A la memoria de RGR
En los totalitarismos no se tenía el sagrado derecho de pensar contra uno mismo, acaso porque en una dictadura totalitaria no existe uno mismo o no conviene que exista; sólo el individuo puede pensar contra sí mismo: es su derecho, su obligación, su necesidad de sobrevivir con dignidad en un ambiente donde las culpas tienen un solo nombre y un solo domicilio; pensar contra uno mismo forma parte de la libertad de pensamiento y, de modo similar a como se ejerce cualquiera de las libertades democráticas, se piensa contra uno mismo en silencio o en voz alta, así como el creyente tiene derecho a la religiosidad íntima y a su pública manifestación; cuando los jerarcas católicos escupen contra el “individualismo”, una parte del escupitajo les cae en el rostro, tal vez en la boca que abrieron para gritar y luego no tuvieron tiempo de cerrar; no debieran ignorar que fue la teología católica la que instauró la soberanía ética del individuo, y menos debieran ignorar que nada hay más cristiano que pensar contra uno mismo: el examen de conciencia, la contrición, la confesión, el propósito de enmienda; pensar contra uno mismo remonta al creyente al pecado original; los no creyentes nos limitamos a experimentar el asombro ante la complejidad de la condición humana. Llama la atención el texto de Ramón Alberto Garza publicado en Reporte Índigo el 26 de este espantoso agosto (No tenemos derecho a llorar) en el que nos invita, a propósito de la conmoción que ha causado la catástrofe humana en un casino de Monterrey, “a confrontarnos con los demonios a quienes con nuestro silencio cómplice les expedimos un pasaporte en blanco para que se adueñaran de lo que solía ser un oasis empresarial, cultural y social”. Pero piensa contra sí mismo cuando escribe: “Porque antes de reprender con toda justicia a las autoridades que por incompetencia o complicidad autorizaron la proliferación de los casinos y no los vigilaron, tendríamos que condenarnos a nosotros mismos”. Y sigue pensando contra sí mismo: “A todos los regiomontanos que tomamos por asalto las decenas de casinos, los cientos de mesas de bingo, las miles de máquinas tragamonedas, con la esperanza de ganar en una sentada, con unos cuantos pesos, lo que solíamos recibir en un mes o en un año con el sudor de nuestra frente”. No se tome a la ligera el comentario de Ramón Alberto Garza; no ahora que el presidente Calderón es utilizado como bote de basura donde se depositan los males y las culpas de los mexicanos; no ahora que la sucesión presidencial está desbordando los lindes de la cordura; no ahora que el país se enfila hacia divisiones categóricas. En el casino de Monterrey murieron sobre todo mujeres: empleadas y clientes; en los casinos del país la clientela es principalmente femenina; he visto viejecitas de más de ochenta años en las maquinitas, a señoras de clases medias altas y altas que sudan sus afeites aceitosos durante horas esa esperanza-adicción de ganar, como dice Ramón Alberto Garza, lo que una persona normal se gana en un mes o en un año, y también he visto a muchachas de clases medias bajas perder cien o mil pesos en una sentada. Pensar contra uno mismo no es un flagelo indiscriminado por las cosas malas que pasan en el mundo; no es un mea culpa servil o gratuito; es, por el contrario, un acto de libertad que le exige a uno mismo no engañarse del todo acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor; es, por decirlo así, ponerse en tela de juicio y aprender a deslindar responsabilidades, pues es un simplismo culpar a una sola persona o institución (o al Estado) de todo, y ni siquiera se podría culpar en términos absolutos a los delincuentes, al menos no si antes no ponemos sobre la mesa la red de complicidades públicas y privadas que allanan el camino a la extorsión y al asesinato. Si vale el término “mesianismo” utilizado por el escritor de Lyov Adam Zagajewski para definir el fenómeno de colocar todo el mal del mundo en el adversario, entre nosotros, en este México de 2011, es mesiánico situar al enemigo en un solo lugar y con un solo nombre. Pensar contra uno mismo es, por definición, un acto reflexivo; intenta escudriñar los vicios privados como tierra fértil donde crece el yerbajo de la maldad criminal; se propone apuntar los yerros evidentes de los gobiernos y el alto grado de corrupción policial y política que trafica con la ilegalidad y abre las puertas de los grandes negocios a los amigos, a los parientes, a los leales; busca enfocar la luz en la hipocresía de ciertos sectores privilegiados que hacen negocios con delincuentes y lavan dinero. No se debe pasar por alto que la buena sociedad regiomontana no ha tenido pudor en emparentar con los jefes de la delincuencia; viven entre ellos, de ellos y con ellos; eso mismo se puede ver en muchas partes del país; el dinero ha corrompido a legiones de policías y políticos, pero en el camino ha corrompido a sectores influyentes de la vida social y religiosa del país; porque no son inocentes de la corrupción los obispos, uno de los cuales dijo que el dinero sucio se purificaba al entrar a las arcas de la diócesis; no son inocentes los medios de comunicación, que han contribuido a categorizar la realidad en dos partes: gobiernos ineficientes y ciudadanos inocentes. El mal es muy democrático. Con todo, pensar contra uno mismo nos conduce a concluir que en México hay por lo menos cien millones de mexicanos que trabajan y viven la vida como se puede y con lo que se tiene, viendo el espectáculo de la muerte que nos bordea y amenaza. En los totalitarismos se consideraba contra revolucionario pensar contra sí mismo; de un modo parecido, hoy es impopular la autocrítica o insinuar la hipocresía; lo políticamente correcto es culpar al presidente, a los gobernadores, a los policías, al modelo económico; poco se dice de los delincuentes y casi nada de sectores y familias que, a sabiendas, los tienen de vecinos, hacen negocios con ellos, los admiran y, llegado el caso, despotrican contra el gobierno por su ineficiencia. Dice Zagajewski en su ensayo Una muralla alta: “Hay que pensar contra uno mismo. Si no, no somos libres”.
En los totalitarismos no se tenía el sagrado derecho de pensar contra uno mismo, acaso porque en una dictadura totalitaria no existe uno mismo o no conviene que exista; sólo el individuo puede pensar contra sí mismo: es su derecho, su obligación, su necesidad de sobrevivir con dignidad en un ambiente donde las culpas tienen un solo nombre y un solo domicilio; pensar contra uno mismo forma parte de la libertad de pensamiento y, de modo similar a como se ejerce cualquiera de las libertades democráticas, se piensa contra uno mismo en silencio o en voz alta, así como el creyente tiene derecho a la religiosidad íntima y a su pública manifestación; cuando los jerarcas católicos escupen contra el “individualismo”, una parte del escupitajo les cae en el rostro, tal vez en la boca que abrieron para gritar y luego no tuvieron tiempo de cerrar; no debieran ignorar que fue la teología católica la que instauró la soberanía ética del individuo, y menos debieran ignorar que nada hay más cristiano que pensar contra uno mismo: el examen de conciencia, la contrición, la confesión, el propósito de enmienda; pensar contra uno mismo remonta al creyente al pecado original; los no creyentes nos limitamos a experimentar el asombro ante la complejidad de la condición humana. Llama la atención el texto de Ramón Alberto Garza publicado en Reporte Índigo el 26 de este espantoso agosto (No tenemos derecho a llorar) en el que nos invita, a propósito de la conmoción que ha causado la catástrofe humana en un casino de Monterrey, “a confrontarnos con los demonios a quienes con nuestro silencio cómplice les expedimos un pasaporte en blanco para que se adueñaran de lo que solía ser un oasis empresarial, cultural y social”. Pero piensa contra sí mismo cuando escribe: “Porque antes de reprender con toda justicia a las autoridades que por incompetencia o complicidad autorizaron la proliferación de los casinos y no los vigilaron, tendríamos que condenarnos a nosotros mismos”. Y sigue pensando contra sí mismo: “A todos los regiomontanos que tomamos por asalto las decenas de casinos, los cientos de mesas de bingo, las miles de máquinas tragamonedas, con la esperanza de ganar en una sentada, con unos cuantos pesos, lo que solíamos recibir en un mes o en un año con el sudor de nuestra frente”. No se tome a la ligera el comentario de Ramón Alberto Garza; no ahora que el presidente Calderón es utilizado como bote de basura donde se depositan los males y las culpas de los mexicanos; no ahora que la sucesión presidencial está desbordando los lindes de la cordura; no ahora que el país se enfila hacia divisiones categóricas. En el casino de Monterrey murieron sobre todo mujeres: empleadas y clientes; en los casinos del país la clientela es principalmente femenina; he visto viejecitas de más de ochenta años en las maquinitas, a señoras de clases medias altas y altas que sudan sus afeites aceitosos durante horas esa esperanza-adicción de ganar, como dice Ramón Alberto Garza, lo que una persona normal se gana en un mes o en un año, y también he visto a muchachas de clases medias bajas perder cien o mil pesos en una sentada. Pensar contra uno mismo no es un flagelo indiscriminado por las cosas malas que pasan en el mundo; no es un mea culpa servil o gratuito; es, por el contrario, un acto de libertad que le exige a uno mismo no engañarse del todo acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor; es, por decirlo así, ponerse en tela de juicio y aprender a deslindar responsabilidades, pues es un simplismo culpar a una sola persona o institución (o al Estado) de todo, y ni siquiera se podría culpar en términos absolutos a los delincuentes, al menos no si antes no ponemos sobre la mesa la red de complicidades públicas y privadas que allanan el camino a la extorsión y al asesinato. Si vale el término “mesianismo” utilizado por el escritor de Lyov Adam Zagajewski para definir el fenómeno de colocar todo el mal del mundo en el adversario, entre nosotros, en este México de 2011, es mesiánico situar al enemigo en un solo lugar y con un solo nombre. Pensar contra uno mismo es, por definición, un acto reflexivo; intenta escudriñar los vicios privados como tierra fértil donde crece el yerbajo de la maldad criminal; se propone apuntar los yerros evidentes de los gobiernos y el alto grado de corrupción policial y política que trafica con la ilegalidad y abre las puertas de los grandes negocios a los amigos, a los parientes, a los leales; busca enfocar la luz en la hipocresía de ciertos sectores privilegiados que hacen negocios con delincuentes y lavan dinero. No se debe pasar por alto que la buena sociedad regiomontana no ha tenido pudor en emparentar con los jefes de la delincuencia; viven entre ellos, de ellos y con ellos; eso mismo se puede ver en muchas partes del país; el dinero ha corrompido a legiones de policías y políticos, pero en el camino ha corrompido a sectores influyentes de la vida social y religiosa del país; porque no son inocentes de la corrupción los obispos, uno de los cuales dijo que el dinero sucio se purificaba al entrar a las arcas de la diócesis; no son inocentes los medios de comunicación, que han contribuido a categorizar la realidad en dos partes: gobiernos ineficientes y ciudadanos inocentes. El mal es muy democrático. Con todo, pensar contra uno mismo nos conduce a concluir que en México hay por lo menos cien millones de mexicanos que trabajan y viven la vida como se puede y con lo que se tiene, viendo el espectáculo de la muerte que nos bordea y amenaza. En los totalitarismos se consideraba contra revolucionario pensar contra sí mismo; de un modo parecido, hoy es impopular la autocrítica o insinuar la hipocresía; lo políticamente correcto es culpar al presidente, a los gobernadores, a los policías, al modelo económico; poco se dice de los delincuentes y casi nada de sectores y familias que, a sabiendas, los tienen de vecinos, hacen negocios con ellos, los admiran y, llegado el caso, despotrican contra el gobierno por su ineficiencia. Dice Zagajewski en su ensayo Una muralla alta: “Hay que pensar contra uno mismo. Si no, no somos libres”.
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