El abuelo del escritor israelí Amos Oz descubrió los placeres del sexo a los 77 años. El milagro ocurrió unos meses después de la muerte de la esposa de Alexander Klaussner, que así se llamaba el sabio abuelo del sabio escritor.
El abuelo Alexander y su prima Shlomit se prendaron amorosamente en su natal Odesa, allá a principios del siglo XX. El amor de los jovencitos desató una terrible pelea entre las familias, como en Romeo y Julieta.
En una de las oleadas migratorias de judíos de Europa del Este la pareja se embarcó con destino a Nueva York, donde pensaban casarse y hacer su vida. Durante la travesía, tal vez cuando el barco bamboleaba las aguas misteriosas de la Atlántida, el novio se enamoró apasionada, perdida y desesperadamente de otra pasajera. La novia Shlomit lo arrastró de la oreja todo el camino y no lo soltó hasta después de la boda. ¿Cómo que hasta después de la boda?
En realidad ella no lo soltó nunca. Al poco tiempo volvieron a Odesa. Años más tarde, partieron a Israel de manera definitiva, supongo que para que pudiera nacer Amos Oz, un excelente escritor.
¿Cuál era el secreto del atractivo viril del abuelo?, se pregunta Amos Oz.
El abuelo Alexander tenía una cualidad muy rara en los hombres, posiblemente la cualidad más sexy para las mujeres: sabía escuchar.
No simplemente hacía que escuchaba, por educación.
No interrumpía las frases de su interlocutora.
No la interrumpía ni se inmiscuía en lo que estaba diciendo la mujer en turno para concluir y pasar a otro tema.
No dejaba que ella le hablase al vacío mientras él preparaba su respuesta para cuando por fin terminase.
No fingía que le interesaba o disfrutaba sino que le interesaba y disfrutaba de verdad.
No era impaciente. No aspiraba a llevar la conversación de los insignificantes argumentos de ella a los importantes de él.
Todo lo contrario: le gustaban esos argumentos. Le agradaba esperarla y, aunque se alargase, la esperaba y se deleitaba mientras tanto en sus rodeos.
No metía prisa. No apremiaba. Esperaba a que ella terminase e incluso cuando acababa no se precipitaba, sino que le gustaba seguir esperándola: a lo mejor tenía algo más que añadir. A lo mejor se le ocurría otra feliz idea.
Le gustaba dejar que ella le cogiese de la mano y, a su ritmo, le condujese a sus sitios favoritos. Le gustaba acompañarla como una flauta acompaña una melodía.
Le gustaba conocerla. Le gustaba comprender. Saber. Le gustaba llegar al fondo de su mente, e incluso más allá.
Le gustaba entregarse, deseaba entregarse más que deleitarse con la entrega de ella.
Ellas hablaban y hablaban hasta que no podían más, hablaban incluso de las cosas más íntimas, secretas y sensibles, y él escuchaba con sutileza, con ternura, con empatía e indulgencia.
No, no con indulgencia sino con placer y sentimiento.
Hay un montón de hombres a los que les gusta muchísimo el sexo, incondicionalmente, pero odian a las mujeres.
Al abuelo Alexander le gustaban ambas cosas.
Y con delicadeza: sin echar cuentas, sin pedir nada a cambio. Nunca apremiaba. Le gustaba zarpar y no apresurarse a echar el ancla.
Muy seguido se iba con alguna de ellas a un “centro de veraneo” (así los llamaba el abuelo, influido sin duda por Chéjov).
En una ocasión, cuando el abuelo Alexander tenía ya unos 89 años, avisó que emprendería un viaje importante de uno o dos días.
Al cabo de una semana de ausencia todos estaban inquietos.
A punto de llamar a la policía y a los hospitales, el abuelo regresó: satisfecho, alegre, divertido y contento como un niño.
- Abuelo, ¿dónde te habías metido?
- ¿Qué pasa?, he estado viajando un poco.
- ¿No dijiste que volverías en dos o tres días?
- Y qué si lo dije. Bueno, he estado con la señora Hershkovitz.
- ¿Y a dónde fueron?
- Ya lo he dicho: a divertirnos. Encontramos una pensión tranquila. Una pensión muy civilizada. Una pensión como las de Suiza.
- ¿Una pensión? ¿Dónde? ¿No has podido al menos llamarnos por teléfono para que no nos preocupásemos?
- No había teléfono en la habitación. ¿Qué pasa? ¡Era una pensión extraordinariamente civilizada!
Cuando el abuelo cumplió 93 años decidió que había llegado el momento de hablar con su nieto “de hombre a hombre”: sobre las mujeres.
“Las mujeres, dijo el abuelo, en algunos sentidos son exactamente igual que nosotros. Exactamente igual. Del todo. Pero en otros sentidos las mujeres son completamente distintas. Muy, muy diferentes”.
Amos Oz, el curioso nieto de 36 años, preguntó: “¿Pero en qué sentido las mujeres son completamente igual que nosotros y en qué sentido son muy diferentes?”
El abuelo respondió: “Bueno, en eso estoy trabajando”.
Amos Oz reflexiona: “También yo sigo trabajando en ello”.
El abuelo conoció los placeres del sexo a los 77 y murió a los 95. Durante casi veinte años las hizo felices a todas y no volvió histérica a ninguna.
Comentó que la muerte de un joven de veinte años es una desgracia, pero que la muerte a los 95 es una tragedia: el abuelo Alexander ya se había habituado a la vida.
El abuelo Alexander y su prima Shlomit se prendaron amorosamente en su natal Odesa, allá a principios del siglo XX. El amor de los jovencitos desató una terrible pelea entre las familias, como en Romeo y Julieta.
En una de las oleadas migratorias de judíos de Europa del Este la pareja se embarcó con destino a Nueva York, donde pensaban casarse y hacer su vida. Durante la travesía, tal vez cuando el barco bamboleaba las aguas misteriosas de la Atlántida, el novio se enamoró apasionada, perdida y desesperadamente de otra pasajera. La novia Shlomit lo arrastró de la oreja todo el camino y no lo soltó hasta después de la boda. ¿Cómo que hasta después de la boda?
En realidad ella no lo soltó nunca. Al poco tiempo volvieron a Odesa. Años más tarde, partieron a Israel de manera definitiva, supongo que para que pudiera nacer Amos Oz, un excelente escritor.
¿Cuál era el secreto del atractivo viril del abuelo?, se pregunta Amos Oz.
El abuelo Alexander tenía una cualidad muy rara en los hombres, posiblemente la cualidad más sexy para las mujeres: sabía escuchar.
No simplemente hacía que escuchaba, por educación.
No interrumpía las frases de su interlocutora.
No la interrumpía ni se inmiscuía en lo que estaba diciendo la mujer en turno para concluir y pasar a otro tema.
No dejaba que ella le hablase al vacío mientras él preparaba su respuesta para cuando por fin terminase.
No fingía que le interesaba o disfrutaba sino que le interesaba y disfrutaba de verdad.
No era impaciente. No aspiraba a llevar la conversación de los insignificantes argumentos de ella a los importantes de él.
Todo lo contrario: le gustaban esos argumentos. Le agradaba esperarla y, aunque se alargase, la esperaba y se deleitaba mientras tanto en sus rodeos.
No metía prisa. No apremiaba. Esperaba a que ella terminase e incluso cuando acababa no se precipitaba, sino que le gustaba seguir esperándola: a lo mejor tenía algo más que añadir. A lo mejor se le ocurría otra feliz idea.
Le gustaba dejar que ella le cogiese de la mano y, a su ritmo, le condujese a sus sitios favoritos. Le gustaba acompañarla como una flauta acompaña una melodía.
Le gustaba conocerla. Le gustaba comprender. Saber. Le gustaba llegar al fondo de su mente, e incluso más allá.
Le gustaba entregarse, deseaba entregarse más que deleitarse con la entrega de ella.
Ellas hablaban y hablaban hasta que no podían más, hablaban incluso de las cosas más íntimas, secretas y sensibles, y él escuchaba con sutileza, con ternura, con empatía e indulgencia.
No, no con indulgencia sino con placer y sentimiento.
Hay un montón de hombres a los que les gusta muchísimo el sexo, incondicionalmente, pero odian a las mujeres.
Al abuelo Alexander le gustaban ambas cosas.
Y con delicadeza: sin echar cuentas, sin pedir nada a cambio. Nunca apremiaba. Le gustaba zarpar y no apresurarse a echar el ancla.
Muy seguido se iba con alguna de ellas a un “centro de veraneo” (así los llamaba el abuelo, influido sin duda por Chéjov).
En una ocasión, cuando el abuelo Alexander tenía ya unos 89 años, avisó que emprendería un viaje importante de uno o dos días.
Al cabo de una semana de ausencia todos estaban inquietos.
A punto de llamar a la policía y a los hospitales, el abuelo regresó: satisfecho, alegre, divertido y contento como un niño.
- Abuelo, ¿dónde te habías metido?
- ¿Qué pasa?, he estado viajando un poco.
- ¿No dijiste que volverías en dos o tres días?
- Y qué si lo dije. Bueno, he estado con la señora Hershkovitz.
- ¿Y a dónde fueron?
- Ya lo he dicho: a divertirnos. Encontramos una pensión tranquila. Una pensión muy civilizada. Una pensión como las de Suiza.
- ¿Una pensión? ¿Dónde? ¿No has podido al menos llamarnos por teléfono para que no nos preocupásemos?
- No había teléfono en la habitación. ¿Qué pasa? ¡Era una pensión extraordinariamente civilizada!
Cuando el abuelo cumplió 93 años decidió que había llegado el momento de hablar con su nieto “de hombre a hombre”: sobre las mujeres.
“Las mujeres, dijo el abuelo, en algunos sentidos son exactamente igual que nosotros. Exactamente igual. Del todo. Pero en otros sentidos las mujeres son completamente distintas. Muy, muy diferentes”.
Amos Oz, el curioso nieto de 36 años, preguntó: “¿Pero en qué sentido las mujeres son completamente igual que nosotros y en qué sentido son muy diferentes?”
El abuelo respondió: “Bueno, en eso estoy trabajando”.
Amos Oz reflexiona: “También yo sigo trabajando en ello”.
El abuelo conoció los placeres del sexo a los 77 y murió a los 95. Durante casi veinte años las hizo felices a todas y no volvió histérica a ninguna.
Comentó que la muerte de un joven de veinte años es una desgracia, pero que la muerte a los 95 es una tragedia: el abuelo Alexander ya se había habituado a la vida.
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