en la Universidad Autónoma de Querétaro. Me llama la atención y lo leo: un tal Instituto de Desarrollo Humano invita a la conferencia “Autoliberación: herramientas para perdonar y liberar el alma”, que se impartirá en el auditorio Fernando Díaz Ramírez de la UAQ el viernes 29 de julio a las 19:30 horas. La entrada es libre y hay un número para informes y reservaciones. Aparece la foto del conferencista: cabeza alopécica, barba estropajosa, sonrisa fingida; es un tal Gurú Álvaro. No sé si “Gurú” es nombre propio, sustantivo, adjetivo, apodo, grado académico o título nobiliario. Sé que en las universidades hay gurúes, pero no he sabido de alguno que se autonombre. Sé que un gurú es exactamente lo contrario de un pensador libre, racional y crítico; sé que es un guía espiritual hinduista y que, por extensión, la communis opinio enjareta el apodo a especialistas de gran influencia: gurú de la filosofía, gurú de la política, gurú de la informática, etcétera.
No me la creo. Es decir, concedo el beneficio de la duda a la UAQ: no creo que haya prestado su mejor auditorio a un Gurú para que imparta una conferencia de superación personal. Parece un truco mercantil, porque ¿quién se puede creer que la máxima casa de estudios autorice a un camaján de rostro frailuco a ocupar la tribuna de tan honorable recinto?
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Me quedo con la impresión de que se trata de una impostura, pues en el Auditorio Fernando Díaz Ramírez han tenido lugar acontecimientos académicos y culturales de gran relevancia para las ciencias, las humanidades y las artes. En ese recinto se ha escuchado la voz valiente de los críticos de la sinrazón y la injusticia; ahí mismo se han impartido conferencias magistrales y sesudas explicaciones de filósofos, antropólogos, psicólogos, historiadores, politólogos, sociólogos y comunicólogos; en ese auditorio los rectores rinden sus informes y dan cuenta de los avances académicos, de los trabajos de investigación científica de profesores empeñosos y sapientes, de logros sorprendentes en extensión universitaria y difusión de la cultura; en ese lugar han tenido lugar debates memorables que han hollado el pensamiento político y sociológico del país; de ese centro han emergido las propuestas electorales más avanzadas; en el auditorio se ha rendido justo homenaje a los personajes más destacados del intelecto, la filantropía y la trayectoria académica; también se han presentado libros y conciertos de renombrado nivel académico y estético. El Auditorio Fernando Díaz Ramírez es la continuación del Aula Magna del edificio de 16 de Septiembre, espacio de la razón donde, a mediados de 1950, José Vasconcelos habló de la misión de la universidad, donde Hugo Gutiérrez Vega, a mediados de 1960, defendió la razón, la cultura y la civilización contra la superchería, la barbarie y el despotismo; en el Aula Magna escuché a Manuel Lozada disertar sobre el pensamiento de Kant, Spengler, Santayana y Mauriac; ahí mismo, en 1969, un filósofo inglés que fue alumno de Bertrand Russel explicó la obra de este filósofo de la ciencia; en esa Aula Magna escuchamos la teoría marxista de la plusvalía, las teorías fenomenológicas, el existencialismo cristiano y no cristiano, el intuicionismo de Bergson y conferencias sobre Hegel, Nietzsche, Heidegger y otros de esa talla; ahí conocimos a María Zambrano (ya no traía enfundada la pistola con la que dicen que encañonó a Ortega y Gasset en 1936) y a pensadores de renombre internacional. ¿Cómo creer que un Gurú dicte en el Auditorio universitario una conferencia sobre las herramientas para perdonar y liberar el alma? Sinceramente, no creo que la UAQ haya prestado el auditorio. Una de dos: es un malentendido o el tal Gurú Álvaro utiliza el nombre de la Universidad para embaucar a quienes cavan escondrijos en suelos arenosos buscando lo que no existe. Creo que la Universidad lo desmentirá.
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“Autoliberación” significa, sin darle vueltas a la palabra compuesta, “liberarse de y por uno mismo”. Eso es imposible. ¿Liberarse de uno y por uno mismo? Si el objetivo de la conferencia es liberar el alma, uno se puede preguntar ¿de qué y de quiénes? Y la pregunta de rigor es: ¿qué es el alma? Pregunto: ¿el objetivo es liberar el alma del cuerpo o liberar el alma de sí misma? ¿O las dos? En cualquier caso, liberar el alma del cuerpo ha de ser tan horrible como liberar el cuerpo del alma; si el caso fuera liberar el alma de sí misma corre el riesgo de: 1) No encontrarla y espesar la frustración en el intento; 2) Encontrarla y abrirle la puerta para que se eleve al neblinoso cielo; 3) Atraparla y hacerle una cirugía mayor para extirparle sus lebrastones; 4) Desenvainarla de sus entresijos y trillarla hasta exterminarla. Tal vez se trate de una descomposición químico-metafísica o de una deconstrucción que fragmente el alma en partículas elementales hasta reducirlas a motillas de polvo; pero entonces, cuando se descubra que en las partículas elementales no hay nada, lo difícil será volverlas a pegar. Las almas sujetas a la deconstrucción pueden acabar como las almas muertas de Gógol: siervos amortajados que se compran en paquete.
El Gurú ofrece herramientas para perdonar y liberar el alma. Eso de las herramientas no me queda claro. Con el significado de “medios” o “procedimientos” la denotación se la debemos al nazismo: “la automatización del espíritu”, decía Klemperer. En buen español las herramientas son herramientas: una llave inglesa, un desarmador, un martillo, un mazo, un sacacorchos, un destapador de caños, un bordón de palo, un cepillo para barrer las briznas, una palanqueta para detener una roca, una cuchilla para limar las rebabas. Sí, ya sé que es sentido figurado; pero también hay un sentido común. Chesterton diría que la mejor manera de perdonar es pidiendo perdón y perdonando. Esto último merece un complemento: tenemos un pensamiento científico, humanista, ético y religioso de miles de años; nuestra cultura cristiana es la más rica en valores prácticos (vale lo mismo para creyentes y no creyentes); las culturas milenarias de Oriente nos llegaron a través del Helenismo, y en México la cultura cristiana se enriqueció con las civilizaciones indígenas. Sin embargo, la ignorancia y el miedo aborregan a la gente y la llevan a comprar milagros de papel de estraza. La terapia actual no va más allá de frases hechas: “perdónate a ti mismo”, “ámate a ti mismo”, “sé tú mismo”; el Oráculo de Delfos se ha abaratado: “conócete a ti mismo”. Ahora se habla de “empoderarse”, una paparrucha autoritaria que tiene erizados a tantos. ¡Si empezaran por “empoderarse” de la gramática española ya sería un logro admirable! Tenemos un idioma de valores liberales y procedimientos democráticos para hacerlos realidad. Las modas estadounidenses son eso, modas, y aquí se vuelven modismos.
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El título de una nota periodística me llevó a un equívoco. El título es: “Mi opinión es que no debería haber capillas en las universidades públicas”. Al instante estuve de acuerdo: en las universidades públicas las capillas ideológicas son círculos académicos herméticos y excluyentes. El declarante es el rector de la Universidad Complutense de Madrid. El equívoco se aclaró cuando leí que las capillas no eran sectas académicas sino espacios físicos para el oficio religioso. La declaración del rector obedeció a un altercado ocurrido en una de esas capillas: un grupo de unos 50 jóvenes (en su mayoría mujeres) irrumpió en una donde se encontraba un párroco y unas alumnas rezando. Rodearon el altar, algunas se desnudaron de la cintura para arriba y se besaron. La intolerancia de las despechadas las pinta no de la cintura para arriba sino de la boca hacia el cerebro. Mesurado, el rector no está de acuerdo en que haya capillas en las universidades públicas, pero condena la irrupción grosera de las intolerantes. De un modo sensato, los psicólogos exigen que en lugar de capillas se construyan clínicas. El caso es que se ha pedido al rector que sancione a los “profanadores” –así les llamó el Arzobispado de Madrid–, pero el rector no tiene elementos para identificarlos (as), pues las fotografías que tiene en su despacho no muestran los rostros.
Aclarado el equívoco, opino que en las universidades públicas (y particulares) no debe haber capillas de culto religioso. En la Complutense se puede llegar a un acuerdo: quitarlas o dejarlas; si se quitan, se puede construir una clínica, un laboratorio, una biblioteca; si se dejan, a ellas entra quien quiere. Pero las capillas ideológicas de las universidades son impenetrables; sus púlpitos son sagrados y los oficiantes rinden culto a unos y lanzan anatemas a otros; la coartada de la libertad de cátedra es perfecta: esconde a gurúes y profetas, y los alumnos-acólitos quedan a merced de predicadores y textos sagrados.

martes, 12 de julio de 2011

La Quebrada de las Mentiras

Cuando anocheció, la luz eléctrica reflejó por fin sus rasgos
Andrzej Stasiuk
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Caminar a la medianoche es una costumbre extraña de algunos. Como un personaje de Imre Kertész, uno cree que camina para pensar, quizá porque los problemas y preocupaciones nos acucian a pensar; sin embargo, uno no piensa en lo que debe pensar; al que camina a la medianoche no se le pueden ver los pensamientos; aparenta que va pensando. La realidad es otra: se camina a la medianoche para dejar de pensar; pero entonces la hora de pensar es la hora en que no se piensa.
El recorrido es regularmente el mismo. Los pies se independizan y se dirigen a Ezequiel Montes, hasta la plazuela Mariano de las Casas; se respira una nostalgia oxidada al contemplar el templo de Santa Rosa de Viterbo. Es viernes: hay más ruido y más gente; el contraste de la ciudad es asombroso: bullicio en una plaza y total silencio en la calle siguiente. A las épocas las separan unos pasos. La callecita Fagoaga es una estación obligada; sus fantasmas duermen plácidamente y el silencio es una pequeña hondonada de tiempo. De Pino Suárez a la plaza Constitución se pueden ver claramente dos religiones: la de los cantos gregorianos del templo de Santo Domingo y la de la vanidad santurrona de San Agustín. En la Plaza Constitución la alegría inunda los portales: gente, música, meseros comedidos; es otro tiempo. Hay un restaurante de platillos de Nueva Orleans; la comida no es mala pero nada tiene que ver con la de Nueva Orleans. La misericordia urbana redimió a Venustiano Carranza y, petrificado, fue llevado a no sé dónde; las pilastras de cantera de los estados constituyentes, tan feas como una tal carta de derechos y deberes económicos de los estados que el servilismo construyó en honor a Luis Echeverría, fueron expulsadas de la ancestral fealdad de la plaza.
El callejón Libertad es un hervidero de jóvenes y antros. Los tiempos se confunden en un espacio de no más de veinte metros: música tropical que huye por el hocico de una puerta, boleros endulzados con plastas de miel, canciones de moda que sólo canta la juventud, letras desentonadas “contra ellos” que contornean los pechos y los despechos de señoras sudorosas, rolas en inglés que tamborean los nervios más agudos y tensos. El callejón Libertad parece la Quebrada de las Mentiras de la novela de Kertész.
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El callejón Libertad vive varios tiempos en un mismo espacio. Antes, durante mi niñez, el callejón empedraba los sueños y durante el día era un tenderete de fierros viejos; era una veredilla que serpenteaba el camino a La Cruz. El callejón era vivo porque grandes y chicos estaban vivos (o fingían que lo estaban), pero era feo: chirridos de hojalata, sombras prestadas a las altas y gruesas paredes, macetas de geranios podridos porque nadie los plantaba, pregones tristes y gimientes, portones insolentes, muertos convertidos en piedras porque nadie los lloraba. Años más tarde, la ignorancia gramatical lo bautizó como “Andador” Libertad. En las noches, durante muchos años, el descenso por el callejón era quizá la más intemporal de las caminatas; no es que el tiempo se detuviera; lo que pasaba era que las tonalidades de la noche te hacían creer que pensabas, cuando en realidad el pensamiento era una apariencia. En el mejor de los casos, eran hilachas de pensamiento. El callejón Libertad era “Una abstracción árida y espectral” (Kertész).
El óxido del callejón Libertad ahora se ha lubricado con grasa fétida y pringosa; en las baldosas se mezclan aromas y desperdicios de lechugas masticadas, cerveza herrumbrosa y babichas de cigarros despanzurrados, portones acordonados como alambradas por donde se ingresa a los antros, coagulación de julandrones y pajilleras. “La noche cose un saco de oscuridad”, entona un canto reproducido por la escritora Herta Müller. Enfundado en ese traje, los pasos miran la esquina de Vergara. Un grupo de jóvenes (clase media y media alta) hacen un círculo donde hay una pelea; me acerco y veo que dos niños de siete u ocho años están trenzados en un agarrón de trancazos, cabezazos, arañazos, golpes cortos, fuercitas que retuercen el cuello, pies que se intercalan furiosos. Los jóvenes espectadores gritan, animan, ladran, aúllan. Entro en el redondel e intento separarlos. Un joven veinteañero que parece ser el líder del grupo me increpa: “Déjalos, no te metas”. Mi incorporo y lo encaro: “No jodan, son unos niños”. El joven me reta “Vamos a darnos un “tirito” tú y yo”. Le propongo: “Primero vamos a separar a los niños y luego nos damos el tirito”. En ese momento llega un joven de unos treinta o treinta cinco y también intenta separar a los niños que, trenzados en el suelo grasiento, se revuelcan: sangran la cabeza, la nariz, la boca. El que parece ser el líder del grupo se quita la camisa y lo reta: “Ora vamos tú y yo”. Su rostro cenizo enrojece y su cuerpo rugoso se arquea; sus puños se aceran; en su cinturón una navaja palpita en un estuche, y entonces jalo del brazo al joven de treinta o treinta y cinco y lo aparto unos metros. “Cálmate, son muchos, vamos a buscar ayuda. ¿Traes celular?”. Lo trae, naturalmente, y además guarda los teléfonos de la Guardia Municipal, de Protección Civil, de Seguridad Pública, de los Bomberos, de la Cruz Roja. Los tres o cuatro números que marca suenan ocupados. Nuevos intentos: nada. “¿Le entramos”?, le pregunto. Ahora es él el que dice que son muchos. “Andan bien pasados”, agrega. Nos encaminamos hacia el grupo. Casi al llegar, el júbilo anuncia el fin de la pelea. Unos ganan y otros pierden. Era sólo un “juego”: un juego de apuestas, como en las peleas de perros. Alguien comenta que el niño ganador recibe “crack” como premio. El grupo se dispersa. El que parece el líder del grupo no lo es. En realidad es (Cómo decirlo?). Digámoslo con decencia: es un joven empresario del espectáculo. Otra vez Herta Müller:
Niño pequeño sin los mayores,
Sobre el asfalto hay un zapato descalzo.
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No son casos aislados. Vi algo similar hace más de veinte años en la calle Libertad de Chihuahua, a unos pasos de lo que fue el Banco Minero, a veinte metros de una placa que informa: “En esta casa nació en mil ochocientos y tantos el escritor Martín Luis Guzmán”. Escribe Claudio Magris que toda interpretación simplificadora y ampulosa se convierte en un instrumento ideológico de poder de una clase política. En un artículo publicado en Corriere della Sera reflexiona sobre el supuesto dilema de educar en valores o en nociones. Es obvio que el dilema es falso. El problema se presenta cuando la educación en valores desplaza la transmisión de conocimiento, de nociones laicas que ellas mismas son valores, más útiles (para la vida, para el trabajo y para la convivencia) que los pregones éticos de las escuelas. Lo laico no es, escribe Magris, lo contrario a lo católico; laicidad significa tolerancia y duda de las propias certezas; se opone tanto al clericalismo avinagrado como a la cultura actual del ‘Yo’ impermeable y narcisista. Pero cuidado con las abstracciones éticas sin correspondencia con los hechos y la realidad. A un niño le pueden reiterar la importancia del respeto al otro, de no discriminar, de cumplir las leyes; ese niño no tiene dificultad para comprender que es mejor el diálogo que el conflicto y que es preferible arreglar las diferencias de manera pacífica y no por la fuerza. Pero en el aula, en el patio de la escuela, en la calle y en su casa el niño comprueba lo contrario: gritos, intolerancia, violación generalizada de reglas urbanas, agresiones en la familia, autoridades corruptas, comerciantes abusivos, vecinos groseros e intolerantes. “En la escuela –escribe Magris– se tiene ante todo que estudiar y aprender". La escuela no forma hijos. ¿Por qué habría de formar padres? Las escuelas de hoy, con la coartada de educar en valores, adoctrinan en dogmas ideológicos, morales o religiosos. La escuela, dice Magris, debe enseñar nociones y disciplinas sobre el fundamento de los valores comunes que constituyen la base y la premisa de la vida democrática, con validez para creyentes y no creyentes. Enseñar nociones es el valor de valores de una buena escuela; es decir, transmitir conocimiento (científico, humanista, estético, ético, técnico). Sin embargo, educar en valores se ha convertido en publicidad de curso legal, pero puede causar un mal trascendente: demeritar la enseñanza de las ciencias, de las humanidades y de las artes, que por sí mismas son valores sustantivos de una buena educación. No me parece digno de admiración un muchacho moralmente virtuoso si no sabe lo elemental de matemáticas, física, química, biología, historia, geografía, español.
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En las esquinas flotan oscuridades. El ruido caracolea su desarmonía y se diluye conforme uno se aleja de los aúllos de los tiempos apretujados del callejón. En la calle veo tanques militares. No lo son, sólo parecen. Son las camionetas de aspecto bélico que hoy circulan en la ciudad con su fealdad intimidante. Su finalidad no es la belleza sino el poder. Los jeep han sido desplazados por cureñas motorizadas. Su forma acorazada es un invento del nazismo: blindar, blindaje, blindarse. De pasada se puede decir que la expresión “material humano”, hoy de uso generalizado en las empresas, en el gobierno y hasta en la educación, fue acuñada por Goebbels.
En Arteaga (en la que fue la calle de los pajareros) la espesa oscuridad se adhiere a la piel. El aroma del cansancio borra los recuerdos. El anzuelo del tiempo embadurna el regreso. Queda un fulgor que desciende del fondo de la noche. Ha de ser (pienso sin pensar) “el aura de tristeza que desprenden las personas que nunca lloran” (Stasiuk).